Para Gerardo hay un puñado de valores con los que hay que ser radical. En su maleta y en la de su familia no hay mucho más que esta actitud, pero con ella han viajado hasta Eslovenia, hace una semana, para ayudar a los refugiados que tratan de alcanzar Croacia. “Una gota en el océano”, asegura este hombre de 54 años, con barbas y siempre calzando sandalias. Ahora, buscan compartir este equipaje con nueve personas a las que nunca han visto: dos familias de refugiados iraquíes a las que ofrecerán cobijo “durante todo el tiempo que necesiten”. “La situación es trágica para ellos -explica- y estoy convencido de que todos estamos llamados a hacer algo. Yo tengo la suerte de cumplir con lo que creo que tengo que hacer”.
Gerardo López Laguna detalla estos argumentos desde uno de los salones que, con ayuda de un grupo de personas, ha acondicionado para estas dos familias. El escenario es singular: se trata de las dependencias de un convento de Clarisas ubicado en el casco histórico de Toledo, el de Santa Isabel, a tiro de piedra de la catedral. “Las monjas me pusieron todas las facilidades cuando les planteé la posibilidad de acoger a dos familias que huían de la guerra -afirma- Son dos padres de familia, hermanos entre sí, que vienen con sus mujeres y sus hijos, cinco niños entre los dos. Son cristianos perseguidos, aunque lo mismo me da que hubieran sido musulmanes”.
En el pasado, cuando era un chaval, estaba en las antípodas de donde estoy ahora. Me movía por la extrema derecha
“Si mis amigos de juventud se enteran de las cosas que hago o de los amigos que tengo, me cuelgan”, asegura entre carcajadas. ¿Por qué? “En el pasado, cuando era un chaval, estaba en las antípodas de donde estoy ahora. Me movía por la extrema derecha y tenía amigos como Ynestrillas [Ricardo Sáenz de Ynestrillas]. Estaba perdido”, reconoce, en la única ocasión en la que, durante la charla, no mantiene la mirada fija en su interlocutor. “Pasé un par de veces por la cárcel por líos en los que me metí hasta que todo se me derrumbó. Encontré respuestas en el cristianismo y, después, en mi mujer, Sagrario”, explica. “Pasé de eso a tratar de ayudar a los refugiados. ¿Cómo? Eso daría para un libro”, cuenta riéndose.
Con su mujer, Sagrario, ha trabajado con algunos de los sectores más marginales de la sociedad, casi siempre en Toledo. Presos, delincuentes, drogadictos. Gerardo, con sus fallos -“tengo muchísimos, pero al menos tengo la conciencia tranquila”-, ha puesto ahora su mirada sobre la situación que aporrea a las puertas de Europa. O, mejor dicho, ha centrado sus esfuerzos en ellos. “Porque esta situación no es nueva y siempre hemos intentado poner nuestro granito de arena”, detalla. Habla en plural porque, según su criterio, forma equipo con su familia: su mujer, Sagrario, y sus hijos Juan y Andrés, de 20 y 16 años.
Su viaje a Eslovenia
“Cuando vemos a los refugiados en la televisión, no vemos imágenes, sino rostros. Al cabo de un tiempo, nos preguntamos qué habrá sido de aquella mujer, de aquel niño que vimos”. Gerardo trata de definir los motivos que le empujaron a él, a su mujer, a su hijo Juan y a un amigo de este, a emprender un viaje de más de 2.000 kilómetros a bordo de una furgoneta cargada de ropa, mantas y comida. El destino: la frontera entre Eslovenia y Croacia, donde centenares de refugiados se hacinan a diario tratando de alcanzar el corazón de Europa. “Fue mi mujer la que me dijo que si íbamos. '¡Por qué no!', le dije. Y pusimos todo en marcha”, explica.
Durante dos días, llamaron a amigos y conocidos para hacerse con todos los víveres e incluso conseguir una furgoneta para el viaje. “La gente está deseando que llames a su puerta para ofrecerles la oportunidad de ayudar -asegura-. Nada más conseguir todo, un miércoles a las ocho de la tarde, cerramos la puerta del vehículo y nos marchamos. Nos íbamos turnando y al día siguiente alcanzamos Eslovenia”.
No sé cómo serían los trenes de deportados de la Segunda Guerra Mundial, pero seguro que era algo parecido
Era de noche y no había manera de encontrar a los refugiados. Los cuatro integrantes del convoy siguieron varias pistas y, sin encontrar lo que buscaban, decidieron dormir dentro de la furgoneta. Al amanecer, vieron que habían dormido a apenas medio kilómetro de una estación de tren en la que se apeaban los refugiados procedentes de Croacia. Gerardo lamenta el escenario del que fue testigo: “Eran imágenes terribles. No sé cómo serían los trenes de deportados de la Segunda Guerra Mundial, pero seguro que era algo parecido”.
Los cuatro, enseguida, trataron de llegar a los ocupantes del tren, pero la policía y el ejército eslovaco se lo impidieron. Los refugiados fueron a parar a un espacio vallado y la Gerardo, Sagrario, Juan y Felipe -así se llama el amigo del hijo- lograron llegar a las inmediaciones gracias a la ayuda de un miembro de la Cruz Roja. Entonces, vieron el miedo de aquellas personas: “Las habían amenazado -asegura-. Les habían dicho que, o seguían directamente a la frontera, o, si iban a buscar algo de comida, corrían el riesgo de quedarse tirados en la frontera. Así se quedaron todos, sin nada que comer, llenos de barro y a la intemperie”.
En ese momento, Gerardo y su familia fueron a una pizzería cercana y repartieron raciones a los refugiados que se las pedían. “Las pagaban con su dinero, nosotros ya no llevábamos nada más encima”, cuenta. Hasta que los militares, “sin razón alguna”, les obligaron a parar: “Tuvimos alguna enganchona y nos dijeron, por señas, que si seguíamos nos iban a zurrar. Ya habíamos visto que a una mujer la pegaban con la culata del fusil a través de la valla y sabíamos que iban en serio”. Tras repartir los últimos pedazos de comida y toda la carga de su furgoneta, la familia regresó a España.
Las dos familias iraquíes
Gerardo habla con melancolía de lo que vivió con su familia en Eslovenia: “Sabemos que aquello que hicimos puede no ser nada. Quizá ofrecimos algo de sustento a quinientas personas en un momento puntual y hay cientos de miles que están viniendo”. Es entonces cuando recuerda la política migratoria defendida por la Unión Europea y se remueve en su asiento: “Sé que defiendo una idea que no se sostiene en la realidad y que sólo sigue al corazón. ¡Si para mí Podemos es un partido de derechas! -se ríe-. Pero estamos hablando de seres humanos y algo tenemos que hacer”.
Ese “algo” al que se refiere, Gerardo lo ha plasmado en el proyecto en el que ha vaciado su alma. Se trata de las dos familias iraquíes de refugiados que ahora vendrán a Toledo a iniciar una nueva vida. Tanto tiempo, asegura, como haga falta. “A no ser que a todos los que lo hemos puesto en marcha nos dé un algo y no quedemos ninguno”, se ríe. Porque a este hombre le faltan dedos para contar a todas las personas que le han ayudado con esta idea: “Es gente de aquí, pero también ecuatorianos, rumanos, guineanos… y, sobre todo, las monjas”.
Las dos familias de iraquíes se encuentran ahora en Amán, la capital de Jordania, bajo la tutela de un sacerdote llamado Carlos Khalil: “Huyeron del conflicto de Mossul nada más que con lo puesto. Cuando escuchamos al papa Francisco decir que había que acoger a los refugiados, empezamos a movernos y, de una forma u otra, terminamos dando con este sacerdote”.
Sobre la burocracia necesaria para traerlos a España, Gerardo prefiere no entrar en detalle: “Hemos tocado muchas teclas y el caso es que hemos conseguido que vengan con la condición de refugiados. Las monjas han puesto el dinero para los billetes y, cuando se resuelvan unos flecos, vendrán”. Estos detalles los da desde los dos apartamentos que ha acondicionado para su llegada, en los que se acumulan algunos juguetes para los niños: “Tienen entre tres y siete años”, cuenta.
Tras alcanzar este punto de la conversación, cuando se le pregunta de dónde saca todo el dinero para estos proyectos, Gerardo irrumpe en la mayor carcajada. “¡Pues no lo sé! -exclama-. Sólo sé que hay que tener la voluntad de sacarlo adelante. Mi mujer era profesora y lo dejó para volcarse en estos proyectos. Yo trabajo de vez en cuando como encuadernador. A veces nos regalan cosas y montamos mercadillos, con los que salimos adelante”. ¿Eso da para vivir? Sonríe, guiña un ojo y apunta: “Entre una cosa y otra, tiramos”.