Monstruos y niños
Nerea, de seis años, y Martina, de tres, tenían a un monstruo en casa. Solo alguien que representa la maldad, en la verdadera acepción de la palabra, es capaz de coger un hacha y matar a sus dos hijas para vengarse de su mujer y, de paso, matarla también a ella en vida. «Ya te puedes ir despidiendo de las niñas». «Si es eso lo que quieres, terminarás haciéndole daño a las niñas. ¿Entiendes lo que te digo?». «Tú sabes lo que haces: ya estás sentenciada». «Me voy a cargar lo que más quieres». «Te vas a quedar sola. Yo no te voy a dar ni un puto duro. De aquí yo voy a acabar en la cárcel y todos muertos». Estas son algunas de las amenazas que constaban en la denuncia que Itziar, la madre de las pequeñas, presentó contra su ya ex marido ante la Policía en febrero de este año y cuyo contenido, tal como se ha publicado estos días en algunos medios, tuvo que leer la jueza de Violencia sobre la Mujer de Castellón antes de rechazar la orden de protección que pidió no sólo su abogada sino también el fiscal.
Este septiembre ha sido un mes negro para lo que llaman ahora “violencia machista instrumental", porque es indirecta y utiliza a los más vulnerables para infringir un daño, una venganza, un castigo ejemplar que nunca se podrá olvidar. Estos asesinatos terribles me han recordado una novela negra de Pierre Lemaitre titulada “Irene”, que he leído este verano. El hilo conductor es el de un policía que sigue la pista de un asesino en serie que va cometiendo crímenes terribles rindiendo, con cada uno de ellos, un homenaje a la novela negra. La venganza que lleva a cabo contra el policía que investiga los casos es brutal: asesina a su mujer embarazada -horas antes de dar a luz- le saca al bebé y le crucifica. Ese final me produjo tal desasosiego que estuve alguna noche sin dormir, ya no solo por la descripción minuciosa de los hechos que hace el novelista sino por el dolor infinito que se describía en el relato.
Es novela negra, claro, pero lo terrible es que, en ocasiones, la realidad es más brutal, más sangrienta y más despiadada y estremecedora que la ficción. ¿O no es igual de brutal el caso del monstruo de Moaña, David Oubel Renedo, que asesinó a sus hijas Amaia y Candela, de cuatro y nueve años, utilizando una sierra radial y durante el juicio no mostró arrepentimiento ni empatía ni sentimiento alguno salvo frialdad?
Hace apenas unos días dediqué esta misma columna a otro pequeño asesinado a palos. Aarón fue Ingresado en la UCI pediátrica del hospital general de Alicante en estado crítico. Había recibido un fuerte golpe en la cabeza y se le tuvo que inducir un coma del que no se recuperó. Horas antes, la madre del niño y su actual pareja habían acudido con el pequeño en estado inconsciente al hospital, aduciendo una caída, pero su relato obsceno y mentiroso se desmentía solo con mirar el cuerpo golpeado, asfixiado y apaleado del pequeño. «Se me fue la mano», reconoció su asesino durante los interrogatorios policiales . Este cobarde, miserable y malnacido tenía la mano larga y la conciencia corta porque en todo momento, consciente de que no tenía escapatoria, intentó construir un relato inverosímil, lo mismo que esa madre antinatura, consentidora y monstruosamente cómplice. Solo así se entiende el resultado de la autopsia, que reveló que el pequeño tenía lesiones por asfixia que le provocaron daños cerebrales, un fuerte hematoma en la cara y señales de estrangulamiento.
Mientras yo escribía esas líneas, el monstruo que Nerea y Martina tenían por padre cumplió su amenaza a la madre -"Me voy a cargar lo que más quieres”- y lo hizo para luego acabar con su vida de la forma más cobarde: tirándose por la ventana.
Aunque las cifras siempre parecen frías, lejanas y asépticas con temas que deben ser tratados con especial sensibilidad, si de muestra vale un botón, desde 2013 hasta ahora han sido asesinados en España 30 menores por venganza contra sus madres. Se calcula que unos 840.000 hijos e hijas de mujeres maltratadas sufren anualmente las consecuencias de la violencia machista y las encuestas de Sanidad indican que el 64,2 % de los niños y niñas padecen la violencia de manera directa (540.000 menores), según recoge un informe de la subcomisión del Pacto de Estado contra la Violencia de Género. Esos son los datos de la vergüenza y la pregunta es: ¿Por qué no sabemos proteger a los niños? Algo falla en el sistema y en nuestra sociedad cuando las malditas cifras siguen creciendo y los monstruos continúan sueltos.