Cuando hace unos años en un Consejo de Ministros el titular de Hacienda propuso un paquete de medidas para paliar la corrupción que ahogaba a comunidades autónomas y ayuntamientos, a nadie se le ocurrió pedir un informe sobre las consecuencias que tendrían sobre el desarrollo de la ciencia. Por aquel entonces los intereses científicos se defendían desde una Secretaría de Estado dentro del Ministerio de Economía.
Los efectos de aquello fueron nefastos. De pronto, cada compra de un minúsculo reactivo tenía que pasar por el escrutinio de una pléyade de gestores con poca idea de lo que se solicitaba. Los contratos de recursos humanos a veces tenían que ser aprobados por la Secretaría de Estado y asistir a un congreso o reunión devino un dolor de cabeza. Todo para evitar la corrupción en el sector científico.
Sin embargo, no recuerdo la existencia previa de un caso de científico corrupto, y con esto no digo que seamos los más honestos; simplemente, con los presupuestos famélicos de la ciencia es prácticamente imposible generar corrupción.
Con el cambio de ejecutivo y la reapertura de un Ministerio de Ciencia la cosa no mejoró. Hacienda sigue siendo implacable. Pero mejor te ilustro con un ejemplo palmario.
Cuando un científico entra al centro de investigaciones donde ha ganado, por un duro concurso, su plaza, debe empezar por comprar todo el material que necesita. Cuando te digo todo, es absolutamente todo: desde las pipetas hasta el ordenador. En ocasiones hemos tenido que comprar la silla para sentarnos y la mesa donde apoyarnos. Algo inimaginable en cualquier otro ámbito. Esto se financia buscando un proyecto público o privado que también se somete a un concurso donde se presentan otros muchos contendientes.
Una vez ganado –evidentemente, no siempre es así– tenemos que volvernos gestores de proyecto para ver si el gasto de lo que necesitamos comprar no supera una ridícula cifra establecida por aquel paquete de medidas anticorrupción que ya te comenté. En caso de ser así, hay que sacar un concurso con todas las características de los equipos, materiales y reactivos que necesitamos. Ese documento no es fácil generarlo, tiene sus especificaciones legales y aquí está el científico de turno pasando un máster acelerado de cómo hacerlo.
Cuando el concurso ya está listo, se publica. Otro dolor de cabeza: a veces las páginas webs donde deben aparecer no funcionan bien, los códigos no llegan y todo está marinado con exquisitas explicaciones legales tan absurdas que dan risas escucharlas.
Entonces viene el momento en que las empresas deben presentarse al concurso. Por supuesto que tenemos que avisarles, algunas no tienen representación en España y aquí llega el momento Berlanga de tener que explicarle a un alemán que para poder comprarle un reactivo de pocos euros tiene que inscribirse, enviar una oferta y el etcétera perfectamente explicado desde la administración española que no entiende nadie excepto la administración española.
Con las ofertas en la mano, un comité sin científicos decide cual es la que se va a comprar. Entonces viene el dilema: el científico sabe que el reactivo que produce la empresa A es el que funciona para su experimento, pero el comité puede decidir comprar el que se produce por la empresa B en base a un elevado criterio, y es que es más barato.
Para hacer un símil artístico: si en vez de un experimento hablamos de un cuadro, el pintor tendría que usar el color verde que quiere el comité no aquel que él, con su criterio artístico, determinó que vendría mejor para su obra. ¡Greco, menos mal que no naciste por estos tiempos!
Es cierto que los gestores de los centros de investigación, ya entrenados por los investigadores, hacen malabares para solventar la situación. Ellos también han tenido que hacer un máster exprés de experimentos, reactivos y anticuerpos. Pero al final la ley es la ley y cumplirla es su deber. Tengo claro que la culpa está más arriba.
Un cuello de botella
De la misma manera que la aplicación de la ley conocida como “sólo si es sí” ha traído algunos efectos indeseados y, con presura, se quiere enmendar para evitarlos. Hubiese sido perfecto que alguien en el Consejo de Ministros de antes y ahora diga lo absurdo que resulta aplicar el mismo paquete de medidas diseñados para evitar la corrupción en un ayuntamiento a los centros de investigación.
Por ilustrar, en lo que va de año no he podido hacer un solo experimento planificado en un proyecto ya financiado. Todo el tiempo lo hemos invertido en preparar la documentación para poder comprar los reactivos necesarios. Ahora tendremos que esperar que se resuelva y, con mucha suerte, podremos echar andar después de Semana Santa. Mientras tanto, los laboratorios de Estados Unidos, Alemania y el Reino Unido estarán avanzando en el tema.
Es muy curioso que todos estemos de acuerdo sobre la tremendísima importancia de la ciencia, una pandemia lo evidenció. También soy consciente que las agencias financiadoras de ciencia intentan multiplicar el presupuesto. Sin embargo, el cuello de botella está en otra parte y tiene un nombre preciso: Hacienda.
Napoleón decía que para ganar la guerra hacía falta tres cosas: dinero, dinero y dinero. Lo mismo se aplica para arrancarle secretos a la naturaleza, sólo que en España hay que añadir: flexibilidad. De esta manera quizá podamos hacer ciencia sin magia. Si en otros campos se ha tendido la sensibilidad de tener en cuenta las peculiaridades de un sector, ¿por qué no hacerlo con la ciencia? Somos tan solo 16.000 los científicos en España, pero hacemos mucho por el futuro.
Yo lo tengo claro: consideraré fuertemente la posibilidad de favorecer con mi voto al partido que esté dispuesto a resolver este absurdo. ¿Y tú?