Si la ciudad de Madrid ofrece una experiencia sensorial intensa, es sin duda la de la sequedad del verano. Cualquiera que haya intentado cruzar un mediodía de julio la Gran Vía, por ejemplo, ha experimentado cómo la radiación que sale del asfalto y las altas temperaturas se alían con la combustión de los motores y los chorros de aire caliente de la climatización de los locales comerciales. Una inmersión corporal potente.
Esta sequedad me ha obsesionado desde niña, sesgando mi compromiso medioambiental hacia el interés por el agua. El complejísimo mundo de la gestión del agua.
Aunque asegurar suministros de energía y reducir emisiones y residuos concentra la mayor parte del esfuerzo en esta transición ecológica de la economía, en un paisaje soleado, extenso y accidentado como nuestro territorio nacional, es el agua el factor limitante principal.
El paisaje de España tiene poco en común con el resto de los países europeos, sólo Grecia comparte algunos rasgos. Tenemos que buscar en la geografía global, lugares como California, Israel, Turquía o Australia para encontrar algo comparable.
Esfuerzos extraordinarios se han hecho desde siempre para combatir nuestra realidad árida. A lo largo de todo el siglo XX inversiones faraónicas nos han llevado a un nivel de transformación del paisaje hídrico comparable al de Holanda. Han transformado nuestra decimonónica economía agrícola de secano, primero en grandes extensiones de huerta de regadío, y más adelante en urbanizaciones extensivas con jardines privados.
Detrás de este enorme esfuerzo no sólo hay una ilusión de prosperar por avanzar y crecer económicamente, también hay un acuerdo -tácito- asumido colectivamente sin cuestionarlo demasiado, para dejar atrás nuestro paisaje árido y sus ecosistemas, y ser como los demás. Como nuestros socios europeos, con sus maravillosas praderas verdes, que sin barro ni polvo son la alfombra privilegiada para el espacio exterior.
Esta ambición tiene su sentido, puesto que el origen del paisajismo contemporáneo proviene de la jardinería inglesa del siglo XIX, que se consolida académicamente en la costa este de Estados Unidos. Ambos geografías húmedas, desde las que un paradigma ideal de naturaleza se exporta con éxito absoluto a nivel mundial.
A lo largo de todo el siglo XX inversiones faraónicas nos han llevado a un nivel de transformación del paisaje hídrico
Un porcentaje muy elevado del agua conseguida con tanta inversión, tanto pantano y tanto trasvase, la usamos en realidad para regar jardines, persiguiendo un modelo de paisaje prestado. Es decir, esta sensación de escasez no sería tal si tuviéramos otro referente de belleza: nuestro propio modelo de belleza. Uno que cuente con la realidad de partida, con la aridez natural como algo que hay que gestionar con extremo cuidado.
Mirando atrás encontramos dos respuestas y estrategias. Por un lado, el oasis, con sus palmerales que forman un techo vegetal que protege del sol y configura un recinto exterior bajo el que se cobijan especies más frescas y delicadas. Y por otro, el patio, donde el confinamiento y la protección se confía a las tapias, que evitan el viento caliente y seco, generando en los dos casos no sólo una imagen para un espacio, sino un microclima natural de frescor y sombra. Ambos cuidan el agua como un recurso escaso y valioso, lo protegen, tanto del viento como del sol
No hay lugar para grandes praderas de césped, no podemos permitirnos los campos de golf, no. Tampoco los regados con agua reciclada… La presión sobre nuestros ecosistemas es altísima. Nunca sobra agua, ni la reciclada, toda la que se pueda depurar y reutilizar es imprescindible para asegurar caudales ecológicos, para recargar acuíferos o para un largo, entre otras cosas.
Desde luego puede cuestionarse esta cruzada por la xerofilia y la austeridad enfocando la situación desde la perspectiva económica. Y es que es, además, ¿qué pasaría con toda la economía que gira alrededor de estas praderas de césped? Pues resulta muy interesante comparar esos números, con la operatividad del paisaje eficiente, con el valor económico de los servicios que presta con su funcionamiento espontáneo, basado en la energía solar.
Una buena parte de nuestra economía presente y futura se basa en la calidad de nuestro paisaje natural
Con respecto a esto, dos apuntes rápidos. El primero, que los bosques autóctonos no solo capturan CO₂, sino que esponjan y retienen el agua en la tierra y también en el aire, a escala muy pequeña ¿Por qué nos interesa esto?, ¿qué nos ahorra? Pues mucho, porque contribuye de forma esencial a templar las temperaturas y grandes eventos climáticos. Es decir, menos olas de calor y menos lluvias torrenciales.
El segundo, sobre las riberas fluviales. Estas contribuyen al control natural de inundaciones y recarga de acuíferos. Regenerar la calidad del agua es el otro gran objetivo. Olvidarnos de que este recurso natural sea el vector de transporte de todo tipo de residuos, porque no tenemos suficiente. Aunque sólo sea desde un punto de vista meramente estético: una buena parte de nuestra economía presente y futura se basa en la calidad de nuestro paisaje natural.
Vean si no la evolución de la actividad económica en el entorno del Mar Menor, por poner un ejemplo. La sobreexplotación de los ecosistemas conduce inevitablemente a la destrucción y a la pérdida de valor. Necesitamos traducir estos servicios infraestructurales a números, a euros e incorporarlos en los presupuestos y en los planes de negocio a medio plazo. Entonces nos va a resultar más fácil tomar buenas decisiones.
Hay otras formas de belleza que no requieren tanta humedad, que son más nuestras y resilientes
El calentamiento y la desertización son factores reales que dibujan un escenario futuro amenazante. Hay un escenario mejor y posible, que pasa por aceptar la realidad frágil de nuestro paisaje seco y preservar nuestra identidad paisajística. Hay otras formas de belleza que no requieren tanta humedad, que son más nuestras y resilientes. Hay otra forma de diseñar que observa las dinámicas naturales y las incorpora a favor.
El par abundancia-despilfarro es menos común en Europa que en otras partes del globo. Siempre me ha gustado esto. Los países más prósperos son a la vez los que gestionan con más cuidado sus recursos… A veces es necesario cuestionarse criterios básicos, que hemos asumido sin reflexionar y que están pasando facturas muy grandes. Tenemos sol y viento, nuestro tesoro escaso es el agua.
*** Carolina González Vives es arquitecta, empresaria y doctora en Hidrología urbana por la Universidad Politécnica de Madrid (UPM).