El barco de la muerte
Percibo la ceniza de los años porque cada vez tengo la muerte más cerca. Eso hace que acepte que no voy en un viaje sin destino, en el que quizá al final el amplio mar espere, como dice Machado, sino que me dirijo hacia donde dialogan, o batallan, el enigma y la ausencia. O quien sabe qué. Todo es una oscura presunción. Como me dijo un día un anciano tomando el sol en uno de estos pueblos, con un cigarro ennegrecido colgando apagado del labio, nadie ha vuelto para contarnos qué hay más allá. Por eso sólo nos queda imaginarlo, tener fe, lanzar un deseo o escudriñar la teoría de los Contrarios de Heráclito en labios de Sócrates. Son muy luminosas las razones sobre la inmortalidad del alma que dijo a Fedón antes de beber la cicuta, como éste relata a Ecquécrates. Hay fundamento para esperar que la muerte sea un bien, dijo, porque una de dos, o quien muere queda reducido a la nada y entonces ni siente ni padece, o, como dicen, la muerte es un cambio de morada, un tránsito en el que el alma se traslada de este mundo a otro. Y en ese otro es de razón esperar que sea bueno lo que haya, pues ya en este injusto, doloroso y terrible, habrán sucedido todas las opciones del mal.
Para dejar esperanzados a sus amigos, antes de irse, Sócrates les dijo que había llegado el momento de marcharse. Yo a morir, vosotros a vivir, adujo, nadie sabe con claridad cuál de las dos cosas es mejor, excepto quizá el dios. No hay mejor analgésico espiritual contra la melancolía producida por el enigma del destino que leer a Sócrates. Aunque hay que hacerlo con cuidado, pues explica tan bien la muerte que en alguna época hubo suicidios por acceder más pronto que tarde a los bienes que anunciaba. La muerte, en definitiva, no es nada, dice un personaje de Eduardo Mendoza, un buen día dejamos de comer bullabesa y nos convertimos en la bullabesa de los gusanos. Al final lo bueno de esa cena, o asamblea de gusanos, como decía Shakespeare, es que será imperceptible para nosotros pues nuestra carne será mármol de las sombras, como escribí en un poema. Pero más allá del cinismo de agitar la sola materia, y de que ya no sienta, como otro personaje de Muñoz Molina, que la muerte es una cosa que ocurre siempre lejos de mí, también calmo mi desazón con versos de Adonis. Ahora tengo uno en la cabeza que dice: Tengo una patria en el agua / que la muerte no conoce.
Omar Jayyan es también un poeta muy consolador. Lo recuerdo en la literatura de Amin Maalouf. "Paz al hombre en el negro silencio del más allá", dice. Al cabo les escribo de la dueña de las monedas porque amigos o iconos de mi juventud o madurez, van desapareciendo. La semana pasada Forges y ahora Quini, tan admirado no sólo por su fútbol sino también por su grandeza humana y generosidad. Nos ha dejado de repente. En la sombría noche quizá espera una luz, quiero creerlo. En la Galería de las Sombras quizá esperan mis recuerdos más hermosos. Invoco, por tanto, al descanso de la muerte, para que esté en ella la llave que abre todas las respuestas.