Incertidumbre
Nos han inculcado -despacio pero profundo- que si respiramos, como hacían antes los animales sanos, o si alzamos la mano para preguntar, como hacían antaño los griegos clásicos -que no paraban de hacer preguntas al mundo-, se puede generar incertidumbre en los mercados. Convencidos estamos, a fuerza de adoctrinamiento, que los mercados son entes de salud delicada y enfermizos para cuya comodidad no debemos escatimar esfuerzos y en los que cualquier amago de duda (punto de arranque de todo pensamiento libre) puede desencadenar un constipado. Y en ese sentido, lo que más los perjudica (más que una corriente de aire) es que el personal se permita dudar, pensar o imaginar más de una alternativa, que no sea la que se contempla y se permite con la venia de los amos. Es decir, que se plantee como hipótesis no desmesurada ser libre y pensar distinto. Los mercados necesitan de certidumbres, como los pueblos de religión y los rebaños de guías.
Más de la mitad de los españoles no entienden la factura de la luz, pero si expresan abiertamente sus dudas, al mercado se le puede relajar algún esfínter. Mejor no lo hagan. O si lo hacen, diríjanse al ex ministro Soria cuando vuelva de Panamá. ¡Ah! ¡Que ya ha vuelto! Y tan ricamente. Y así el mundo, que siempre estuvo gobernado por religiones y cabritos, hoy está gobernado por mercados, que unen en un solo ente los dos conceptos: el teológico y el ganadero. De lo que se trata es de ordeñar. En el fondo los mercados no son tan delicados, presentan una inmunidad selectiva. Hay agentes tóxicosque no les afectan. Por ejemplo, la querencia de nuestro país por votar a políticos corruptos, sean estos del PP o del PSOE es lo de menos, el requisito imprescindible es que sean corruptos y poco de fiar (en realidad se van alternando amigablemente en el reparto de dividendos), no afecta a los mercados, o incluso les favorece. Que no haya médicos ni enfermeros en las residencias de ancianos, tampoco les causa mayor disgusto ni les tuerce el gesto. Que no haya personal de guardia suficiente en los centros de salud tampoco les amarga el día. Si los médicos de cabecera arrastran una lista de espera de dos semanas, ellos -los mercados- lo perciben como un balón de oxígeno, experimentan un subidón e interpretan que el futuro de ese mercado es suyo. Que el futuro sea suyo no significa que sea de los demás, es decir, de las personas corrientes, de carne y hueso. No cabe confundirse en esto, aún hay clases.
El abuso de la temporalidad laboral -en España somos expertos y campeones en esta materia- le engrasa las bielas a los mercados. Recuerden a Charlot en sus "Tiempos modernos", lubricante va, lubricante viene. Ni los sindicatos ponen pegas a este abuso. Su política “social” es: a los interinos estafados que les den. Que haya muchos parados y gente desesperada por encontrar trabajo es algo que regocija a los mercados, si es que no lo promueven con la colaboración “social” correspondiente. Esto tiene muchas ventajas: reduce los costes laborales y las ganas de defender derechos. Esto último, defender derechos, los mercados y sus “capataces” (también los hay en la administración pública y la representación sindical más "enrollada") lo consideran una idea extravagante, anticuada, poco posmoderna, que no está a la altura de los tiempos. Date con un canto en los dientes y "confórmate" si alcanzas el estatus de trabajador pobre sin derecho a jubilación ni a caerte muerto en horario laboral. ¿Para qué los derechos? Con lo que estorban.
Últimamente, y a pesar de la incertidumbre, a los mercados se les ve sueltos, sin complejos, desregulados. Han vislumbrado una gran verdad: no tienen a nadie enfrente. Los políticos que gobiernan los tienen en nómina y acatan sus órdenes; el personal explotable abunda y es dócil; los sindicatos –la mayoría- son de adorno; las facilidades para delinquir y robar nunca fueron tan grandes ¿Entonces? ¿Por qué la incertidumbre? ¿Por qué el miedo? En realidad los mercados se asustan de sí mismos. Temen -y con razón- que se han pasado de frenada, que se han pasado de listos, que se han equivocado de catecismo. Que incluso la mayor infamia, la alianza del poder político y el dinero, tiene los días contados, porque solo produce catástrofes. Esa es la única certidumbre. Todo tiene un límite, y el planeta también. Fíjense en Argentina, cobaya de experimentos neoliberales, que va de corralito en corralito. Fíjense en Grecia, vapuleada entre el neoliberalismo y la corrupción. Fíjense en España, tres cuartas partes de lo mismo.
Hoy leo en El País confesar al economista José Luis Escrivá: “La soberbia de los economistas limita su eficacia”, titula, y luego se explica: “Nuestra arrogancia nos dificulta tener una buena percepción de los límites de la disciplina que desarrollamos, romper con inercias metodológicas, y asumir paradigmas más abiertos”. La verdad es que no creo mucho en esta “ceguera”; más bien lo que parece que ha habido es una deliberada colaboración en la catástrofe. El pensamiento único era además de poco digno, contraproducente.
En resumen, como diría Joaquín Estefanía: "Estos años bárbaros". Bárbaros, radicales y extremistas, aunque eso sí... de centro. En el futuro contemplaremos aquella época del pasado en que los trabajadores y ciudadanos supieron conquistar y defender sus derechos como algo excepcional, improbable, irrepetible, casi un milagro. En la dictadura tecnócrata del mercado que se avecina, aquellos tiempos viejos nos parecerán nuevos.