Comer con alegría
Los lectores de Areópago tienen probada virtud y paciencia; los que escribimos les ponemos en tesituras y esfuerzos tal vez excesivos. Por lo que a mí respecta, les pido perdón, y en esta ocasión desearía que mis palabras fueran una amable reflexión sobre las cosas buenas de la vida, la belleza que tiene el cada día con nuestra familia, nuestros amigos, con aquellos con quienes nos relacionamos. Hablemos, por ejemplo, de comida y de comer con alegría. Algo fácil de llevar a cabo, y de cuya importancia no solemos caer en la cuenta cuando nos alimentamos. Y que nos sirve para gozar del amor de Dios también cuando comemos con otros.
¿Por qué hizo Dios criaturas que deben comer?, nos preguntamos. Seguramente Dios podría habernos “diseñado” de manera diferente, sin necesidad de comer o comiendo de otra manera, como esos productos secos que comen ahora gatos y perros, o las comidas de los astronautas. También nos damos cuenta de que estamos en un mundo donde la gente, y prácticamente todo lo demás, incluso las bacterias microscópicas, comen, o al menos hacen algo que se parece mucho a comer. ¿Comerá el virus del covid-19?
¿Y por qué hizo Dios que comer sea, normalmente, tan placentero? Se pueden dar razones biológicas, por supuesto. ¿Entrará en esto también la teología? Por qué no. En el comer, no me apetece únicamente la explicación de procesos de fotosíntesis humana u otras posibilidades científicas para reabastecernos como cuerpos que somos. No soy un ordenador portátil que enchufo a la corriente eléctrica para tener energía y cobertura. Sospecho y prefiero creer que Dios hizo del comer algo sustancioso, delicioso y placentero porque Dios es todas esas cosas y más. Vamos a la Sagrada Escritura.
El libro del Génesis describe el jardín del Edén como un lugar de comida abundante, apetecible, deliciosa. Los guardianes del jardín, Adán y Eva, tienen mucho trabajo que hacer, pero no estudian libros sobre la huerta ni se preocupan de los jóvenes brotes verdes. Son llamados por Dios a vivir entre árboles ya cargados de fruta madura, siempre a su alcance. Y es que Dios ya se ha preocupado de antemano por los puntos de poda y por abonar. El jardín es atractivo, fragante y está sombreado por “toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer” (Gén,2,9) antes de que cualquier persona se esfuerce. Como si se nos dijera que Dios, que lo ha preparado todo, nos recibe como invitados de honor; y ama alimentarnos.
Antes de cometer su estupidez, Adán y Eva conseguían su comida sin que fuera una carga pesada y desgarradora, como ocurre ahora tantas veces; era algo que llevaba consigo tanto trabajo como placer. Significa que Dios quiere alimentar a la gente. Al separarlos de ese único árbol, Dios lo que hizo fue proteger a Adán y Eva. Pero como se creían muy listos y dejaron de compartir mesa con Dios, lo hicieron porque sospechaban que Dios estaba privándoles de algo bueno -siempre pasa igual-, y de que esa cosa “buena” los haría como Dios. Lo curioso es que, de hecho, ya eran como Dios, participando y reflejando la comunión de amor de la Trinidad; sirviendo, cuidando, amando todo lo que Dios había creado. Estas cuestiones de dependencia, independencia y rebelión se centran alrededor de la comida. El fracaso de Adán y Eva rompe la amistad con Dios no sólo por hacer lo que Dios le prohibió, sino por levantarse ante Dios, al no dejar que Dios haga lo que Él quería hacer de ellos; y lo que Dios quería hacer era alimentarlos.
Ya en la historia del Pueblo de Dios, Él vuelve a querer alimentarle nuevamente. Una vez más, lo único que tienen que hacer es acercarse y tomar lo que Dios ya les ha dado. Esa es la historia del maná, después de que Dios haya hecho algo asombroso e imposible: liberar a Israel del ejército del Faraón abriendo un camino a través del mar. Y cuando sienten hambre Dios vino a decir: “Está bien, está bien, calmaos todos”. Y derramó pan del cielo sobre ellos. ¿Será Israel confiar en el Señor en este momento? Dios hace llover maná por las mañanas, y les dice a los israelitas que recojan exactamente lo que necesitan cada día, excepto el sexto día, cuando deben recoger lo suficiente para ese día y, también, para el Sabbat.
Así que, como Creador, Dios ama y cuida de toda su creación, deseando vivamente estar en una relación amistosa con nosotros, deseando que lleguemos a Él con las manos abiertas y vacías para ser llenadas. Pero sospecho que, con demasiada frecuencia, pensamos en Dios como un aguafiestas cósmico, esperando atraparnos en algo “malo” y así estropear nuestra diversión. Sin embargo, Dios es un padre amoroso, que espera darnos la bienvenida con abrazo y algo de comer. Piensen en esto: con una refrescante honestidad, la Biblia usa la imagen de los senos y del amamantar para hablar sobre el cuidado de Dios con su pueblo: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no me olvidaré” (Is 49,15).
Al igual que un bebé con su madre, así estamos nosotros, indefensos ante el Dios que nos alimenta, nos cuida y nos abraza con una devoción aún mayor que la de una madre amorosa con su bebé. ¿Acaso un bebé lactante tiene que “ser bueno” para ganarse ese amor, para merecer esa alimentación? No, tan sólo tiene que abrir la boca y es alimentado. Por eso, me imagino esa imagen del dolor paterno de Dios cuando su pueblo rechaza su bondad. Así ven la historia los ojos de Dios. Con todo el colorido poético y humano que tiene la imagen de una comida festiva y sabrosa, regada con vinos de solera, que es una de las que más expresivamente nos ayudan a entender los planes de Dios.
En la Sagrada Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento, se muestra a Dios que ama desesperadamente, cuida y quiere alimentar a las criaturas que ha creado. ¿No habéis conocido madres y abuelas que lo que más les gusta es que todos en casa coman y mucho? Algo muy parecido dice Jesús en Juan 6, cuando declara: “Yo soy el verdadero maná”. El maná del desierto sostuvo la vida de los israelitas en una tierra inhóspita. Por supuesto, todas las personas que festejaron con el maná murieron hace mucho tiempo y ya habían desaparecido en tiempo de Jesús. Pero Él está prometiendo algo diferente, pero que es comida: que todos los que festejen con Él no morirán, pues dice Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo (Jn 6,51) Anteriormente, en ese mismo capítulo, Jesús toma el pequeño almuerzo de un muchacho, alimenta a cinco mil personas y aún le sobra algo.
Es estupendo que Jesús alimente a las personas con pan físico antes de revelarse a sí mismo como el Pan del Cielo y el Vino de la salvación. Él no dice: “Pensad esto en memoria mía” o “Decid esto en memoria mía”. Él dijo que cuando comemos y bebemos, hacemos esas cosas en memoria suya. Jesús como el Pan del Cielo es una verdad espiritual, pero también es una metáfora viva, que tiene que ver con su presencia real en la Eucaristía. Comemos todos los días, incluso varias veces si somos afortunados: sin comida nos morimos. Por eso es tan grave que la gente se muera de hambre. No es lo que Dios Padre ni Cristo quieren.
Una realidad física, nuestra dependencia corporal de los alimentos y, a la vez, de la mano sustentadora del Creador que diseñó la tierra para producir alimentos, nos recuerda diariamente otra realidad más profunda: nuestra dependencia de Cristo. Algo de sacramental, pues, tiene cada comida, un recordatorio tangible y sabroso del amor sacrificado de Cristo. La gracia del Señor nos sostiene incluso cuando venimos a la mesa pateando cuando niños y gritando como chavales. Pero es mejor y más dichoso conocer, aunque sea débilmente, los placeres de la mesa de Cristo.
Quiero dejar claro en este punto que la intención y el deseo de Dios para la creación es que todos estén bien alimentados. En nuestro mundo quebrantado, esto no es así. He ahí la injusticia; existe una gran brecha entre el ideal de Dios y la realidad del hambre en nuestro mundo, en gran parte debido a la resistencia humana a compartir, como nos recuerda constantemente el Papa Francisco. En su medida, la comida y el apetito son, como el resto de la creación, muy buenos. Deberíamos, por ello, acercarnos a la mesa teniendo en cuenta a nuestro Creador y llenos de gratitud, listos para recibir con alegría lo que tenemos ante nosotros y no, como lo hacemos muchas veces, centrados en las calorías, la grasa, la restricción, lo “correcto” o la vergüenza.
Un último apunte: comer con alegría nos recuerda que nunca estamos “solos con Dios” y con la comida. La mujer en el jardín comía con la serpiente y con su marido. Los israelitas se enfrentaron unos contra los otros con codicia y dudas. ¿Y qué historia hubiera sido la multiplicación de “los panes y los peces” sin la inquietud de los discípulos y sin que la multitud compartiera la comida? La comida nos conecta con los demás, con otras personas y con otras criaturas de millones de formas. Y la comida nos conecta a todos con Dios.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo Emérito de Toledo