Casi cada mañana, Carlos (nombre ficticio) se levanta de madrugada para ir a caminar por la playa. Este jubilado asegura que lo que vio el domingo 24 de enero en las calles de La Mina, su barrio de toda la vida, no le pareció normal. “Veías a familias enteras cargando las furgonetas y marchándose con prisas”, recuerda mientras fuma un cigarro en los aledaños de la biblioteca del barrio e insiste en solicitar el anonimato.
Horas antes, en la discoteca Nirvana del puerto olímpico de Barcelona, un hombre de 28 años había fallecido después de que le clavaran una botella rota en el abdomen durante una pelea. Eran las 3:15 de la madrugada y se acababa de cometer un crimen, pero no uno cualquiera: habían asesinado a un miembro del clan gitano de Los Baltasares, uno de los más temidos y respetados en el extrarradio barcelonés. “Por su control de la droga y por todo lo que han demostrado que son capaces de hacer”, explica otro vecino del barrio sin dar más detalles.
Desde ese día impera una calma tensa que impregna todos los rincones de La Mina. Nadie sabe qué va a pasar ni cuándo, pero todo el mundo tiene claro que algo va a suceder. Desde el pasado 24 de enero se calcula que unas 500 personas han abandonado sus domicilios -algunos en La Mina, otros en el contiguo barrio de San Roque- y el absentismo escolar, ya habitual en la zona, ha subido hasta el 55% de los alumnos. Los cálculos son aproximados ya que ningún centro los quiere confirmar. Buena parte de los comercios de las plantas bajas de los edificios llevan días sin abrir y nadie sabe si lo volverán a hacer.
Tan problemático es el pedigrí de la víctima como el de su presunto asesino. En el barrio algunos aseguran que era del clan de Los Peludos, mientras que otros dicen que pertenecía al de Los Zorros. Todos coinciden, sin embargo, en que los vecinos que han huido del barrio pertenecen a esos dos clanes. “Primero se fueron los más cercanos y esta semana se han acabado de ir todos”, explica con discreción un parroquiano de un bar situado en la rambla que queda entre la calle Marte y la calle Levante. Un bar que ni siquiera tiene nombre. Al preguntarle a su dueño cómo se llama el local pone cara de no saber qué responder. “El del Nani”, dice después de pensarlo unos minutos.
Evitar la venganza
Una vez tuvieron conocimiento de los clanes implicados en el homicidio, los Mossos d’Esquadra desplegaron un amplio dispositivo para evitar un ajuste de cuentas al margen de la ley. La prioridad fue encontrar al presunto homicida -identificado por las cámaras de seguridad de la discoteca- antes de que lo hiciera la banda de Los Baltasares. Finalmente lo detuvo la Ertzaintza el pasado jueves en Bilbao.
La otra prioridad para los agentes fue evitar cualquier acto de venganza entre las familias de los afectados. Todo escenario susceptible de albergar un ajuste de cuentas ha estado vigilado por los agentes desde entonces. Agentes de paisano se desplazaron al funeral de la víctima, que se celebró el pasado lunes en el cementerio de Santa Coloma, y este jueves se podía observar un coche policial custodiando la salida del colegio Mediterrània, donde precisamente se ha notado más el descenso de alumnos que acuden a clase. “Vivimos atemorizados últimamente”, reconocía Rosa, una madre que había acudido a las 16.30 a buscar a su hija al centro escolar.
‘Omertá’ en el barrio
Después de dos días paseando por el barrio, ha sido casi imposible encontrar vecinos que accedan a hablar con su nombre y apellido para este reportaje. “El off the record manda en La Mina y cuando la situación es tan tensa aún más”, ironiza un trabajador social que estuvo unos meses de prácticas en el barrio.
Ni el Centro Cultural Gitano, ni la Federación de Asociaciones Gitanas de Cataluña -ambos con sede en el barrio- han querido contestar a ninguna pregunta. Tampoco ha respondido el Ayuntamiento de San Adriá del Besos (35.814 habitantes), consistorio del que depende el distrito. La plataforma de entidades vecinales de La Mina sólo ha accedido a responder preguntas relacionadas con la gestión del barrio, ninguna que tenga que ver con el enfrentamiento entre clanes gitanos.
Lo único que se oye en La Mina durante estos días son susurros. Susurra el dueño de la frutería contigua a la calle Venus, uno de los centros de distribución de droga del barrio. Susurra también Ángeles García, una señora mayor que pasea por la calle con su caminador vendiendo mecheros para poder completar su exigua pensión. ”Lo único que puedo decirte es que se ha ido mucha gente, no me preguntes más”, acepta responder. También se expresa en el mismo sentido Ricardo, que junto a tres compañeros ataviados con petos amarillos limpia el barrio en cumplimiento de una condena a servicios sociales. “El horno no está para bollos, amigo”.
La ley del silencio abona el terreno a los rumores. Se pueden escuchar varias historias en el barrio sobre presuntas represalias ocurridas durante los últimos días, pero ninguna puede confirmarse y los Mossos no tienen conocimiento de ningún acto de venganza.
Las entidades sociales que trabajan en el barrio reconocen que la gente vive “angustiada” estas semanas y mencionan la brecha existente en el barrio. “La convivencia está hecha polvo”, cuenta una persona que lleva años trabajando en La Mina. “Estamos en uno de esos momentos en que más vale callar. Tenemos la lección aprendida”. Esta persona -pide que no se concrete si es hombre o mujer- explica cómo el movimiento vecinal más crítico con las autoridades ha ido perdiendo cada vez más fuerza ante las amenazas de las mafias de la droga. “Cuando los vecinos optan por el silencio para preservar su seguridad, las asociaciones más críticas y combativas desaparecen”, indica. “Antes luchábamos todos juntos contra Franco, ahora luchamos contra una serie de mafias que no sabemos a quién tienen detrás”.
Una sociedad paralela
El Estado de Derecho no se aplica en La Mina. Al menos, a un sector de sus vecinos. Para ciertos asuntos, hay una parte del barrio que no se siente constreñida por el contrato social. De nada sirve que el presunto homicida esté ya detenido esperando el juicio. Ni el Código Penal ni ningún otro cuerpo legal satisfacerá a nadie en este caso: tanto la defensa como la acusación se regirán por la ley gitana: un código de conducta no escrito que se transmite entre generaciones desde hace siglos. Esta ley prevé que el muerto del pasado 24 de enero debe compensarse con otro muerto. La única alternativa es el destierro a más de 1.000 kilómetros, según relatan varios vecinos de etnia gitana consultados en el barrio.
“Las riñas entre clanes y en los matrimonios se solucionan con la mediación del Consejo Gitano, pero no creo que para esta vez vaya a servir”, señala Diego, un joven que pasa la mañana junto a un amigo fumando porros en un sofá destartalado en medio de la calle. Los vecinos explican que este Consejo Gitano, que cuenta con 5 patriarcas, difícilmente podrá mediar en el conflicto ya que entre estos patriarcas se encuentran familiares tanto de la víctima como del presunto asesino.
Diego relata un ejemplo que muestra hasta qué punto en La Mina sólo impera la ley gitana para muchos vecinos. “Hace unos años pusieron al Tío Curro, del Consejo Gitano, a vigilar el tranvía”, cuenta. “A partir de ese día nadie robó ni la lió dentro del vagón”.
La lucha contra el estigma
Las únicas personas que acceden a comentar largo y tendido la situación en La Mina son Miguel Rojas y su mujer, Pilar Cortés. Rojas llegó al barrio en el 69 y se convirtió en el cartero del distrito. Se ha pateado todas las calles durante 40 años y le molesta el estigma que sufre lo que considera su casa. Reconoce, sin embargo, que en la Mina conviven dos mundos. “Cada uno va a la suya y a nosotros nos dejan aparte”, cuenta.
“En el barrio hay un 80% de bueno y un 20% de malo”, explica sentado en un banco de la Rambla de La Mina. “El problema es que ese 20% hace mucho más ruido que el resto”. Este vecino y su mujer insisten en que les acompañe a su bloque de pisos para demostrarme que su escalera está en buen estado. “Entre todos los vecinos pagamos a una persona que lo limpia cada semana”, afirma su mujer Pilar.
Miguel y Pilar defienden que el barrio ha mejorado mucho desde que llegaron a finales de los 60 desde Melilla. Señala diversos equipamientos como la biblioteca, el ambulatorio y el colegio público como símbolo del progreso del distrito. “Si hubieras visto esto en la época del Vaquilla, eso sí que era jodido”. En la plataforma de entidades de la Mina, sin embargo, critican las promociones inmobiliarias que se han hecho últimamente ya que no han cumplido el porcentaje de vivienda social que se pactó.
El discurso de estos dos vecinos, no obstante, está lleno de contradicciones. Por un lado afirman que no han tenido ningún problema de seguridad en el barrio y que nunca les ha pasado nada. Por otro, se muestran satisfechos de que sus hijos hayan salido de ahí. Aseguran sentir vergüenza cuando les visitan familiares por culpa de la suciedad de las calles y explican que cuando quieren ir a tomar algo se van hasta la rambla de Prim, en el cercano barrio de Besòs.
Las entidades sociales también luchan contra ese estigma y tratan de organizar actos que devuelvan el barrio a la normalidad. Como cada año, el jueves organizaron la tradicional rúa de carnaval por las calles del barrio, en la que participaron unas 200 personas. Durante unas horas, la calma tensa que vive La Mina se sustituyó por tambores y disfraces de colores.