La encina y la muerte
Dice Borges en el prólogo a "Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders", de Daniel Defoe, que en el Quijote no llueve. Con temblor inusitado, debido a la gran admiración que le profeso, he de decir que no es cierto porque en el Quijote llueve dos veces. La zona de la Umbría de Alcudia es húmeda y hasta en los calurosos veranos de julio el cielo tose su humedad de vez en cuando. En el capítulo XXI, el de las aventuras del yelmo de Mambrino, dice Cervantes: "En esto comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes". Más adelante, cuando aparece el barbero con su bacía de azófar, dice que "…quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza…". Sin embargo, no debió de ser la lluvia intensa pues Cervantes nos informa enseguida de que la bacía estaba limpia y desde lejos relumbraba. Debió de ser uno de esos días veraniegos de rostro áspero y espeso, en los que el viento del norte trae nubes y frescura y el paisaje se quita el vapor infernal del sol. Pero en los otoños ásperos, los inviernos de ventiscas y soledades, siempre con el alma de los alcornoques y los madroños de viva belleza, en Alcudia llueve mucho. Es esa la lluvia que alimentó el cuerpo de una de las encinas más grandes que se hayan visto: La Encina Milenaria.
Mil ovejas cabían en su sombra. Cuántas veces nos dice Astrana Marín que Cervantes cruzó esos valles. Cuantos lugares del Quijote o "Rinconete y Cortadillo", o "La española inglesa", se muestran por ese Camino Real de la Plata que desde el centro iba a Sevilla. Y debajo de esa encina, de su majestuosa sombra, como tantos viajeros hubo de sentarse Cervantes mientras la luz del valle de Alcudia llenaba su alma literaria. Una vez estuve en la Encina Milenaria y me dio mucha tristeza su soledad. Estaba perdida en un bosque gris conteniendo su grandeza. Su tristeza era porque ya no pasaban los viajeros por el camino. Veinte metros de diámetro tenía su sombra. Veinte metros desperdiciados en la soledad de unas tierras quijotescas (más incluso que las propias manchegas) que nadie visita.
Hace quince días la encina murió. Quizá murió de tristeza. Se levantó del suelo harta de la vida mostrando sus raíces. Las ramas caídas, en rezo oscuro. Un viento devorador le comió el aliento. Murió como uno de esos ancianos en cuya muerte nadie repara y se descubre el cuerpo días después. Se ha conocido ahora la fotografía, gracias a Luisa Gallardo, ninfa del valle. Pero al parecer llevaba ya dos semanas con la vida desgajada. Tanta grandeza. Tanta belleza. Esa inmensa luz de frescura en la sequedad, esa brazada de inmensa fertilidad de la naturaleza ha caído. Rogad por su alma.