El aeropuerto de Ciudad Real forma parte de la lista de grandes éxitos de la política castellanomanchega. Les voy a confesar una cosa: cuando hace casi 16 años aterricé en Toledo, no sabía gran cosa de los temas que podían resultar interesantes para los ciudadanos de la región, así que me puse las pilas. Hice un gran esfuerzo por leerlo, escucharlo y verlo casi todo. ¿Y saben qué? Hice dos descubrimientos fundamentales.

El primero es que los problemas de la gente eran muy parecidos a los de las personas de cualquier otro lugar. Es verdad que la fuerza del sector primario, la ausencia de grandes ciudades -con la excepción, quizá, de Albacete- o la extensión del territorio aportan ciertas singularidades. Pero, al final, lo esencial no varía: problemas en el acceso a la vivienda, encarecimiento de la cesta de la compra, dificultades para conciliar la vida laboral y familiar… En fin, los clásicos populares de toda la vida.

Sin embargo, y este es el segundo descubrimiento que hice, hay otra serie de temas propios. Son, en realidad, más preocupantes para el reducido maridaje de políticos y periodistas que para el ciudadano corriente, y quizá por eso reclaman su espacio permanentemente en los titulares de los periódicos y en las aperturas de los informativos de radio y televisión. Uno de ellos es el agua, asunto que aparece siempre que alguien cree que puede volver a sacar rédito político; otro es el extraordinario y pionero escándalo de la Caja de Castilla-La Mancha. Lo de la CCM parecía asunto olvidado. Sin embargo, vemos estos días con crudeza algunas de las consecuencias de la nefasta gestión -por ser delicados- de aquella institución pública. Porque, aunque algunos prefieren olvidarlo, fue la caja de ahorros que dirigía Hernández Moltó la que financió los 337 millones de euros que costó el aeropuerto de Ciudad Real.

Aquella operación representa acaso lo peor de esos años de pelotazo y golazos al bolsillo del ciudadano, un símbolo de aquella España de puñetazos en la mesa, de falta de explicaciones y de amenazas a los periodistas que hacían preguntas. Ahora que el dichoso aeropuerto, que encadena desde 2008 quiebras, concursos de acreedores, cierres y aperturas fantasmas, vuelve a ser el centro del debate político regional y nacional, la memoria nos devuelve aquella época en la que, en un ejercicio de absoluta irresponsabilidad, se financiaban castillos en el aire. Porque lo del aeropuerto no fue mala suerte. Fue una decisión política equivocada, tomada por quien estaba acostumbrado a actuar sin que nadie se atreviera a vigilar sus desmanes.

Por supuesto, lo de convertir ese símbolo del despilfarro en una especie de campo de concentración de inmigrante es ya el colmo del descaro. Además de una profunda inmoralidad. Hace bien el Gobierno regional en oponerse con fuerza a este proyecto, acierta García-Page al poner luz en la oscuridad en la que -todo apunta- el Ejecutivo de Sánchez andaba negociando con la empresa de la instalación. Pero debería recordar el PSOE de Castilla-La Mancha que el aeropuerto es hijo suyo. Y que formará para siempre parte de la historia negra de esta región. Una historia por la que todavía nadie ha pedido disculpas.