La familia
Me van a permitir un paréntesis en la cuestión catalana, que es la cuestión de España, para compartir con ustedes un acontecimiento familiar. Hace pocos días participé en un encuentro en Ciudad Real con decenas de miembros de mi familia, los Fernández-Bravo. Resulta que, aunque no conocía a la mayoría de ellos, todos formábamos parte de algo que nos unía. Que nos unió ese día en torno a un buen pisto, su buen queso y sus migas con uvas, pero que nos integra en algo mucho más importante.
Pero si traigo a estas líneas, con el permiso de mi director, esta anécdota personal, no es para aprovechar la difusión de este medio para hablar de mi familia, sino para lanzar al ruedo los valores que esta institución representa en nuestro tiempo. Somos postmodernos, postsoberanos, amantes de la postverdad, somos la consecuencia de casi todo y el ejemplo de casi nadie. Si hacemos caso a politólogos, sociólogos y científicos varios, nuestro tiempo no pasará a la historia más que por nuestro poder de destrucción y nuestra negligencia intelectual. No es el espacio este para discutir tales conceptos, cada uno de ellos merecería su propio artículo, pero sí para enfrentar esas realidades coyunturales a la de ese concepto estructural que es la familia.
La familia es lo que no cambia, es decir, esa gente que te mantiene en pie cuando el resto del mundo te empuja al suelo, esa tabla donde se sustentan valores permanentes, no circunstanciales; esa red que, frente a la moda y el tuit, te sujeta ante la incertidumbre. ¿Por qué las administraciones públicas no apoyan de un modo suficiente y decidido a la institución familiar? Si se hacen esa pregunta y le dedican dos minutos a la respuesta no tendrán más remedio que afirmar conmigo: porque la familia ofrece a la sociedad ciudadanos informados y libres, y eso no es precisamente lo que más beneficia a los estados.
El Estado promueve leyes y leyes y más leyes, y a cambio de su cumplimiento y del voto rápido y emotivo, ofrece libertad de maniobra, esa que se agota al entrar en un centro comercial, y la apariencia de una sólida cobertura moral. El Estado me protege, ¿o sólo me compra?
Los Fernández-Bravo, de Ciudad Real, de Villarubia de los Ojos y, ahora, de media España, no son más que mi familia. Un ejemplo. Pero permitan la suerte que tengo de poder ponerlo negro sobre blanco para dar gracias a todas esas familias, tan anónimas como imprescindibles, que dan sustento moral y real a nuestro país. Y de las que nadie habla. Va por ellas.