Antes de entrar en materia, y centrarnos en el día 20 de diciembre de 1973, quiero recordar, ahora que estamos ante la grave crisis de Gaza, con la crueldad de la acción militar de Israel contra la población civil palestina, que teníamos entonces reciente la guerra del Yom Kipur, transcurrida en octubre de aquel año, y, precisamente, tanto mi amigo durante toda la mili, el tomellosero Antonio Martínez, como este cronista, habíamos sido testigos, en nuestras noches de guardia en la Base Aérea de Torrejón de Ardoz, del continuo despegue de aviones norteamericanos con rumbo a Oriente Medio, durante los casi veinte días que duró aquel conflicto. España se convirtió en una suerte de portaviones de EEUU, con los peligros que ello entrañaba, al convertirnos, en particular aquella base de “utilización conjunta”, en objetivo militar de la coalición árabe. Se reforzaron las guardias en lugares muy alejados del acuartelamiento, tanto que el camión que hacía el relevo de soldados tardaba como una hora en realizar este servicio. A pesar de la poca información que recibíamos de nuestros superiores, sacábamos nuestras conclusiones y también nuestro miedo a flote.
Para rematar el ambiente, en nuestro cuartel de origen, el día de la Patrona de la Aviación, diez de diciembre, se produjo de madrugada un desgraciado accidente, con resultado de una muerte y varios heridos graves, algunos con secuelas de por vida, y que tuvo origen en un retraso de dos horas en aquel trasiego del camión de los relevos del que hablaba. Un soldado, de guardia en un puesto muy alejado, muerto de frío y muy nervioso por la demora, echó el alto a un vehículo, unos faros que vio a los lejos entre la niebla, a gran velocidad y con maniobras extrañas. El aterido soldado, al no recibir contestación realizó varios disparos con las consecuencias citadas. Ese había sido el remate de los festejos del día de la patrona. Con un estado de ánimo algo bajo, mi amigo Antonio y servidor vimos en el cambio de cuartel, en la capital, la posibilidad de alejarnos de experiencias no muy gratas, además de poder dedicar el tiempo libre a retomar estudios. Aquello, como otras cosas de las que voy a hablar, no tuvieron eco en los medios de comunicación.
Pero vamos a lo que nos ocupa hoy, y que son recuerdos de hace cincuenta años, y que no tienen nada de batallitas de la puta mili. Es media mañana, en términos militares, en un cuartel del Ejército del Aire situado en la madrileña Avenida de Portugal y dos jóvenes militares, con graduación reciente de cabos primeros, se disponen a salir con dirección al centro de la ciudad. Los relojes marcan poco más de las diez de la mañana y, al no tener ese día tareas asignadas en su nuevo destino, habían convenido irse a visitar el Museo del Prado, tal y como ya habían hecho en los últimos días. El uniforme les facilitaba el acceso gratuito y se habían propuesto estudiar historia del arte por libre, en plan autodidacta, cuaderno en ristre; aquel jueves les tocaba empaparse de Francisco de Goya. Apenas llegaron al cuerpo de guardia, un compañero, de servicio ese día, les indicó que no podían salir, que había orden de permanecer en el cuartel, por haber ocurrido un hecho luctuoso grave. A partir de ese momento empezaban dos días intensos, aún con algunos interrogantes. Pero prefiero, desde este punto, utilizar la primera persona.
Apenas volvimos al interior del cuartel, en concreto a nuestra unidad, la 11 Escuadrilla de Honores, intentamos averiguar qué ocurría y preguntamos a un compañero con el que teníamos confianza, también recién llegado a este cuartel como cabo primero, Ayensa, riojano y estudiante de Derecho. Disponía este amigo de un transistor y nos comentó que había intentado escuchar alguna noticia, pero que las emisoras solo emitían música, clásica o militar. Fue este amigo quien preguntó directamente que pasaba, para que no pudiéramos abandonar el centro, al teniente Cesteros, un tipo mal encarado, con malas pulgas, pero que tenía mando en la policía aérea y sospechábamos que trabajaba para el servicio de inteligencia militar, por lo que si alguien estaba informado era este oficial, pero era previsible cualquier contestación desabrida, pero no, en esta ocasión le contó a Ayensa las noticias que tenía, y lo que en ese momento sabían, y que era que había muerto el presidente del gobierno como consecuencia de una explosión, y que estaban a la espera de tener más noticias. Pronto y por la misma fuente informativa fuimos conociendo detalles del atentado, también se nos fueron encomendando tareas, algunas nos llegaron a asustar, pues apenas teníamos veinte años y la posibilidad de tener que utilizar las armas nos preocupó bastante.
En el lugar del atentado y a la misma hora, en la calle Claudio Coello, el juez de turno de Guardia trataba de abrirse paso entre policías armados y militares, en aquel caos en torno al socavón gigante producido por los explosivos. El magistrado, Julián Serrano Puértolas, se limitaba a cumplir con su deber, es decir, instruir las primeras diligencias, realizar el levantamiento de cadáveres para realizar las autopsias, al ser muertes violentas, ordenar la citación ante el Juzgado de los testigos, así como la recogida de pruebas. Lo cierto es que no le fue permitido el acceso, con muy malas maneras, por parte de los militares que decían estar a cargo de la situación. Años después pude escuchar del propio juez esta relación de los hechos, cuando era miembro del Consejo General del Poder Judicial, tras haber sido uno de los fundadores de la organización Justicia Democrática. Esta irregularidad, de violación de las leyes, no la he escuchado ni leído en ninguno de los reportajes en distintos medios que se han realizado a lo largo de los años. Es decir, ni al almirante Carrero y resto de víctimas les fue practicada autopsia, ni la autoridad judicial intervino en nada.
Vuelvo al cuartel y a otros recuerdos de aquel día, en que, imbuido en preparativos de organización de una sección de soldados a nuestro cargo, con el solo mando superior de otro estudiante, un alférez de la milicia universitaria, me olvidé de dos citas que tenía ese día, una era con unos amigos de Toledo, que se habían desplazado a Madrid para asistir a las sesiones del juicio del llamado Proceso 1001, seguido contra la dirección de Comisiones Obreras. La otra cita era en realidad con mi trabajo, también reciente, como empleado de Correos en turno de tarde, en el edificio de la central, es decir, en la plaza de Cibeles, donde se ubica actualmente el Ayuntamiento de Madrid. Lo cierto es que tuvimos prohibidas aquellos días las llamadas telefónicas, por lo que no pudimos comunicarnos ni con amigos ni con familiares.
El resto de la mañana la pasamos, como decía, organizando y armando a los soldados, que tenían que ponerse, también nosotros, la indumentaria de los desfiles, con cascos y correajes blancos, pero con algunos cambios que me llamaron la atención, como fue la sustitución del clásico fusil Máuser, que era el utilizado habitualmente, por el moderno Cetme, al que tuvimos que ponerle un cargador con balas, más otros cuatro en estuches, y también nos armaron con unas pistolas, también cargadas y munición aparte. Con este equipamiento, apenas realizamos la comida del mediodía, nos subimos a un autobús gris, con matrícula militar, y realizamos algunas patrullas por la zona oeste de la capital.
Pregunté al joven mando, el citado alférez, si había escuchado algo más en el pabellón de oficiales, y me comentó lo que había sacado en claro de las conversaciones mantenidas y de los telefonemas recibidos en el cuartel. Nos encontrábamos ante una situación de crisis grave del Estado, y, que era el ejército, en el que había divisiones, el encargado de controlar, encauzar la situación, evitar involuciones, y parar a los grupos ultras del régimen en su afán violento. Se sabía ya que el director general de Guardia Civil, Iniesta Cano, trataba de dar una suerte de golpe duro y que había llegado a impartir órdenes y telegramas a las comandancias de provincias con instrucciones muy extremas para mantener el orden público. Según nuestro alférez era posible que tuviéramos algún encuentro poco amistoso con la Benemérita, algo que afortunadamente no llegó a ocurrir, pero la sola posibilidad nos impresionó mucho. Recuerdo que no llegamos a comunicar el objeto de nuestras patrullas a los soldados que teníamos a nuestro cargo, todos de la última reclutada, es decir, con apenas tras meses de mili y voluntarios, por lo que andaban entre los 18 y 19 años.
A lo largo de dos días intensos pude ganarme la confianza del joven oficial, y, aunque no se manifestaba políticamente, lo cierto es que mostraba simpatía por el entonces jefe del Alto Estado Mayor, general Manuel Díez Alegría, del sector más aperturista del régimen, y que fue a la postre quien abortó las maniobras de generales ultras, como Iniesta Cano. Diez Alegría, que había dirigido el CESEDEN, contaba, al parecer, con el apoyo del Ejército del Aire, o al menos de la mayoría de sus mandos, con cierta fama entonces de ser más liberales que sus compañeros de la Marina o del Ejército de Tierra, por aquello de haber estudiado inglés y en algunos casos otros estudios. De vuelta al cuartel, aquella tarde-noche del 20 de diciembre, se nos recomendó tras la cena que procurásemos no alborotar y descansar, pues al día siguiente nos esperaba un día movido. La verdad es que, visto con distancia, y volveré sobre ello, todo el trabajo, salvo el refuerzo de guardias, recayó en un “selecto” grupo de una treintena de “pringados” de aquel cuartel, mientras los militares profesionales pasaron aquellos días de francachela en sus pabellones, bien surtidos de wiski de importación, y otras bebidas más castizas. Por su parte, varios centenares de soldados destinados allí hacían la mili desde su casa o su trabajo, pues aquel era un cuartel de “enchufes”, donde “cumplían” de aquella manera con la patria una multitud de deportistas de élite y futbolistas. Tras realizar las prácticas y jura de bandera no volvían a aparecer hasta la recogida de la cartilla de licenciamiento.
Amaneció el día 21 de diciembre, con más información sobre lo ocurrido a través de “radio macuto”, más la lectura de algunos diarios que llegaron al cuartel, y, tras un desayuno muy rápido, pues había que volver a formar en el patio del cuartel, ya se nos comunicó, a los tres cabos primeros más jóvenes y recién llegados, que volvíamos a patrullar durante la mañana, y que más tarde tendríamos que desfilar en el entierro del presidente del gobierno, con el mando sobre la sección que había estado con nosotros el día anterior. Sin posibilidad de objetar nada sobre nuestra impericia, pues las ordenes eran tajantes, el teniente Cesteros nos instruyó un rato sobre el paso lento que debíamos llevar, así como la posición en la que teníamos que colocar los fusiles, denominada “a la funerala”, o con el cañón hacía abajo.
No era una cuestión de que quisiéramos librarnos de aquel embolado, que también, sino que lo normal hubiese sido, en ocasión de tanta importancia, que tanto los soldados como los mandos se hubieran seleccionado entre veteranos de la Escuadrilla de Honores, curtidos en los desfiles habituales que se realizaban en el aeropuerto de Barajas, con motivo de la llegada de mandatarios extranjeros, o en diversas paradas militares. Con ese escaso bagaje de instrucción y con bastante miedo en el cuerpo continuamos nuestro errático deambular por el oeste de la ciudad, y, como a media mañana, nos desplazamos hacía el norte, como si se quisiera aparentar, con tan escasos efectivos, que el ejército del Aire estaba presente por todas partes, ante la ausencia de unidades de Tierra o Marina, y ello a pesar de que se nos había informado que el Ejército en su conjunto, con sus mandos, controlaba la situación del orden público, supongo que desde sus confortables pabellones y cantinas. Llegadas las trece horas entramos en un cuartel de Infantería de Marina, sito en la calle Arturo Soria, donde estaba previsto realizar la comida del mediodía. En el comedor me pude percatar del excesivo clasismo reglamentario que imperaba en aquel centro, al obligarnos a sentar por categorías, por lo que nos separaron de nuestros compañeros soldados y tuvimos que alternar con suboficiales marinos en mesa aparte.
Sin mayor tiempo para descanso, casi con el bocado en la boca, subimos de nuevo al autobús y nos encaminamos hacía nuestro destino: Paseo de la Castellana número 3, sede de la presidencia del gobierno, casi esquina con la Plaza de Colón. De camino pudimos observar, un poco más debajo de los nuevos Ministerios, en una esquina con la avenida, como dos comandantes, ya entrados en años, discutían acaloradamente, y se echaban en cara el caos que reinaba en todo lo concerniente a la vigilancia y el orden en Madrid. Creo que ni se percataron de nuestro paso, a pesar de que nos encontrábamos cerca del Centro de Estudios del Estado Mayor y que lo lógico hubiera sido averiguar a donde íbamos tan armados.
Llegamos al punto de partida del entierro con más de una hora de antelación, por lo que establecimos un cordón de vigilancia sobre nuestros pertrechos, y algunos nos marchamos a tomar un café por los alrededores, para ahuyentar el frío, con promesa al alférez de vuelta inmediata. Cuando se acercaba la hora, una gran multitud se fue aproximando, y, en primera fila, delante del Palacio de Villamejor, el mismo que había ocupado Manuel Azaña, se agruparon unas cincuenta señoras de “bien”, la mayoría con sus abrigos de piel, y que fueron las que de manera más grosera insultaron al cardenal Tarancón cuando se incorporó al cortejo fúnebre, con aquello de “muerte de los curas rojos” y “Tarancón al paredón”. Había visto al cardenal en Toledo, y me impactó ver el contraste, entre una cara alegre que saludaba a las gentes cuando salía del palacio arzobispal y un semblante muy grave, aguantando el chaparrón, posiblemente con miedo físico, pues el clima de violencia podía haber desembocado en algo peor. Durante aquellas horas, que queríamos pasaran rápido, entendimos la razón por la que nos habían enviado a un entierro armados hasta los dientes.
Antes de situarnos en el centro de la avenida para el desfile, aún fuimos testigos de algunos percances, como lo fue el del gran alboroto que había en torno al líder de Fuerza Nueva, Blas Piñar, que pedía mano dura contra traidores y rojos. Recuerdo, y me lo confirmó hace unos años uno de los protagonistas, el general Jesús Casinello, por entonces un joven capitán destinado en el servicio de Inteligencia que había creado Carrero Blanco, cómo un grupo de quince o veinte oficiales salieron del palacio a paso ligero y apartando a la multitud de forma brusca se dirigieron hacía el grupo ultra y lo redujeron de manera bastante contundente.
Tal y como reflejan las imágenes de NODO y TVE, repetidas con frecuencia, delante del armón con los restos del almirante marcharon tres secciones del ejército, la última la nuestra, por tanto, cerca del armón al final del cortejo, y de la muchedumbre de falangistas y partidarios del régimen de variado pelaje. El desfile finalizaba en Nuevos Ministerios, donde se hizo el cambio del carro de caballos a un coche fúnebre para su posterior destino. A ambos lados de la Castellana se agolpaba un público de curiosos, pero la mayoría guardaban la compostura.
Casi al final del trayecto, un par de caballos se alborotaron y casi nos topamos con los mismos. Entonces observe que, a uno de mis compañeros en la cabecera de la sección, por el susto, el fusil se le caía, sin atreverse el pobre a hacer gesto alguno que llamase la atención. Miré hacía mi lado, y vi a un cámara de tv, al que había saludado al comienzo de la marcha, y que me había contado una visita reciente a Toledo a un rodaje de una serie. Le hice un gesto para que no filmase, lo entendió y procedí de modo rápido a colocar el fusil de mi preocupado amigo. Aquí acaban los recuerdos del desfile y prolegómenos; después vuelta al cuartel y revisión inmediata de mi taquilla, para averiguar si eran ciertos los rumores de que nos habían hecho un registro para detectar “rojos” entre la tropa. Falsa alarma, allí estaba un ejemplar de la revista Triunfo y tres o cuatro libros, algunos de estudios y uno de lectura. Lo demás ya lo conoce el lector, a través de series y documentales, aún con teorías conspiratorias sin fundamento, pues lo conocido no va más allá de la incompetencia de nuestra policía y de un ministro de la gobernación imbécil. Después vino el sorprendente nombramiento de Arias Navarro, cuando lo lógico hubiera sido su destitución fulminante, al ser el responsable de la seguridad y el orden público. Pero el franquismo más duro estaba dispuesto a seguir escribiendo nuestra tortuosa historia, con algún que otro toque de surrealismo, pero de lo que sigue hablaremos otro día.