Hoy lunes, 13 de febrero, se celebra el Día Mundial de la Radio y aunque a mí los días mundiales me dan cierta risa, no puedo dejar de notar la efemérides en el Alcaná. La radio es mi medio principal de vida y el pálpito de las mañanas, las tardes y las noches. Crecí en el vientre de mi madre escuchando a Luis del Olmo y el Estado de la Nación y, al nacer, ya casi sabía la historia de la gamba y las cien mil quisquillas. La radio ha sido faro, guía, tribu, familia, orden, negocio, ocio y sobre todo, alma. El nervio que atraviesa y cruza los filamentos a los que llega cada poro de mi piel; la lanzada en el costado que hiende el vértigo de la actualidad cada mañana; el veneno quieto, sordo y callado que avanza en las madrugadas y la descerraja en canal. He hecho radio a todas horas, ya casi ni me acuerdo y en todas siempre llevé la máxima que un día escuché a Ramiro López, uno de los grandes del medio, y me dijo en Albacete: “Javierito, si la radio no toca el corazón, no sirve para nada”. Y es la verdad, la puñetera verdad, escrita con sangre roja y negra, que brota de los diodos a los diales. En la radio he reído, llorado, acompañado, conquistado, abrazado, informado, entretenido… y todos los participios del mundo que quieran añadirse a la lista. Estas dos últimos acciones, informar y entretener, siguen siendo la esencia a partes iguales de cualquier radio del universo. O una cosa o la otra, o las dos juntas, a la vez, a lo bestia, sin parar de latir todo el día.
La radio es alma, vida, mérito, duda, apellido y gimnasia. Cuenta tanto lo que dices como sobre todo, cómo lo dices. Es el medio por excelencia del comunicador grande, gigante, ciclópeo, aquel que se come el micrófono y entra de lleno en el pabellón auricular de tus sesos. Porque la radio acompaña, lleva, es como el río del curso de la vida que forma meandros de inteligencia. Reposo y aceleración a un tiempo, magia acumulada de los siglos, brevaje para el amor y la luna. Una radio son sus locutores y oyentes, tan importantes los dos a la vez. Me considero parte de una familia que me ha cuidado como a un hijo, me ha dado todo lo que he pedido y a la que vierto cuanto puedo del talento e inteligencia que me tocaron en la parábola.
Son veintiséis años ya de radio y creo que no he empezado a conocer todavía. Sigue siendo un estremecimiento, una llamada del centro de la tierra, un temblor de catacumbas romanas cada vez que un oyente me reconoce en la calle. El otro día con Fernando Vázquez, en la Catedral de Toledo, nos emocionamos ambos con la figura de Luis Alba, tantas veces que venía a la radio a contar la historia de esta ciudad. Gracias a la radio descubrí la curiosidad del mundo, cincelé la mirada, aprendí a desaprender y abrir nuevamente la inteligencia. He conocido a los grandes y he hecho radio con ellos. Solo por eso ya mereció la pena. El día que Luis estaba al lado y me temblaban los higadillos. O Herrera comenzaba su tarde con un flexo en la habitación y la luz apagada. Alsina, Julia, Isabel Gemio… y tantos otros que han venido después y son toda una escuela. Y los de calle, los que están en el suelo de la vida, que es donde está el sonido y la verdad de este medio. De ellos, queridos compañeros, también aprendo todos los días.
Cuando se enciende la luz roja es como si se abriese de nuevo el vientre de una madre y comenzara otra vez la vida de inicio. Es el parto de la radio. El micrófono prolonga la garganta y distribuye el oxígeno en frecuencias, vida y muerte a la vez, resurrección y pascua de la palabra. Recuerdo aquellas mañana de verano en que a las doce sonaba el Ángelus… Y el día se convertía en una Anunciación perpetua. Radio, que estás en los cielos como en la tierra… Danos hoy la voz a ti debida… Y perdona nuestras faltas, como también nosotros perdonamos los silencios… No nos dejes caer en el lamento y líbranos del mar agotado del tedio. Te lo pedimos tus siervos, tus hijos, tus discípulos. Amén.