Pocas veces un combate fue tan desigual y el desenlace tan aplastante para el más débil. El juez José Castro adoptó en soledad la determinación hace dos años de citar como imputada a Cristina de Borbón. “Si yo tuviera las pruebas que tengo de la infanta de cualquier otro ciudadano, le llamaría a declarar sin ningún género de dudas”, razonó entonces, volviendo sobre sus pasos y recordando que al ex socio de Iñaki Urdangarin le imputó antes de estallar el escándalo sin saber exactamente qué irregularidades podía esconder el Instituto Nóos.
Se convenció de que era lo correcto, se lamentó de haber rechazado inicialmente la citación de la hija de don Juan Carlos, e intentó persuadir sin éxito a la Fiscalía para seguir yendo de la mano. El titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma había llegado a esgrimir la controvertida teoría de la estigmatización utilizada por el Supremo para evitar a Felipe González el trago de declarar como imputado por los GAL pero varió el rumbo y se aferró a un elemento que inicialmente había pasado por alto: el folleto publicitario del Instituto Nóos, desvelado por El Mundo, en el que Cristina de Borbón figuraba como gancho empotrada en la Junta Directiva de la entidad que presumía de no tener ánimo de lucro.
Si la infanta se había prestado a convertirse en el cebo para que Administraciones públicas y empresarios privados pagaran a la entidad presidida por Iñaki Urdangarin; si había autorizado a poner su nombre en los trípticos y a formar parte del quinteto de personas que regían los destinos de Nóos; y si, por si fuera poco, el ex socio de su marido había aflorado correos electrónicos en los que se prestaba a hacer gestiones con su padre para captar grandes clientes, no llamarla a declarar sería un trato de favor.
Castro advirtió indicios de un delito de tráfico de influencias, siempre tan viscoso y discutible, y dictó un auto que ponía a prueba al aparato del Estado en su conjunto y devolvía a la mente de los españoles la frase de don Juan Carlos en su discurso navideño de que nadie está por encima de la ley. Había llegado el momento, por lo tanto, de comprobarlo.
El fiscal Pedro Horrach comunicó al juez su posición, el fiscal general del Estado Eduardo Torres-Dulce le dio libertad expresa para hacer lo que creyera oportuno, y se mantuvo firme en que no existía un solo elemento nuevo que justificara que Castro cambiase de opinión. El juez siempre sospechó que le ocultaba el verdadero motivo de su posicionamiento y la desconfianza quebró su amistad y la complicidad que les había llevado a poner patas arriba a la primera institución del Estado con una investigación inapelable en la que Horrach llevó siempre el peso de las pesquisas con una determinación y tenacidad insólitas.
La Fiscalía ganó el primer asalto al rechazar la Audiencia de Palma el auto de Castro, pero se abría un universo muy peligroso para doña Cristina. No vaya usted por tráfico de influencias sino por delito fiscal y blanqueo de capitales, le instó la Sala. Y Castro, siguiendo la indicaciones, dictó una nueva resolución que sí prosperó.
Se activó entonces la maquinaria del sistema para salvar a doña Cristina. La inmensa mayoría de medios presentó a Castro como un juez con afán de protagonismo, se difundió falsamente que había accedido a la carrera por el cuarto turno y se intentó criminalizarlo de forma ridícula por tomarse un café con la abogada del sindicato Manos Limpias.
Pero la verdadera operación de rescate se desplegó con el desembarco de la Agencia Tributaria y de la Abogacía del Estado. Hacienda dio por buenas tres facturas falsas de la infanta para que no alcanzara la cuota de delito fiscal y sus letrados bendijeron la siniestra maniobra.
Castro se dio cuenta de la emboscada, porque también en Hacienda hay funcionarios que no se prestan a estos enjuagues, e intentó nombrar un perito independiente para analizar los hechos. La Agencia Tributaria le puso la enésima zancadilla otorgando todo el poder a su delegación en Cataluña, cuyas inspectoras despreciaron al juez cuestionando sus conocimientos tributarios -“este no tiene ni idea”- y presumieron antes de tiempo de una victoria aplastante celebrándolo con la vergonzante compra de un boleto de lotería con la numeración del importe de las facturas falsas.
El juez, más solo que la una, se pertrechó de nuevas pruebas y abrió juicio oral contra ella. Puso el parche antes de la herida argumentando que en este caso no es de aplicación la ‘doctrina Botín’, que se antojaba como el siguiente atajo para librarla del banquillo. Salió en su defensa, por una cuestión ética y de principios, el catedrático Enrique Gimbernat, que ha sido el único que se ha posicionado al lado del juez en el momento más crítico y suya es también esta victoria histórica.
Queda todavía el juicio, que ni siquiera ha comenzado, y frente al convencimiento general de la absolución de la infanta –“¡qué difícil es condenar a alguien como cooperadora de un delito fiscal!, exclaman desde todos los bandos”-, se dibuja una nueva e inquietante amenaza en el horizonte. Mucho más grave que una eventual condena por haber contribuido a la comisión de dos delitos contra la Hacienda pública.
Nadie comprenderá ya que, llegados a este punto, Cristina de Borbón, vuelva a contestar al tribunal con cientos de evasivas en su declaración –“no me acuerdo, no lo sé, no me consta”-. Y si no lo hace, cabe la posibilidad de que diga lo que piensa. Es decir, que no hizo nada que no le autorizara la Casa Real ni su propio padre y que, por lo tanto, no es ella la única que debe permanecer ahí sentada.
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