En memoria de don Rafael Torija
Intento hacer memoria y no logro precisar cuándo sería la última vez que nos vimos. Da igual. ¡Ha pasado ya tanto tiempo de casi todo! Hay personas que aparecen en tu vida para que su invariable presencia, no sólo su recuerdo, permanezcan ya en tu corazón para siempre. Así fue mi encuentro con don Rafael. Con esa clase de personas, por desgracia tan escasa en cualquier biografía, es inútil el esfuerzo de separación que pretende hacer el paso del tiempo, las distancias obligadas, las imprevistas ausencias, las alternantes vicisitudes de cualquier existencia sometida al implacable rigor de los cambios. Nada impide que la impronta del primer encuentro permanezca marcada en el alma de forma indeleble.
Eran los últimos años de mi estancia de bachiller en Los Maristas de la calle Alfonso XII. Ejercía por entonces de capellán del Colegio don Jaime Colomina y debió ser ya en los últimos años de aquella etapa estudiantil cuando fue sustituido por don Antonio Dorado. La tarea de capellanía de don Jaime debió dar paso, sin duda por deseo y a petición de la propia dirección del Colegio, que la ostentaba entonces el Hermano Secundino Pérez, a otra más pastoral que bajo el título de “dirección espiritual” afrontaba la ingrata misión de encarrilar a una peña ya muy poco propensa a ser dirigida en nada ni por nadie, y mucho menos aún en algo, en aquellos años ya bastante indómito y algo levantisco, como era nuestro espíritu.
Aparte muchos otros, no pocos debieron ser los méritos que el bueno de don Antonio cosechó en el éxito de aquella tarea para hacerse acreedor, no muchos años después, a la dignidad episcopal que ya habría de ser la cumbre de su misión como sacerdote de Cristo. Si yo tuviera que hacer el balance de aquel éxito en mi propia persona resaltaría la síntesis entre libertad y responsabilidad, entre dudas y certezas, entre conformismo y superación.
Y es en aquel tiempo de ebullición vital en el que en casi todos nosotros convivían en mezcla caótica los inciertos ideales con las debilidades más terrenales, cuando se incorporan a nuestra vida circunstancias y personas que ya habrían de entrar a formar parte de lo más definitorio de nuestra recién estrenada juventud. En mi caso, una de esas personas fue don Rafael Torija. Y la circunstancia, el acuerdo tomado entre don Antonio y el Hermano marista Manuel para que, rompiendo el molde clásico de los Ejercicios Espirituales más típicamente ignacianos, los alumnos de los dos últimos cursos del Colegio fuéramos la primera experiencia de aplicar a un grupo de gente joven la fórmula de los Cursillos de Cristiandad.
Además del papel de don Antonio como director del Cursillo, allí apareció, con una de sus charlas más emotivas, don Rafael. Su voz, quebrada pero firme, era inconfundible. También lo era toda la expresiva gestualidad de su palabra, henchida de sinceridad y de convicción, en nada parecida a la solemnidad retórica de algunas homilías convencionales. No olvidaré jamás que una de las referencias que más nos emocionó fue la mención que nos hizo a San Benito de Cottolengo. Debía ser para él una experiencia muy reciente de encuentro con la más heroica caridad evangélica. Sólo faltaba para completar aquella inolvidable inmersión en lo más hermoso de nuestra fe, que la exposición de don Rafael fuese inmediatamente seguida por la de ese magnífico ejemplar de virtudes cristianas evangélicas que ya era el apóstol seglar Pepe Rincón. Conservo la fotografía del grupo en la misma puerta de la Casa de Ejercicios que todavía hoy, en el toledano barrio de Buenavista, a pesar de las modificaciones, aparece todavía reconocible.
Aquello fue el principio. A aquel primer cursillo siguió otro en el que ya los asistentes, también jóvenes, procedían de distintos lugares de la provincia, y en el que tuve también el privilegio de conocer y convivir durante aquellos días con otro formidable personaje del clero diocesano toledano, prematuramente fallecido. Era el torrijeño don José María Almoguera, persona de carácter carismático y de talante memorable. Incorporó don José María al grupo cursillista a sus paisanos los hermanos Ruiz-Ayúcar. Allí empezaría una amistad imperecedera con ellos, muy en particular con Jorge, con quien años después también compartiría, aparte muchas otras cosas, titulación profesional.
Ya para entonces, don Antonio y don Rafael me habían “trabajado” para que ejerciese de “rollista”, que era la cariñosa denominación con la que se calificaba a quien ya se atrevía a ser uno más de los oradores del Cursillo.
Pero la cosa no había hecho nada más que empezar. Unos meses después, don Rafael tuvo la idea –de puro innovadora, quizá revolucionaria para aquellos tiempos– de repetir la experiencia, pero en esta ocasión introduciendo la “novedad” de que los asistentes cursillistas serían, mitad por mitad, alumnos de Preu de Maristas y aprendices de la histórica Fábrica de Armas, institución cívico-militar de la que por entonces don Rafael era capellán, además de Consiliario de la JOC, (Juventud Obrera Católica), organización a la que pertenecían los aprendices. Esa idea de fundir en una misma experiencia de apostolado seglar a obreros y estudiantes era romper moldes en la muy conservadora entonces diócesis toledana.
No se arredró don Rafael en encabezar la iniciativa y hasta mantenerla durante algún tiempo. Aún resonaban en nuestra memoria algunas estrofas del himno de la JOC –“es ilusión, es sonreir, toda mi vida de juventud, y el corazón quiere vivir con un anhelo de nunca sucumbir”– que en alguna ocasión cantábamos en grupo, desinhibidos y audaces, subiendo hasta el mismo Zocodover. No solo era otro tiempo. Eran otros tiempos.
Pasarían los años, con distancias ya de por medio, nunca con olvidos, y nos llegarían venturosas noticias. Don Rafael y don Antonio alcanzarían nombramiento episcopal. Junto a don Gabino Díaz Merchán formarían ese trío de obispos –los “tres tenores” en alusión musical se les llegó a llamar– en los que había florecido lo mejor de la Iglesia diocesana de Toledo de aquellos años. Llegarían también momentos difíciles en los que don Rafael tuvo que sacarnos de algún atolladero. Una carta suya está guardada en uno de los lugares más queridos de mis archivos. Antes ya habían entrado en lo más hondo de nuestros afectos y de nuestras vivencias, mensajeros de Cristo tan inolvidables para nosotros como don Julián Ruiz Díaz, don Juan Antonio Paredes y don Luis García Hinojosa. Cada cual cogió su camino. Pero el tiempo me ha venido a convencer de que, en realidad, para todos ellos era el mismo. También para mí. El que ellos me enseñaron. Era “el Camino, la Verdad y la Vida” de la misma persona de Jesús de Nazareth.
Hoy, en estos tiempos difíciles en los que parece que la Iglesia de Cristo es para algunos, hipócritamente, cínicamente, la única pecadora, culpable de todo, al despedir a don Rafael hasta el Nuevo Reencuentro, su permanente ejemplo nos mantiene viva la esperanza y vigorosa la fe. Sabemos bien quiénes son estos nuevos y falsos redentores, dispuestos a exigir perdón por los mismos o peores pecados que ellos también han cometido. Es el vendaval anti-Cristo que siempre sopla desde el mismo lado. Los conocemos desde antiguo, aunque ahora vayan de puros, de modernos y de salvadores. Nuestros mártires, todavía reciente su testimonio –ochenta años no es tanto en una historia milenaria– también los conocieron bien. Estos fanáticos acusadores de hoy son sus fieles servidores, los devotos herederos de su odio a la Iglesia de Cristo. Ellos hasta ahora no han pedido perdón aunque muchos de aquellos nuestros mártires murieron perdonando.
Si en este momento de la provisional y transitoria despedida yo le tuviera que decir algo a don Rafael le pediría que le ruegue al buen Dios para que, a pesar de todo, sigamos dispuestos a perdonar. A buen seguro que él nos invitaría a tararear aquella estrofa del himno de la JOC: “amor de hermanos es nuestro amor, la fe será nuestra virtud; valiente, pura, llena de vigor, avanza juventud”. ¿Verdad que sí, don Rafael?