El Alcaná

La propaganda, el periodismo y la carlistada

23 octubre, 2017 00:00

Emilia Landaluce, una de las mejores plumas, ácida y acertada, del periodismo español, explicaba este fin de semana en El Mundo lo que ocurre con el conflicto catalán fuera de nuestro país, visto con los ojos de un corresponsal extranjero. Sucede que el Gobierno de la Generalitat lleva la vida gastando pasta gansa en promocionar su causa con el dinero de todos los españoles de los que quieren separarse. El último ejemplo clarividente ha sido el vídeo Help Catalonia, donde una actriz metida a activista sale defendiendo los derechos de Cataluña, como si estuvieran pisoteados y defenestrados. Dan ganas de adoptarla y ofrecerle un fuet de Casa Tarradellas.

Dicen los corresponsales extranjeros que el Gobierno de España sólo los llama para hablarles de los Reyes Católicos y que carece de relato o épica. El artículo es interesantísimo porque expone negro sobre blanco las contradicciones en las que tantas veces incurrimos los periodistas, ávidos de una historia que contar y tentados de adjetivos. La verdad es que la crónica me recordaba a lo que tantas veces he leído que fue la lucha de la propaganda de los bandos durante la Guerra Civil Española. ¡Qué tiempo tan triste que todo lleva a lo mismo!

España es el único país del mundo que se ha tragado la leyenda negra que otros inventaron – Inglaterra fundamentalmente- para desprestigiar el poderío de su imperio. Bismarck dijo que la nuestra era la nación más fuerte que existía, pues lleva toda la vida intentando romperse sin conseguirlo. La izquierda del último siglo ha contribuido en gran medida a profundizar el desapego de los españoles por lo que nuestro país significa. La pérdida de la Guerra Civil y el fracaso evidente de la resistencia al morir el dictador en la cama son sus principales causas. Nos tragamos como sables el designio universal de nuestra astracanada, la irremediable idea de lo chusco y la desalentadora convicción del estigma y la diferencia. Los españoles no somos buenos ni avanzados porque la izquierda lo dice. El resto del mundo, sí.

Y en esa tesitura –con múltiples y honradísimas excepciones, obvio es- la izquierda fagocita la idea de España y se la incardina a la derecha, heredera del bando nacional, que aquí el lenguaje también juega lo suyo. Sólo falta una fuerza poderosa y visceral como el nacionalismo, la peor hidra de todo el siglo XX, para tejer el actual paño que estamos viendo y que a cualquier corresponsal y persona con dos dedos de frente dejaría ojiplático. La alianza del nacionalismo atávico y derechón con la izquierda internacionalista y anárquica. El contradiós, o sea.

Por mucha propaganda, que no información, que un gobierno haga, el periodista debe ser fiel a lo que ve y contarlo. Nunca creí en la independencia ni tampoco en la objetividad. Pero sí en la honestidad. Un periodista ha de ser honesto y dejar que la realidad le estropee un titular. Los corresponsales se vuelven locos por contar la historia de su vida y han llegado a un país con reminiscencias legendarias y exóticas -¡cuánto daño hizo Hemingway!- y han visto la ocasión única de sus carreras. Si a eso añadimos un gobierno que gasta en propaganda incluso lo que no tiene y otro que no termina de convencerse de la importancia de la comunicación, el mal no termina de propagarse.

Cualquier país del mundo lucharía por conservar su integridad territorial de una forma legítima. Y en cualquier lugar del orbe, lo ocurrido en Cataluña sería considerado un golpe de Estado. Los discursos de Puigdemont, Colau y Forcadell están plagados de mentiras flagrantes, incurriendo además en la aberración intelectual de hablar constantemente del poble catalá como sujeto de derechos, cuando aquí el único sujeto válido es el ciudadano, único e individual. La superposición de un ente que todo lo justifica y a lo que todo se supedita, incluidos los mismos ciudadanos, tiene un nombre. Y la maquinaria según la cual una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad ya fue desarrollada por Joseph Goebbels en otro monstruoso momento de la Historia. O lo tenemos claro o esto se complica.

Al final la batalla la ganan los españoles, como siempre, las personas sin gobierno ni política que han sacado su bandera porque están hasta los cojones. Lo mismo ocurrió en 1808. Un país sin mando paró al ejército más poderoso de Europa hasta entonces. Ahora sucederá algo parecido. La victoria -porque hay que vencer al nacionalismo- llegará y caerá por su propio peso, aunque el precio que haya que pagar pueda ir creciendo. Por el momento, quienes primero lo pagan son los propios catalanes, que después de la independencia, deberán declarar la quiebra. Las empresas se van y las familias se parten. ¡Qué gran invento el nacionalismo!

Por lo demás, la Historia está escrita y cada vez que veo o escucho a Puigdemont y Junqueras me acuerdo de las carlistadas del XIX. No hubo jamás algo más antiguo ni reaccionario. Son los herederos del Trono y Altar. Mantuvieron su poderío durante buena parte del siglo, aunque sólo Zumalacárregui y Maroto pusieron nerviosos a los herederos de Cádiz. Cabrera en el Maestrazgo y los carlistones del Norte durante el Sexenio dieron por culo lo mismo que estos. Pero al final, leyendo se despeja la incógnita. Los bombardeos sobre el Bilbao liberal cesaron y los boinas y trabucaires volvieron a su nido de Estella. Desde Madrid, aquello venía en llamarse la guerra del Norte y sonaba a ruido de fondo y cansino. Igual que esto. Si no han leído Zalacaín, el aventurero es tiempo de ello.