Mucho calor y poca lluvia. A las puertas del verano esta es la constante que se va a dar en la mayor parte de España durante los próximos meses, algo lógico si se tiene en consideración la estación del año hacia la que nos dirigimos. Lo que no es tan lógico es que esta tendencia también se haya repetido durante todo el invierno, con temperaturas inusualmente altas y pocas precipitaciones.
El invierno 2021-2022 ha sido el segundo más seco y cuarto más cálido desde que se empezaron a recoger este tipo de datos, hace más de 60 años. Lo detalla la Agencia Española de Meteorología (AEMET) en su balance climático, donde constata que este año ha llovido un 45% menos que el invierno pasado, y que en varios lugares de la costa mediterránea ese promedio de lluvias no ha alcanzado ni la cuarta parte de la cantidad habitual.
Según el documento, Canarias y Baleares han sido los territorios más castigados por lo que la Agencia califica como "sequía meteorológica", y únicamente en el País Vasco y Navarra las precipitaciones superaron los porcentajes habituales. En cuanto a la temperatura, este año también se han batido récords. En concreto, el último invierno ha sido un grado y medio más cálido que el anterior, lo que lo convierte en el tercero con la temperatura más alta en lo que llevamos de siglo.
Sin gente y sin agua
En el 70% de la superficie de nuestro país apenas vive el 15% de la población total. A este fenómeno demográfico basado en la despoblación de zonas rurales se lo conoce como la España vaciada, y se está cebando con Galicia oriental, ambas Castillas, Aragón, La Rioja, Extremadura y el norte de Andalucía.
Muchos de los municipios de esas áreas sólo tienen unos cuantos centenares de habitantes. Y, además del éxodo a las ciudades y centros industriales en busca de oportunidades laborales, en estas zonas el impacto del cambio climático es, si cabe, mucho más devastador debido a la falta de recursos para combatirlo en comparación con los entornos urbanos.
“Los políticos sólo se acuerdan de los pueblos en campaña electoral, cuando hay votos de por medio. Luego se olvidan”, comenta Carlos Vider, que forma parte de la Asociación Contra la Despoblación en el Medio Rural y vive en Maella, un pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza.
Dice que “si el litoral y las grandes ciudades han ido a más es a costa del campo”. Aunque explica que en su entorno ha habido “un cambio de tendencia a raíz del coronavirus” con gente regresando a los pueblos, donde “tienen la posibilidad de teletrabajar, y vivir es muchísimo más barato”.
En marzo de 2021, el Gobierno dio a conocer el Plan 130, un paquete de medidas de recuperación frente al reto demográfico. Con él, se pretende mejorar la movilidad en las zonas despobladas, dotarlas de mejores servicios y fortalecer la cohesión territorial.
El plan despierta el escepticismo de Vider, que considera que la única posibilidad que tiene el mundo rural de ser escuchado es tener “poder de decisión en el Parlamento, porque los grandes partidos ni conocen ni les importa el campo, sólo quieren la foto en campaña y después ‘ahí os quedáis, pueblerinos’”.
Sequía: el asesino silencioso
La principal emergencia climática en la España vaciada es la sequía, un asesino silencioso que se extiende como una enfermedad, agrietando el suelo y extinguiendo todo lo que sale de la tierra.
En estas zonas, la falta de tejido industrial y productivo suele situar a la agricultura y la ganadería como las principales actividades económicas, por eso cuando no llueve se desencadena un efecto dominó agravado por el déficit de infraestructuras para el abastecimiento de agua potable y del saneamiento de las residuales. Esta situación contribuye a que haya miles de hectáreas de paisaje marciano, poblaciones envejecidas y sin servicios, abandono, huida y olvido.
La primera afectada por la falta de agua es la agricultura de secano, que depende directamente de las precipitaciones. Como estas no llegan, las cosechas empiezan a regarse con agua embalsada o extraída de acuíferos naturales, mermando las reservas hídricas disponibles para la agricultura de regadío.
Cuando la sequía es recurrente y dura varios años, la producción agrícola desciende, la superficie de cultivo se reduce y la ganadería extensiva también deja de ser rentable al no haber suficiente pasto para que los animales se alimenten. Después vienen las pérdidas, los despidos, los cierres de explotaciones y los pueblos muertos.
Una gestión "aberrante"
En unas semanas empieza la siega y José Caballero está preparándose para recoger los cultivos de cebada, avena y trigo que cuida. Lleva trabajando la tierra “prácticamente desde crío” en Santa Cruz de Mudela, un pueblo a 70 kilómetros al sureste de Ciudad Real. En su municipio, este mes de mayo ya ha habido días con temperaturas de hasta 36 grados. El año pasado la sequía ya le jugó una mala pasada: “Tenía ocho fanegas de tierra (más de cinco hectáreas) y no se pudieron ni segar, salieron mal”.
Este año ha llovido algo más, pero el sol es igual de implacable con unos cultivos que “ahora mismo deberían estar casi verdes y, sin embargo, en dos semanas se han puesto amarillos por tanto calor”, explica. Ese calor hace que el nacimiento del fruto se adelante, y el grano, en vez de ser más gordo, es más pequeño y pierde peso, algo que perjudica directamente al agricultor, que cobra el cereal por kilos.
Paradójicamente, en los últimos años la superficie de regadío no ha dejado de crecer en nuestro país —más de un 10% en la última década —, tal y como refleja el Informe sobre Regadíos en España elaborado por el Ministerio de Agricultura.
Todo ello a pesar del desplome del caudal de los ríos del centro y el oeste de la península y del agotamiento que padecen acuíferos como el de Doñana, donde la extracción mediante pozos ilegales está poniendo en peligro la biosfera y ha desencadenado una guerra entre agricultores.
En el verano de 2021, el Gobierno presentó su tercer Plan Hidrológico Nacional, que fija las líneas de actuación en la gestión de los recursos hídricos hasta el año 2027. Además de la limitación a las extracciones de agua de los acuíferos, entre sus medidas más destacadas, tal y como anunció entonces el propio Ejecutivo, se encuentra la intención de darle mayor protagonismo a la desalación de agua marina como una fórmula que aporte equilibrio en los territorios que sufren escasez.
Otra de las soluciones que los distintos gobiernos nacionales le han estado dando al problema de la falta de agua son los trasvases desde un río a otro, como el que desvía agua del río Tajo hasta el Segura.
“Primero hay que ver si entendemos por sequía las precipitaciones por debajo de lo normal, o la sobreexplotación de los recursos hídricos”, matiza Miguel Ángel Sánchez, técnico de la Asociación de Municipios Ribereños de los Embalses de Entrepeñas y Buendía, en la cabecera del Tajo.
Sánchez denuncia que desde las instituciones “no hay una propuesta de modificación en la gestión de esos recursos”. Además, asegura, “no se pone ningún tipo de coto a la explotación de los embalses por parte de algunas empresas eléctricas, que los vacían para generar energía”.
Para la Asociación, la gestión del agua es “aberrante y está anclada en los años 50 y 60 del siglo pasado”. En el caso concreto del Tajo, explican que “la estrategia del Ministerio consiste en mantener un porcentaje muy bajo de agua –en torno al 25%– en embalses como los de Entrepeñas y Buendía, y no se deja que estos se recuperen en ningún momento. Se gestionan únicamente desde la perspectiva de los intereses del trasvase”.
En muchos pueblos de la cabecera del Tajo la actividad económica giraba en torno al agua pero ahora, insiste Sánchez, “Ha sido liquidada. El impacto del trasvase hace que no se pueda asentar un tejido económico en esas zonas”, por lo que mucha gente ha optado por abandonarlas.
La amenaza de la desertificación
La sequía y el calor dejan la tierra exhausta, dura, improductiva, yerta como el desierto. La aridez degrada muy rápidamente el territorio, y en España el 75% del suelo es vulnerable a la desertificación, una superficie que va en aumento debido a los efectos del cambio climático.
Para intentar frenar su avance, el Gobierno anunció el pasado abril el borrador de la Estrategia nacional de lucha contra la desertificación, una agresión que deseca los suelos y deja sin humedad el aire, y que no ha dejado de aumentar desde la década de los 90.
Según el documento del Ministerio de Transición Ecológica, la desertificación es pronunciada en el centro y este de la península (Castilla-La Mancha y el centro de Comunidad Valenciana), está avanzando por Andalucía septentrional y Extremadura, y se ha detectado un incremento en Murcia, Alicante y Almería. En estas zonas, la sequía meteorológica “se ha ido acentuando a lo largo de los años tanto en frecuencia como en intensidad”, dice el borrador.
Una tierra que arde, donde no crece nada ni hay agua que la alimente es una tierra mucho más susceptible para que la gente la abandone. España es uno de los países de la Unión Europea con peores perspectivas sobre el éxodo rural.
Según un estudio del Parlamento Europeo se espera que para 2030 más de dos millones de hectáreas agrarias queden abandonadas, la inmensa mayoría en la España vaciada. Esto provoca otro fenómeno: el de los refugiados climáticos, personas que se ven obligadas a dejar su lugar de residencia porque allí es inviable desarrollar un modo de vida.
Un desafío global
A nivel global, la degradación de la tierra provocada por la crisis climática también está haciendo estragos. A principios de mayo, la ONU celebró en Costa de Marfil la Convención de Lucha contra la Desertificación, donde alertó de que “en lugar de invertir en soluciones, el mundo está acelerando la degradación de la tierra y empeorando la desertificación”.
El organismo advirtió de que tanto la mitad del PIB del planeta como el suministro mundial de cereales dependen directamente de la capacidad para frenar la degradación de la tierra, y alegó que únicamente bastaría con destinar a la recuperación de los suelos menos de la cuarta parte del dinero que se invierte en combustibles fósiles.
Una de las consecuencias directas de todo esto es el crecimiento de la pobreza y el hambre. Sin embargo, a finales de abril el Banco Mundial publicó un informe donde avisaba de que los precios de los alimentos y de la energía continuarán subiendo, al menos, durante los próximos tres años.