"O el entierro de Pedro [Sánchez] o el funeral del PSOE". La frase, atribuida al expresidente extremeño Juan Carlos Rodríguez Ibarra, refleja la dura elección a la que según no pocos dirigentes del PSOE deberá enfrentarse su partido más pronto que tarde. Pedro Sánchez está a punto de lograr un nuevo cartucho, una nueva bombona de oxígeno y un nuevo intento para demostrar que están equivocados. Si no logra un éxito electoral o suceder a Mariano Rajoy en La Moncloa, esta oportunidad será con toda probabilidad la última.
Este sábado se cierra el proceso para pedir avales para las primarias internas del PSOE a la presidencia del Gobierno. A pocas horas para que termine el plazo, Sánchez obtiene más de 30.000 avales y ningún otro candidato ha presentado los 9.500 avales necesarios para discutir a Sánchez la candidatura a la presidente del Gobierno. Los estatutos del PSOE indican que son obligatorias, pero la inercia del partido sigue encajándolas con dificultad. Quien controla el partido obtiene la candidatura. La frase se cumple con precisión, generando preguntas sobre el propio proceso de elección del candidato.
No funcionaron con la marcha de Felipe González tras su derrota de 1996 (las ganó Josep Borrell, pero se acabó presentando Joaquín Almunia, al frente del partido) y desde entonces siempre ha concurrido el secretario general sin tener oponente. En 2004 y 2008, José Luis Rodríguez Zapatero. En 2011, Carme Chacón protagonizó un paso atrás para que Alfredo Pérez Rubalcaba no tuviera rival. Para los comicios del pasado 20 de diciembre, como para los del 26 de junio, Sánchez no ha tenido oponente y el proceso planteado no se ha desarrollado.
Demasiados frentes abiertos
El PSOE acude a las elecciones desanimado por la cantidad de frentes abiertos. De puertas afuera, el PP sigue siendo el principal partido del país y las encuestas le reservan esa plaza también tras el 26-J, pese al alto paro o los casos de corrupción. Durante los menos de dos años que Sánchez lleva al frente de su formación, Podemos, un nuevo competidor en la izquierda ha logrado una dimensión inédita en la historia democrática española. La competición es tal que en las últimas elecciones sólo mediaron entre ambos 300.000 votos y 11 escaños, teniendo en cuenta los aliados de Pablo Iglesias en Cataluña, Comunidad Valenciana y Galicia.
De puertas adentro, su carácter (en quien muchos ven una mezcla de inseguridad política y falta de empatía) y la ambición de sus detractores han consumido buena parte de sus energías hasta colocarlo en una posición de pulso constante. Hasta ahora, pese a los forcejeos, nadie le ha doblado la mano.
Cuatro meses de sorpresa
En los últimos cuatro meses, Sánchez ha sorprendido a muchos. Él no se cansa de recordar que fuera y dentro de su partido lo han caricaturizado como un político sin más discurso que el ansia de perpetuarse en el poder. Y, sin embargo, durante las negociaciones de investidura optó por una opción fiable y sin traiciones. Aunque haya sido insuficiente.
Se admiró con la responsabilidad de Estado mostrada por Albert Rivera y tejió con Ciudadanos una sólida alianza sin pactar a cualquier precio con Podemos, a quienes muchos en el PSOE ven como un cáncer populista, ni con los independentistas catalanes, que podrían haber votado a favor de Sánchez a cambio de contraprestaciones que pavimentaran el camino a la autodeterminación. Ahora toca volver a las urnas, pero el PSOE ha hecho con Sánchez lo que debía: intentarlo sin arriesgar principios básicos.
La campaña del PSOE orbitará en torno al concepto de responsabilidad en los momentos difíciles, potenciará al partido como alternativa fiable frente al PP y se esmerará en que quede claro que Podemos impidió el tan ansiado cambio.
Sin embargo, la estrategia no parece haber insuflado ánimos en las filas socialistas. Los dirigentes críticos aseguran que si Sánchez no fue más allá es porque ellos se lo impidieron y siguen desconfiando de él, a la espera de lo que ocurra el 26 de junio.
Los ciudadanos tampoco parecen haber recompensado aún los desvelos de Sánchez por la gobernabilidad sin volantazos. El último estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) otorga a Sánchez un 21,6% en estimación de voto, cuatro décimas menos de lo obtenido el 20 de diciembre, aunque un poco mejor que lo que el sondeo indicaba en enero. Lo que es peor: el PP es líder con casi seis puntos de ventaja, restando credibilidad a la intención de ganar las elecciones que el PSOE exhibe sin demasiado entusiasmo. Podemos, que baja claramente, podría amortiguar el golpe con la inminente alianza con Izquierda Unida que no fue posible el año pasado.
Todos estos factores hacen de estas elecciones una cita a la que los socialistas no le tienen demasiadas ganas. Podrían pesar otros factores, como el de la abstención, el voto útil (tanto al PP desde Ciudadanos como al PSOE desde Podemos o IU) o algún que otro acontecimiento inesperado. Según los sociólogos, la situación es demasiado volátil y aún faltan siete semanas para el día clave.
Esta semana, Sánchez ha estado descansando junto a su pareja en el Valle de Arán. Los que lo conocen aseguran que está exhausto y sus apariciones públicas no han sido muy frecuentes desde el día de las elecciones. En su ánimo hace mella el desenlace de las negociaciones. Él creyó hasta el último momento que podían llegar a puerto y así se lo trasladó a numerosos dirigentes con el convencimiento de que estaba haciendo lo que debía. Por ese motivo, la sensación de fracaso y el temor ante el incierto resultado del 26-J hacen que no se encuentre en su mejor momento.
En Sevilla soplan vientos de cambio y Susana Díaz asegura a sus íntimos que está decidida a desbancar a Pedro Sánchez ante un resultado similar o peor al del 20 de diciembre. Lo mismo decía sobre un congreso del PSOE antes de la repetición de las elecciones, pero finalmente decidió esperar.
Tras el 20-D, según alguna de las personas de su confianza, la presidenta de la Junta de Andalucía cometió el error de no actuar quirúrgicamente, temerosa de la suficiencia de sus apoyos y reacia a una guerra cainita que ella siempre ha querido evitar. Luego, la estrategia negociadora de Sánchez frustró el siguiente intento. Pero muchos barones o dirigentes territoriales siguen viendo en ella (los que no fantasean con candidaturas propias) un buen líder para reanimar a un PSOE dividido y desgastado por el tiempo. Y también para ella podría llegar pronto su última oportunidad.
Pase lo que pase a partir del 26 de junio, ahora es el tiempo de Sánchez, que no tiene ninguna intención de dejar de pelear hasta donde pueda.
Fulgurante inicio en un escenario cambiante
Su llegada a la secretaría general del PSOE se produjo en medio de una mutación del sistema, sacudido por el declive europeo de la socialdemocracia, la denostada herencia de José Luis Rodríguez Zapatero, el 15-M y la aparición de nuevos cauces políticos que fueron llenados por nuevos partidos.
No lo tenía fácil, pero un fulgurante ascenso impulsado por las élites del partido llevó al liderazgo del PSOE a Pedro Sánchez, economista, nacido dos décadas más tarde que el resto de líderes políticos de entonces (Mariano Rajoy nació en 1955, Alfredo Pérez Rubalcaba en 1951, Cayo Lara en 1952) y que se impuso sin dificultad ante Eduardo Madina, para muchos la promesa de oro del partido, que ahora se ha conformado con integrar la lista del secretario general con el puesto 7.
Los que conocen a Sánchez destacan su capacidad de trabajo, una imagen más humana de la que proyecta, pero también mucha determinación y hasta dureza cuando las cámaras no le enfocan. En el tiempo que lleva al frente del partido ha demostrado no temerle a nada ni nadie. Ahora, encara el que podría ser su último pulso: el definitivo. Su futuro personal, pero también el de su partido, está en juego.