Después de azarosos meses que comenzaron con unas elecciones en el tórrido mes de julio, España dispone de un gobierno legítimo de mayoría absoluta. Es la decisión del Parlamento, la ley de la democracia, que la derecha niega en la calle. No les importa el precio, si se necesita la fuerza se empleará para torcer la voluntad mayoritaria del Parlamento. El resultado es una obra de ingeniería política que nos retrotrae a los mejores momentos de la Transición. Aunque en aquellos tiempos hubo quienes se resistían, llamando "traidor" a Suárez, y cuantos apostaban por el progreso y la evolución. Los jueces se oponían, también los obispos, las asociaciones empresariales lo mismo, el ruido de sables era ensordecedor. En el otro lado se buscaba pactar, conseguir acuerdos, ceder en las propias posiciones, armonizar posturas antagónicas. Se hizo lo necesario para superar los feroces años de la guerra civil con sus secuelas de exilios, juicios de legalidad discutible, cárceles, muerte y destrucción. Ahora, a quien practica la política como instrumento para llegar a acuerdos entre los atomizados partidos del Parlamento de la Nación, les llaman traidores.
Los tribunales, creados por los golpistas del año 36 en España, incluían en sus sentencias como primer delito la "traición". Lo hacen todas las dictaduras del color que se quieran vestir. "Traidor" es la palabra que se atribuye ahora a quienes piensan de manera distinta a la suya. Con esta palabra los discrepantes se convierten en enemigos. Suyos y, por su particular proyección, de la patria. La patria, tal como algunos la entienden, es su predio en el que no caben las diferencias. Se señala a quienes piensan distinto, a quienes apuestan por superar los conflictos con el diálogo, a quienes defienden sus ideas. Pero no se dan cuenta, o sí se lo dan, es que carecen de escrúpulos, que el señalamiento conduce al odio y el odio genera violencia. Se están pronunciando discursos indecentes y miserables contra los diputados del PSOE y otros cargos en Castilla-La Mancha y otros territorios. La mezquindad moral impregna esos discursos. No aceptan ni la Constitución, que dicen defender, ni los valores democráticos sobre los que se asienta la convivencia. Cuando la derecha no atisba el poder recurre a la violencia. Convoca a aliados poderosos como los jueces que se proclaman independientes, pero no tienen ningún reparo en situarse públicamente de parte de un partido. Los obispos hacen lo mismo. Los empresarios, al menos en nuestros territorios, han abandonado la mínima distancia prudencial para airear soflamas de un partido concreto. Hablan de los males que determinadas medidas traerán a nuestros pueblos y ciudades, pero nadie explica razonablemente por qué y cómo puede suceder eso, si es que sucediera. Se repiten consignas simplistas y se cierra toda esperanza al diálogo y al acuerdo. Esta es la triste y repetida historia de una España cerril, con palabras que resuenan a pólvora y balas. "Que el ejército destituya al presidente del gobierno", proclama una asociación de militares jubilados. Otra asociación de guardias civiles se declara dispuesta a derramar su sangre. ¡Jo, qué gente!, es lo único que se les ocurre proponer. Confunden el siglo XXI con el XIX, total es cuestión de cambiar los palotes.
La Constitución nació como el proyecto de superar pasados destructivos. Pudo ser un fracaso, pero resultó un éxito. Nada en política tiene asegurado el triunfo. Sobre todo en la resolución de conflictos territoriales. Y eso que contamos con la experiencia tranquila del final de ETA. La convivencia, por muy compleja que resulte, solo se consigue con acuerdos, nunca con violencia. También lo cuenta nuestra Historia, cuando a lo largo de ella la lucidez se ha impuesto al oscurantismo.