Los porteros de La Torre
Cuenta un espléndido reportaje de Enrique Recio en El Español que cerca de treinta personas oriundas de La Torre de Juan Abad, pequeño municipio de la provincia de Ciudad Real, llegaron a ser porteros de diferentes edificios de la Calle Ibiza de Madrid y casi doscientos lo fueron en otras comunidades de propietarios de la capital de España. El trabajo es muy interesante porque demuestra, como su propio autor señala, que Madrid es el poblachón manchego del que Umbral en alguna ocasión habló. Yo lo pude comprobar durante mis cinco años de carrera, en el barrio de Aluche, donde la mitad de los que conocí hundía sus raíces en el mismo lugar que yo. Un amigo me dijo un día recién llegado que si tenía nostalgia me fuera a Sol o Atocha. No hizo falta, los míos arribaron antes incluso de que yo hubiera nacido.
Me ha interesado el reportaje, aparte de por la evidente coincidencia que no ha pasado desapercibida al periodista, porque es la demostración palpable de lo que fue nuestro país durante buena parte de su historia reciente. Es el camino, trayecto o recorrido que nuestros padres hicieron para traernos aquí. Es la emigración callada, silente, muerta, amarga que en los sesenta se hizo del pueblo a las ciudades. Fueron quienes levantaron este país tras el Plan de Estabilización y los mayores estertores franquistas después de los fusilamientos, que fueron los años del hambre. Mis padres eran de esa generación y sé de lo que hablo. Los torreños marcharon a Madrid porque en el pueblo se morían de cardo y pena.
Podría decir como Quevedo, que fue señor de la Torre aunque terminó sus días en Villanueva de los Infantes, aquello de “miré los muros de la patria mía”. Ese es el gran problema al que se enfrentan hoy nuestros jóvenes sin saberlo. Serán las dos o tres primeras generaciones que vivan peor que las de sus padres. El XXI parece un siglo de crisis irremediable como lo fue el XVII y el XIX. La clave del populismo y el nacionalismo pasa por la crisis económica brutal que ha marcado nuestras vidas y de la que aún no hemos salido. De hecho, están los gurús que ya aprecian signos de otra recesión que podría ser tremenda. El enorme desafío que ante nuestros ojos tenemos es la transformación de la economía analógica en otra digital, donde se abrirán muchas oportunidades, pero para las que todavía no estamos preparados. Aprendemos a tirones, según se presenta el momento, sin que haya una estrategia de país que introduzca la digitalación en la escuela desde su inicio. Los niños aprenden por fuera y el Fornite. Falta una Formación Profesional cualificada y de calidad que desarrolle las potencialidades de esa generación que ha recibido lo mejor de sus padres, pero que no tiene ni mucho menos seguro si podrá transmitirlo a sus hijos. Esta es la cuestión esencial de España y de la que ningún partido habla. Se debate sobre el debate y el novio de la muerte. Con las cosas claras, los golpistas irían a la cárcel, el Gobierno no se apoyaría en ellos, los catalanes respirarían y dedicaríamos el tiempo a buscar estrategias que hagan de nuestro país uno de los más competitivos del mundo. El resto es vacación, ocio y tiempo libre.
Hoy es 23 de abril y hace cuatrocientos tres años que murió Miguel de Cervantes. Mallarmé decía que la carne es triste y había leído todos los libros. Faltan por escribirse aquellos que saquen a España de este atolladero en el que está sumida, junto al resto de Europa. Si la socialdemocracia triunfó en el siglo XX, sólo la recuperación del espíritu liberal y emprendedor que garantice el progreso individual y el legítimo lucro que genere riqueza sacarán al Viejo Continente de su postración. Como hicieron los porteros de La Torre el día que salieron de sus casas. Lloraban y no volvían la vista atrás. Ahora regresan cada quince días y lo hacen contentos, aunque guardan la pena de no haber podido vivir en el pueblo. Crecer duele y es inevitable el sufrimiento.