Creer en Dios, ¿nos degrada? Pensamientos mientras luchamos contra la pandemia
El contenido de esta pregunta es el título de un capítulo del sencillo y perspicaz libro de G. Wiegel (La verdad sobre el Catolicismo, Madrid 2009). Mostremos su contenido, por si nos sirve ahora que estamos ocupados por las consecuencias del coronavirus. Nos ocupamos porque somos cristianos y miembros de esta humanidad a la que le ha ocurrido esta catástrofe. Tengo para ello que estar convencido de que el Dios al que Jesús llama “Padre” no es un enemigo de la libertad, y que la fe en el Dios de la Biblia ni nos degrada ni nos humilla. Mi posición está en los antípodas de quienes piensen que la humanidad seguirá siendo supersticiosa hasta que se libere de la “necesidad de Dios”. Yo tengo necesidad de Él “como tierra reseca, agostada, sin agua”, pues con el salmista canto: “mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti” (Sal 62,2).
No podemos –ni queremos– aceptar el flagrante utilitarismo que dejan ver tantas veces los partidos políticos, que reduce a los seres humanos a objetos para su manipulación económica o política. Tiene malas consecuencias. Si aceptamos esa manipulación, estamos incapacitados para nuestra acción apostólica y social en ayuda de cuantos nos necesiten en estas circunstancias que vivimos. Tengamos en cuenta que: “Hubo un tiempo, dice G. Weigel, en el que se pensó que los seres humanos no podrían organizar el mundo sin Dios”. Todavía hay muchos que lo siguen pensando. Por desgracia, eso no es verdad: se ha organizado el mundo sin Dios, como demostró generosamente el siglo XX y sus terribles guerras.
Los seres humanos pudieron organizar sus vidas y sus asuntos en ese siglo completamente solos sin Dios, y pueden hacerlo de nuevo. No me refiero a todos y cada uno de los que vivieron, por ejemplo, las dos grandes guerras mundiales, y otras, sino sus dirigentes, sin escuchar tantas veces voces que decían que la guerra nada soluciona. Según el Padre H. de Lubac, el humanismo ateo había probado en estas ocasiones que, sin Dios, los hombres podían organizar el mundo sólo en una lucha brutal de voluntades. La razón está en que inevitablemente un humanismo que excluye la trascendencia es un humanismo inhumano. Como si se tratara de un sofocante ambiente de un mundo sin puertas ni ventanas, los seres humanos se enfrentan entre sí irremediablemente.
Se puede sacar de aquí una conclusión en forma de pregunta: ¿no será que el hombre y la mujer, precisamente por depender de Dios, son más libres? Tenemos que dar muestras de que la respuesta a esta pregunta es justamente la buena y que dependencia de Dios y libertad humana crecen en proporción directa. Durante estos 4 ó 5 meses últimos, hemos escuchado hasta la saciedad que la lucha contra el coronavirus tiene que basarse en criterios científicos casi exclusivamente. La realidad ha sido muy diferente, porque sin negar la necesidad de aplicar buenas técnicas y ciencias médicas para combatir Covid-19, hay otras muchas medidas que se han llevado a cabo y se deben emprender. El universo en que vivimos, gracias a Dios, no es tan cerrado como pretenden algunos “progresistas”. Es un mundo con puertas y ventanas.
Ciertas realidades de nuestras vidas diarias revelan una verdad que se encuentra más allá de nuestras vidas del día a día, y esto para la gente común y corriente, sobre todo si son creyentes. La realidad trascendente, el “misterio” que rodea nuestro mundo, cuya presencia podemos detectar en días tan tristes de la pandemia, es el misterio que los cristianos y otros creyentes llamamos “Dios”. Tenemos que mostrar a los demás que, cuando nos encontramos con ese Dios, la condición humana parece más ligera, más libre; se muestra más como una oportunidad y menos como una carga; y el mañana se convierte en algo sobre lo que no se tiene miedo, sino expectación; hallamos con Dios liberación, no esclavitud.
¿Dónde encontramos a ese Dios del que hablamos? En lo que Él mismo nos dice de sí mismo en la historia: a través de su relación con su pueblo elegido, Israel, y a través de su Hijo, Jesucristo, que revela los atributos de Dios en su persona, en sus enseñanzas y en sus acciones. A ese conjunto de lo que dijo e hizo Jesús es lo que los cristianos llamamos el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Según las enseñanzas del Papa Francisco, que remite a Benedicto XVI y, sobre todo, a San Juan Pablo II, el “carácter” de Dios que más destaca en la Escritura Santa es el de la misericordia. No hace muchos años que hemos vivido en la Iglesia un impresionante Jubileo de la Misericordia. Fue un año memorable con una JMJ en Cracovia inolvidable, pues muchos jóvenes gozaron de ese encuentro, y pudieron visitar también la antítesis de la misericordia: Auschwitz, holocausto de tantos inocentes, sobre todo judíos.
La misericordia de Dios es el atributo esencial de la paternidad de Dios. Haciendo un recorrido por la Biblia, desde la rebelión en el monte Sinaí hasta el asentamiento en la tierra de Israel, pasando por todas las pruebas, el exilio y el retorno del pueblo judío, Dios da a conocer constantemente, en medio de la inconstancia y la infidelidad de su pueblo, su constancia y su fidelidad: Dios se da a conocer a través de su misericordia, de modo que, como decía Juan Pablo II, “El amor es ´más grande` que la justicia: más grande en el sentido de que es primordial y fundamental” (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 4).
Si volvemos nuestra mirada ahora al capítulo 15 de san Lucas, las tres parábolas del perdón del Padre, en él hemos alcanzado el punto más conmovedor e impactante de la misericordia infinita de Dios. Sobre todo, en la parábola del hijo pródigo o del padre que perdona, un prodigio de relato que se da cada día en nuestro mundo. Y es preciso conocer que fue Jesús el que tuvo que defender a capa y espada ese perdón de Dios a los pecadores, por poco que se arrepientan. Esta parábola del padre misericordioso es un resumen del retrato bíblico de Dios, pues Dios, como “padre”, va más allá de las estrictas normas de justicia y le devuelve a su hijo la verdad sobre sí mismo, la dignidad de ser hijo, el que había perdido.
Me temo que, aunque se tarde en conseguir la “nueva situación” o “nueva normalidad”, no sea ésta tan nueva, sino tan vieja como la anterior a la llegada del virus de China. No pueden hacerla nueva quienes siguen en el modelo de economía utilitarista, porque no tiene en cuenta una economía para todos y porque es en exceso liberal-capitalista; menos aún quienes quieren aplicar una economía de tipo marxista en la que nadie cree, aunque se imponga por la fuerza; tampoco si se piensa solo en nuestro país o en nuestro bloque europeo, que lucha por la supremacía en el mercado sin tener en cuenta los pueblos más desfavorecidos a la hora de compartir los bienes de este mundo.
¿Quién puede encargarse de gestionar esta situación tan dura económicamente? Lo deberían hacer los gobiernos, sin anteojos ideológicos y sin despreciar la iniciativa privada, ocupándose solo de lo “público” entendido de esa manera tan unilateral; lo puede hacer mucha gente preocupada por el mundo y su riqueza; lo han de hacer los padres, educando a sus hijos en la manera de gastar y utilizar los recursos naturales que se pueden agotar, sin malgastarlo en lujos que no llevan a ninguna parte y aprendiendo a hacer un gasto necesario para que las cosas funcionen mejor. Lo han de hacer las industrias y las empresas, las que saben de la necesidad de puestos trabajo para tanta gente que necesita volver a ilusionarse y emprender con imaginación.
Pero lo han de hacer los hombres y mujeres nuevos, que aman esta vida grande de la que gozamos como don de Dios y, al mismo tiempo, están abiertos a los “cielos nuevos y la tierra nueva” que la Resurrección de Jesucristo nos ha concedido, haciendo que nuestra vida aquí esté abierta a la vida eterna que empezó para nosotros en el Bautismo y la Eucaristía. El Espíritu de Jesucristo, el Espíritu Santo nos da la capacidad para hacer todo nuevo. No partimos de cero, pero podemos engañarnos pensando que esta es una crisis que afecta solo a la sanidad pública o privada, que afecta únicamente a lo económico y social, a las alianzas estratégicas con otras fuerzas sociales y económicas.
Hay en esta crisis de la pandemia otras dimensiones a escala planetaria que obligan a hacer una crítica constructiva de cómo hemos vivido en todos estos tiempos: enfrentados y muchas veces incapaces de construir juntos pensando en el bien común; en espacios cerrados, donde “los otros” no pueden entrar. No soy yo un experto en vida social, pero sí leo lo que la gente desea, que está cansada de que se dé más importancia a asuntos poco importantes, sin abordar cuestiones sumamente necesarias para la humanidad. Es responsabilidad de todos; no lo dejemos a la capacidad de influencia de grupos poderosos, de medios que cambian la realidad y a proyectos que no respetan la dignidad humana.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo, Emérito de Toledo