PASADOS CUARENTA AÑOS. Aquella transición (y III)
Y con nuestra acta a cuestas nos presentamos en la carrera de San Jerónimo, y allí tuvieron lugar las primeras sesiones del Congreso y del Senado, pues el edificio histórico del Senado seguía ocupado por el llamado Consejo Nacional del Movimiento.
Siguiendo el ritual histórico se constituyó la mesa de edad en ambas Cámaras. Como testigo directo, puedo afirmar que en aquellos tiempos, quienes habíamos luchado contra la dictadura, sentimos una particular emoción al ver a Dolores Ibarruri, diputada comunista por Asturias, y a Rafael Alberti, diputado comunista por Cádiz, presidir la primera sesión del Congreso de los Diputados o a Manuel de Irujo, senador por Navarra del PNV, que había sido ministro de Largo Caballero y de Negrín, y a Justo Martínez Amutio, senador por Valencia del PSOE, que había sido compromisario en la elección de Azaña para la presidencia de la República y luego Gobernador Civil de Albacete, nombrado por Largo Caballero en la Guerra Civil, presidir la sesión constitutiva del Senado.
Y ahí comenzó la transición política. El primer asunto decisivo para aquella transición fue que el Gobierno de UCD no había obtenido mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, ni mucho menos los dos tercios con los que soñaban algunos nostálgicos del viejo régimen para poder hacer una faena de aliño con las Leyes Fundamentales del Movimiento. Y resultó que la legislatura se convirtió en Constituyente, pues uno de los primeros acuerdos de las dos Cámaras fue crear la respectiva Comisión Constitucional, que presidieron magistralmente el diputado de UCD por Valencia, Vicente Palacio Atard, y el senador socialista por Ávila José Federico de Carvajal. Porque se decidió que la Constitución se haría por las Cámaras electas y en sede parlamentaria y no mediante una Comisión nombrada por el Gobierno como había sido la idea inicial.
Los últimos avatares políticos en nuestro país, fundamentalmente la crítica al bipartidismo tan de moda, han puesto en cuestión el proceso de transición política a la democracia del que durante tanto tiempo nos hemos sentido los españoles particularmente orgullosos. Se considera hoy, por algunos, que el origen de todos nuestros males se debe a aquella transición, que según los mentores de esta teoría no supimos hacer bien. Algún autor considera incluso que, además de haberlo hecho mal, nos hemos dedicado durante todos estos años a ocultar lo mal que lo hicimos y alabar desmedidamente aquel proceso.
No participo como es obvio de semejantes argumentos. Conozco casi toda la literatura sobre nuestra transición política y en ella hay, como no, quienes ponen el acento más en las sombras que en las luces que, pero creo que la transición constituye uno de los periodos más fructíferos de nuestra historia política. Resulta fácil reescribir el pasado con las coordenadas del presente, pero eso no es hacer historia sino ideología.
Y la transición no fue, en absoluto, una cesión total de la izquierda al régimen franquista. Afirmar ahora que los partidos de izquierda que luego obtuvieron representación parlamentaria tras las primeras elecciones detuvieron la lucha de las masas populares para llegar a una solución pactada con el régimen que impidiera la verdadera ruptura que quería el pueblo, simplemente no responde a la verdad.
El paso del tiempo ha llevado a algunos, con un notable desconocimiento de la situación del proceso histórico, a hacer afirmaciones que los que estuvimos presentes valoramos y sentimos de manera muy diferente. Ha tenido que ser un personaje tan poco sospechoso como Cayo Lara quien haya tenido que poner las cosas en su sitio.
Marcelino Camacho, que acababa de salir de la cárcel, defendió apasionadamente la primera propuesta de una Ley de amnistía, -controvertida y discutida Ley en estos momentos-, pero que los parlamentarios procedentes del antifranquismo exigíamos como un medio de ruptura con el pasado y además como un instrumento de reconciliación nacional. Pareciera que quienes representábamos a la izquierda en aquellas Cortes no hicimos más que callar sobre lo que había sucedido en aquellos cuarenta ominosos años, aceptando de buen grado la continuidad del régimen. Pero no fue así.
Como consecuencia de aquella Ley de amnistía, numerosos funcionarios civiles y militares, un buen número de ellos procedentes del exilio, vieron reconocidas sus carreras profesionales y fueron reincorporados a sus escalafones como si hubieran seguido prestando servicios desde la guerra civil o accedieron a la jubilación o causaron pensiones a sus causahabientes.
Y gracias a la pasión de algún diputado socialista, -nuestro paisano Máximo León Rodriguez Valverde, natural de Val de Santo Domingo y con cuarenta años de exilio a cuestas-, vieron reconocido también tal derecho, como militares profesionales, todos aquellos combatientes del bando republicano, que de algún modo u otro tuvieron la condición de oficial o suboficial de los ejércitos o de la Armada o pertenecieron al extinguido Cuerpo de Carabineros, independientemente de cómo hubieran adquirido tales grados.
Pero es que además, la Ley 5/1979, basada en una Proposición del Grupo Parlamentario Socialista, que venía a recoger y completar toda la legislación anterior sobre la materia, reconoció pensión a las viudas de todos los que hubieran fallecido durante la guerra en acción bélica, tuvieran o no la condición de combatientes. Pueden imaginarse lo que esto significó, en un país que no tenía establecido un sistema general de pensiones y donde la mujer no se había incorporado todavía masivamente al mundo laboral, para las mujeres del bando republicano. Esas mismas mujeres que habían sufrido la represión del franquismo.
Igual derecho que a los combatientes directos de la guerra civil se reconoció a los que murieron por condena, acción violenta o en situación de privación de libertad, incluso por enfermedad o lesión, así como a los que murieron después de la guerra también por condena, acción violenta o en situación de privación de libertad, motivadas por su participación en la guerra o por sus opiniones políticas y sindicales. Idénticos derechos se reconocían a los desparecidos en el frente o en otro lugar.
Quizá efectivamente, como se afirma ahora, no fue bastante, pero puedo asegurarles que algunos casos en los que intervine personalmente por mi condición de parlamentario y que guardo con emoción en mi memoria, nunca pudieron imaginar que así iban a terminar los cuarenta años de dictadura o el exilio que tuvieron que sufrir.
Ahora se reivindica, con razón, que no pueden seguir los muertos en las cunetas. Los nietos quieren honrar a sus abuelos y tienen toda la razón. En nuestra provincia en los cementerios de Ocaña y Quintanar, donde se había producido un buen número de fusilamientos tras la guerra, la presión de los compañeros cuyos familiares habían sido fusilados consiguieron que se dignificaran las fosas comunes donde yacían sus deudos. Y en ello colaboramos activamente los parlamentarios socialistas.
Pero no me cabe duda de que el asunto de los fusilados y desaparecidos de la guerra civil está sin resolver, como el asunto del Valle de los Caídos. Soy de la opinión de que es necesaria una ley nueva, que no llamaría de Memoria Histórica, que estableciera la obligación por parte de los Juzgados y Tribunales, de oficio y con cargo al erario público, de proceder a la exhumación de todos aquellos muertos que se hallen en su distrito de los que tengan conocimiento por indicación de sus familiares o por ser público y notorio. Este asunto no puede dejarse al albur de una ley que da o quita fondos a instituciones privadas. Esto es lo que se no exige por parte de Naciones Unidas y debe ser una asunto público y no privado. No nos ocupamos de los muertos pero puedo asegurarles que nos ocupamos de los vivos.
Fui testigo y espectador también, de alguna de aquellas reuniones casi clandestinas en las que se elaboró el famoso “consenso” que permitió que la Constitución española fuera aprobada por el 87,78 por 100 de los votantes el 6 de diciembre de 1978, y que dirigieron magistralmente los dos auténticos padres de la Constitución Don Fernando Abril Martorrell, senador de designación real de la UCD y Don Alfonso Guerra González, diputado por Sevilla del PSOE. Ambos formaron parte de la Comisión Mixta y en ella aproximaron las posturas de las dos Cámaras y remataron algunos flecos del famoso consenso. Pero la celebración de la Constitución de 1978 hay que dejarlo para el año que viene, que es cuando cumplirá cuarenta años.
Francisco Ramos Fernández-Torrecilla Senador elegido por Toledo el 15 de junio de 1977