Los peces y las palomas
No le quedaba sino el mar. Esa llanura agitada bajo el cielo gris, las luces que en la noche mostraban otro mundo, vistas desde allí, en aquella costa oscura, como el primer aviso, una llamada del tiempo de la felicidad al tiempo de la angustia. Mientras creía agonizar en la balsa rota las aguas eran frías y espesas. No sintió el roce líquido del elemento, sintió como si el mar le abrazara y le apretara el cuerpo todo, le envolviera con una túnica llena de algas y peces malolientes. En su tierra esclavo, sirviente, reo de un amargado capataz. En los dientes del hambre cuando nadie del mundo lejano quería comprar las cosechas escuetas, o se llevaban obreros para la carretera descosida (robaban el cemento), o algún edificio público que agitaba la vida en aquel silencio. Todos se miraban de reojo por si no eran elegidos. Siempre había unos pocos que ya tenían ganada la causa. Eran los predilectos de los impíos capataces y sabe dios qué les daban a cambio además de su fuerza, los había de todos los géneros y de todos los vicios. Si solo muestras tu deseo de trabajar jamás conseguirás que te utilicen, debes indicar qué más puedes dar, y no me refiero solo a tu entrega total, le dijo un viejo decrépito, con la vista muerta, cuando se quejaba de que lo llevaban poco. Si tienes hijas jóvenes, o hijos, depende, les encantará, terminó de decirle con una mirada sádica, o quizá solo malvada.
El mar estaba ahí. Solo le quedaba el mar. Ese mismo mar que ahora veía desde Benalmádena en ese puerto en el que los apartamentos parecían yates. Una flota de balcones blancos mirando el océano. Los yates palacios anclados frente a la torre nazarí que le recordó alguna visita de niño a la ciudad. En la calle llena de tiendas caras puso la manta que le regaló el mafioso. Otro día más agarrando las cuerdas por si la local aparecía y tenían que salir corriendo. El precio ridículo de los bolsos, los regateos, arte en el que los españoles eran expertos, siempre lo mismo. Los ingleses educados o violentos, según la hora. Lo mismo un día más y apenas vendía aunque agradecía que podía estar en la sombra. Cuando me acerqué a él se imaginó que era un policía de paisano. Apenas respondió a mis preguntas hasta que con cariño (y la compra de dos bolsos sin regateo) comenzó a tener confianza. Musulmán, se llamaba Erik y era de Gambia. 35 años. Allí había dejado tres hijos y una mujer hermosa. Era bello. Cabello rizado, ojos brillantes, nariz recta, cuerpo apolíneo. Aunque nada me dijera supe que alguna vez lo había vendido. Los peces y las palomas, cualquier ser vivo, tienen más derecho a vivir que un inmigrante como yo, me confesó en el bar donde comimos unos calamares. Sus colegas nos miraban extrañados. Dos policías al fondo de la barra esperaban que se produjera el ilegal trapicheo.