Clase media, elecciones y aventura
¡La clase media retrocede aceleradamente! Lo anuncia la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) en un reciente Informe presentado en la ONU. En los 36 países que pertenecen al club la clase media naufraga en un mar de crisis que, como las olas, las últimas se superponen a las primeras. La del 2008, a pesar de su apariencia inocua, continúa diezmando a la clase media. Y si la clase media encoge, aumenta la clase alta, aunque en realidad quien “engordan” son los pobres, y disculpen la ironía. Cada año se incrementa el número de pobres; los ricos siguen siendo los de siempre, pero más ricos, y la clase media, desorganizada y confusa, se quiebra entre un consumo que la endeuda, unos precios que se disparan y escaleras cada día más estrechas, cuando no altos muros, para el ascenso social.
Clase media sería aquella que dispone de una renta anual entre el 74% y el 200% de la renta media del país. Traducido a España, la clase media la formarían quienes se mueven entre 13.000 a 34.500 euros (tal vez algo más), un segmento mayoritario de la población. Este sector fue el artífice de la estabilidad del modelo de convivencia que se implantó tras el apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial y que ahora se diluye. De ahí la trascendencia del Informe de la OCDE que muestra a los Gobiernos la cartografía de la encrucijada volcánica en la que se sitúan las sociedades actuales.
La clase media comprueba diariamente que sus rentas no crecen. En todo caso disminuyen, mientras los precios se disparan y se promueve un consumo disparatado. El estilo de vida, conseguido con esfuerzo y en momentos de coyunturas más favorables, empieza a resultar inalcanzable para sus componentes y sin perspectivas de mejora. Lo cual engendra incertidumbre, cabreo, confusión. Vive la sensación real de que el sistema socioeconómico es injusto con ellos y con sus hijos. Y este, el de los hijos, es otro de los efectos del descenso de la clase media. Han disminuido las posibilidades de ascenso social. Hubo un tiempo en el que se podía pensar que se viviría mejor que los padres. Que, con preparación y esfuerzo, se podrían superar las condiciones de vida anteriores. Esos principios han perdido valor. El origen familiar, el código postal en las grandes ciudades, o los lugares de residencia limitan las posibilidades de ascenso futuro.
Ante unas elecciones cercanas, la tentación puede ser el aventurerismo. Votemos lo desconocido, a los más ruidosos o más exóticos. ¡A ver qué pasa! Muy antisistema o muy guay, pero absurdamente inútil. Estúpidamente irresponsable. Y, además, tiempo y oportunidades perdidos. Lo que se necesita es un voto que reoriente a la clase media. Que la convierta en unos de los anclajes de la estabilidad democrática y del bienestar colectivo. Y eso no puede provenir de las presentes derechas ni de aventuras imaginarias. No son posibles estrellas de izquierdas, ecológicas, animalistas o feministas en sociedades en descomposición. Sí existe, en cambio, una concepción ideológica socialdemócrata, redistributiva. Con voluntad mayoritaria y pragmatismo utilitario. Un título universitario no puede ser un cuadro enmarcado en el comedor. Una carrera superior tiene que encerrar, entre sus posibilidades, la perspectiva de superación individual de la realidad de origen y de progresión permanente. Claro, que esto supone, entre otras cosas, dar un repaso al modelo económico, al modelo educativo en todas sus fases, incluido la Universidad y sus actuales estructuras, a los nuevos métodos de trabajo, a los nuevos empleos. ¿Se puede permitir España votar por el impulso de percepciones equivocadas, emociones aventureras o lanzando monedas al aire?