Hace mucho que no escucho a nadie decir "me siento dichoso o dichosa". Quizás sea porque el concepto de dicha se ha perdido, al igual que muchas palabras hermosas de nuestro idioma que han caído en desuso. Si como sociedad hemos olvidado la dicha, no podemos considerarlo un avance, ni mucho menos. Más bien, parafraseando a Franz Kafka, seremos una sociedad envejecida incapaces de ver lo bello es que ser dichosos, "La juventud es feliz porque tiene la capacidad de ver la belleza. Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza jamás envejece".
Según la RAE, dicha es "el estado de ánimo que se complace en el disfrute de algo bueno", sinónimo de felicidad. De todas sus acepciones, es esta la que me interesa aquí.
La literatura nos ha permitido vivir la dicha a través de los personajes, e incluso del lector, mediante las palabras de escritores que, entre desvelos, buscan sentir esa felicidad en sus relatos. Seguimos escribiendo sobre la dicha asociada al éxito, el amor o la satisfacción personal que acompaña el logro de metas.
Pero esto contrasta fuertemente con lo que vemos en los diarios y las noticias, donde los protagonistas son el dolor, la adversidad, la guerra, la corrupción y un largo etcétera. Estos mensajes nos recuerdan lo efímero de la condición humana y la angustia de lidiar con una realidad que nos golpea sin tregua.
Hoy en día, no nos sentimos dichosos por razones sociales, culturales, económicas e incluso psicológicas. Nos comparamos constantemente en redes sociales, donde todo se exagera o se finge. Nos sometemos a un sistema de productividad inhumano, con metas inalcanzables a corto plazo y una obsesión por el éxito instantáneo. Como bien dice el refrán: "lo que se corre, no grana". Nos generamos estrés y ansiedad, convencidos de que nunca es suficiente. Y, para colmo, corremos tanto que nos aislamos de los nuestros, sumidos en una hiperconectividad digital que resulta todo menos razonable. ¿Cuántas veces hemos pospuesto ese café o cena con amigos que nunca parece caber en la agenda? Compramos impulsivamente, acumulamos cosas que realmente no necesitamos, solo para sentir una efímera ilusión.
A esto se suma una crisis de propósitos y el egoísmo de no saber pedir ayuda a quienes nos quieren cuando la necesitamos. Los valores tradicionales han sido relegados, etiquetados como 'vintage', y la importancia del propósito de vida ha sido prácticamente descartada. Nos hemos vuelto más individualistas que nunca, y los verbos compartir y ayudar, junto con la generosidad, solo parece tener sentido si es para figurar en una foto. Pero no somos nada sin los que nos quieren de veras, y eso lo digo con el corazón en la mano, sin ellos mi vida sería imposible de ser vivida, quizás sí, sobrevivida.
¿Hacia dónde nos lleva todo esto? Al aumento alarmante de problemas de salud mental como la depresión, la ansiedad, el estrés crónico y la infelicidad.
Hoy escuché en las noticias que, según un estudio reciente, las personas que viven en pueblos y zonas naturales son más felices. Quizás tengamos que mirar hacia la España despoblada para reinventarnos y así encontrar un poco de dicha.
No creo que debamos ser tan radicales, pero sí es necesario aprender de las duras lecciones que la realidad nos pone en frente. Nos estamos olvidando de lo esencial: la calma, el bienestar familiar, las risas con los amigos, un buen amor. Nos estamos alejando del verdadero significado de palabras como DICHA.
Esta columna es solo un recordatorio: por mucha tecnología que facilite nuestra vida, por muchas redes sociales que nos hagan sentir "vistos", lo que realmente nos hace felices está mucho más cerca de lo que pensamos, al alcance de la mano, y aún estamos a tiempo de recuperarlo. Tal vez dentro de unos años nos resulte imposible recordar una cena familiar, una reunión de amigos o una cita romántica en la que fuimos verdaderamente dichosos.