Ya no hay explosiones, pero sí la cicatriz del terror; no se registran atentados, pero sí hay una contienda, silenciosa, que será la definitiva. Es la del relato, el testimonio que absorberán generaciones futuras sobre los zarpazos con los que ETA, durante seis décadas, ha rasgado la historia de España. No hay forma de acallar los llantos de las viudas, que viajaban a lugares desconocidos para despedirse del cadáver de sus maridos, a los que se enterraba por la noche por el miedo al 'qué dirán'. Tampoco se pueden ocultar las explosiones, secuestros o intimidaciones. Pero sí se puede maquillar el relato de los hechos, aproximar las verdades a los intereses. “En Euskal Herria vencerá quien convenza, primero a los suyos y luego al resto”, apuntaba el diario Gara en un editorial poco antes de que la banda terrorista anunciase su “cese definitivo de la actividad armada”.
Con luz y taquígrafos, como hacen los historiadores, Gaizka Fernández Soldevilla desmonta los mitos sobre los que se sostiene el nacionalismo vasco radical, aquel que no condena el yugo del terrorismo. “La de la izquierda abertzale no ha sido una guerra real, sino una guerra imaginaria -sostiene el autor de La voluntad del Gudari: génesis y metástasis de la violencia de ETA (editorial Tecnos)-. Como tal, el conflicto vasco solo ha existido sobre el papel”.
La retórica nacionalista, apunta el historiador, se sostiene en una estructura de tres fases: un “pasado glorioso”, un “presente en decadencia” y un “futuro utópico”. De acuerdo al relato histórico diagnosticado por Sabino Arana -fundador del PNV y del nacionalismo vasco-, los “estados euskerianos” terminaron por ser “provincias españolas”. Pero los gudaris [soldados, en euskera, y sobrenombre que durante tiempo se les dio a los terroristas de ETA], hombres y mujeres prestos a luchar por la “liberación de Euskal Herria”, harán lo posible para luchar contra el “Estado opresor”.
ETA y el franquismo
“Euzkadi te necesita, colabora con ETA”, rezaba la portada de un Zutik, publicación editada por la banda terrorista, impreso en 1966. Aquel llamamiento resumía la justificación que una parte de la sociedad daba al terrorismo. Eran tiempos, defendía la cúpula la organización, de la lucha contra el franquismo. Y la banda terrorista enarbolaba la bandera de esa batalla.
A ningún miembro de este grupo le han obligado a coger las armas, a matar o a dar cobertura al crimen
El también historiador Florencio Domínguez señala en el prólogo del libro que el uso del terrorismo “no es el último resorte que le queda al que no tiene ningún otro recurso para defender sus ideas por mucho que fuera durante la dictadura franquista cuando ETA iniciara el camino de la violencia”: “A ningún miembro de este grupo le han obligado a coger las armas, a matar o a dar cobertura al crimen -detalla Domínguez-. Unos y otros, en un momento dado, optaron por la violencia con todas sus consecuencias”.
Fernández Soldevilla trata de demostrar que ninguno de los mitos o de los relatos sobre los que se sostiene el nacionalismo radical ha puesto las armas en las manos de los terroristas. “En el caso de ETA, todo el mundo recuerda el «algo habrá hecho» pronunciado por la vox populi abertzale ante cualquier atentado, o el «en la guerra tiene que haber víctimas», cuando no era fácil adscribir responsabilidad alguna al atacado”, apunta el historiador Antonio Elorza en un artículo publicado en El Diario Montañés.
Es "tiempo de contar"
La voluntad del Gudari sigue, en cierta medida, el imperativo al que Antonio Muñoz Molina apeló poco después de que ETA anunciase su “cese definitivo de la actividad armada”: “Hay que ponerse a contar. A contar en el sentido aritmético y en el sentido narrativo […] Hay que contar exactamente lo que pasó y hay que empezar a hacerlo ahora que todavía viven y están lúcidos la mayor parte de los protagonistas, los testigos, las víctimas no ejecutadas”, señaló el autor en un artículo publicado en El País.
Es preciso ponerle nombres y apellidos a una realidad para conocerla de verdad, aunque sea con carácter retroactivo
Con otras palabras, pero apuntando en la misma dirección, el periodista Javier Marrodán advertía que “es preciso ponerle nombres y apellidos a una realidad para conocerla de verdad, aunque sea con carácter retroactivo”: “Es probable que hayamos vivido durante muchos años pensando que lo conocíamos [el terrorismo], que nuestro imaginario y nuestras referencias eran suficientes para ilustrar la magnitud del fenómeno, para valorar sus consecuencias, para intuir el dolor y el desamparo de quienes lo sufrieron”, describía en 'El relato, una necesidad moral', en Frontera D.
Las manos blancas tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el rostro desfigurado de Ortega Lara tras 532 días de cautiverio, las imágenes del horror tras el atentado de Hipercor. Son escenas que interpelan y que actúan de aldabonazo en la conciencia colectiva; escenas que se sostienen en el relato que, con herramientas de historiador, construye Fernández Soldevilla en La voluntad del Gudari, y cuyo espíritu resume en uno de sus capítulos iniciales: “La pluma y la espada pueden ser igual de efectivas”.