Alejandro Requeijo Daniel Montero

A Manuel le tocó conocer el infierno con sólo 19 años. Pagó con creces el error de aceptar una de esas ofertas que llegan en el momento equivocado en el lugar menos adecuado. Unos tipos le prometieron 7.000 euros por ir y volver de Sudamérica con una pequeña cantidad de droga escondida en el cuerpo. Un negocio aparentemente sencillo y atractivo para un joven sin rumbo que coqueteaba con la cocaína. Manuel no sabía entonces que su destino ya estaba decidido. Fue enviado de gancho para distraer a la Policía mientras otro miembro de la organización narcotraficante pasaba una cantidad superior.

“Esta me la pegaron el primer día allí”. Manuel interrumpe la entrevista para señalarse su pierna derecha. Se aprecia a la perfección una cicatriz de 22 cm que le recorre la tibia y que le tuvo seis meses sin poder andar. Así le dieron la bienvenida en el Penal García Moreno de Quito, una cárcel fallida construida en 1871, una de las más corruptas de toda América Latina. Él fue de los últimos inquilinos del temido centro penitenciario antes de que lo cerrasen definitivamente hace dos años. Reabrió sus puertas convertido en una sede de exposiciones que, entre otras cosas, muestran el hacinamiento al que eran sometidos los reclusos. También se pueden visitar las celdas de presos "ilustres".

“Tengo un cuchillazo en la cabeza que fue casi mortal. Me dieron por detrás en la cabeza (hace el gesto de la longitud de la cicatriz que se esconde debajo de su pelo corto y castaño). Fue por una pelea. Me había peleado dos semanas antes con un negro por unas zapatillas Nike que me había enviado mi familia y quería robármelas. Así que te tocaba pelear por ellos porque si no te quedabas descalzo y la próxima vez podría ser otra cosa. Te pueden coger como puta y yo no soy la puta de nadie. Te peleabas para ganarte el respeto en la cárcel”, cuenta.

Los recuerdos se van amontonando en el discurso de Manuel a medida que avanza la charla: “Un día, durante una visita, un tipo mató a su mujer y luego se suicidó. Y las niñas pequeñas andaban por ahí tiradas: '¡papá clavó a mamá! ¡papá clavó a mamá!'. Cuando fuimos a su celda, la mujer estaba en la cama y él colgado con el cable de la luz”.

El 'comemuertos'

En el penal García Moreno de Quitó existía también la figura de los 'comemuertos': “Es una persona que tiene ya tres o cuatro muñecos (muertos) y una muerte interna ya no le cuenta más años de condena, sólo un traslado de cárcel. Es una persona que no tiene dinero, que consume droga. Se le mantiene, se le da comida todos los días y en el momento en el que pase algo (un asesinato) está a tu lado. Tu le pagas su dinero, se come el problema y tu te vas para tu tierra. Allí trabajan así”.

Manuel no había salido nunca antes de su pueblo. La primera vez que lo hizo fue para acabar en las tinieblas de esa cárcel ecuatoriana. “Yo era un chaval. Entrar con 19 años a un sitio que no sabes si vas a vivir el siguiente día... al final, estas cosas, la cabeza las paga. Estoy yendo a un psicólogo cada 15 días. Hay veces que no duermo, hay gente que me aparece por la noche que no debe”. No exagera. Allí le tocó cruzarse con la muerte en varias ocasiones. Una pesadilla que ha logrado dejar atrás definitivamente este verano. Ha vuelto a casa con los suyos.

Recibe a EL ESPAÑOL en la cafetería de un hotel en una ciudad del norte de España. Acepta relatar su historia sin guardarse nada a cambio de no mostrar su rostro. Su objetivo es pasar página y rehacer su vida. También quiere dar charlas en colegios para que jóvenes como él no repitan su error. Quizá también escribir un libro.

¿Por qué fue la puñalada?

“Fue la primera noche. Era un espacio reducido y allí había 1.200 personas tiradas por el suelo, durmiendo. Yo tenía que ir al baño, que estaba al otro extremo. Eran las cinco de la madrugada ¿cómo hago? Pues intentar saltar a la gente, pisé a quien no debía y ya me dieron”. Desde entonces aprendió a hacer sus necesidades en una botella.

Y allí, ¿cómo era la enfermería?

“¿Enfermería? Fue curada por otros presos con huevo y cosida a mano. Con la clara de huevo, lo blanquito, que es cicatrizante. Pero claro, hubo que colocar toda la piel, que quedó colgando”.

Las armas estaban a la orden del día, entonces.

“Sí claro hombre (se ríe). Allí había de todo lo que quisieras. Allí mismo te las facilitaban los presos. Un cuchillo, un 16 centímetros, 30 dólares”.

Y armas de fuego.

“Si claro, esas las tenían los caporales, los presos que mandan, en este caso el caporal es una banda con mucha gente que tiene el tema de drogas y todo eso. Todo el beneficio que sacan es para ellos y es por lo que luchan”.

¿Y los guardas?

“Nada, están comprados. Tanto jefes de guía como guías, todos. Había corrupción por todos lados. Mucho machaque, peleas, mucho físico. O te peleabas o era lo que había”. Casi siempre esas tanganas se acompañaban con apuestas en las que participaban el resto de presos.

¿A ti te tocó pegarte?

“(Manuel extiende sus manos desde el otro lado de la mesa) Si claro, yo vine con la mano rota por cuatro sitios. Este nudillo se me desplazo, tengo un bulto en la mano. Cada vez que trabajo se me hincha la mano”.

Las manos de Manuel, castigadas por las peleas en prisión.

La suya es una historia de terror, pero también de supervivencia y redención. Hoy tiene 25 años, aunque habla como alguien a quien arrebataron de golpe su juventud. Manuel tiene un verbo fluido gracias a una memoria que no da opción a olvidos. “De todo el mundo me acuerdo. Te puedo decir nombres, apellidos y de todo”.

Comencemos por el principio.

“A los 16 años dejé mis estudios y ahí me empecé a desmadrar. Me dieron un poquito de libertad y la tomé toda. Las malas compañías, un día viene un tipo en una discoteca donde yo era camarero y me ofreció eso. En el momento le dije que no, pero me quedé con el número y cuando vi que estaba hecho mierda me fui. Éramos una familia de aldea. No miré. Ahora analizo los pros y los contras, pero eso antes no lo hacía. Con 19 años, de pronto me abrieron las alas y me fui”.

A los suyos les dijo que se iba a Barcelona a buscar trabajo, pero en realidad estaba en Venezuela. “Allí salieron las cosas mal y me fui para Colombia. Cuando dije que lo mejor era volver a España, me dijeron: 'tienes que llevarte esto sí o sí'". No le dejaron echarse atrás. El miedo de Manuel se acrecentó después de ver cómo varios de los que viajaron con él habían sido descubiertos en la frontera.

“Fui detenido el 19 de mayo de 2012”. En Ecuador. Llevaba 604 gramos de cocaína brutos, 451 gramos netos. “Cuando llegué ya lo sabían todo de mi. Me vendieron y caí con todo, como el resto de los que fuimos”. Manuel sostiene que ellos sólo eran el cebo para distraer a las autoridades mientras otro pasaba una cantidad de droga mayor.

Según las leyes ecuatorianas de entonces, fue condenado a ocho años de prisión. “Nunca pensé que iba a ser tan salvaje. Lo peor es que te adaptas”. “En el centro de detención provisional ya te metían miedo. Te decían que eso no era nada y que en el penal nos íbamos a enterar de lo que es una cárcel. La gente ya te acojonaba desde el primer momento. Yo vi a gente ahorcarse antes de llegar al penal. Gente que estaba por violación, por delitos sensibles. Hubo un alemán que se cortó la yugular en la ducha porque decía que no quería ir al penal”.

¿Pensaste alguna vez en suicidarte?

“No. Nunca. Si tenía huevos para suicidarme, tenía huevos para seguir adelante. ¿Qué vas a hacer? ¿Tirar la toalla?” (enciende otro cigarro).

Manuel era el más joven de todos los españoles que estaban en el García Moreno, pero nunca hizo mucha vida con ellos. “Los españoles de allí eran muy maricones (sic). Había gente humillada por la droga. Les tenían lavando la ropa en tanga. Humillados. Yo no me iba a dejar pisar como ellos”. Él aprovechó la situación para desengancharse de la droga, precisamente en el lugar donde más fácil lo tenía para acceder a ella.

“Ver la realidad de eso no es lo mismo que verlo drogado. Yo al principio me drogaba, pero en noviembre de 2013 dije: 'se acabó, dejo esto, no puedo vivir con esta tensión de que cualquier día drogado atraviese a alguien y me busco aquí 25 años'. Me encerré 15 días en una celda, mi hermana me mandó dinero para unos sueros y me quité de todo. Me costó, lloraba, sudaba tenía las de Dios, pero salí”. El único vicio que se permite actualmente es el tabaco, Manuel fuma compulsivamente.

Durante la hora que dura la charla apura varios cigarrillos y un té frío. Admite que es una persona “muy nerviosa” y que su paso por la cárcel ha multiplicado su ansiedad. En un momento de la entrevista deja de hablar para escrutar en profundidad a una persona que camina a unos 20 metros de distancia. Es el camarero. Manuel aún le observa detenidamente unos segundos más. “Entrar en una discoteca ya no puedo, la aglomeración de gente me agobia, mi cabeza desde aquella piensa demasiado rápido. No paro de analizar a la gente para ver cuál me puede hacer daño. Me fijo en todas las muecas que hacen. Analizo a la gente. Mi novia me dice que estoy loco, pero es así (se ríe)”.

Viste unos pantalones vaqueros cortos y una camiseta. Lleva el pelo engominado y el flequillo de punta. Físicamente está aparentemente recuperado. Con 176 centímetros de altura, entró en el penal pesando 93 kilos y a los pocos meses se quedó en 50 kilos. “Me desmayé cuatro veces, no tenía fuerzas en las piernas”.

Por el mero hecho de ingresar en esa cárcel ya había que pagar 200 dólares al caporal, el jefe mafioso dominante. “Te decían: 'si no tienes dinero, tranquilo, que tu embajada viene cada tres meses y cuando venga ya recibiremos nosotros el sobre'. Allí quienes mandan son ellos. Yo les mentí y les dije que no recibía dinero. En ese momento no podía decirles la verdad. Si sabían que yo recibía dinero iban a decir: 'vamos a cogerlo y vamos a llamar a su familia para que nos envíe tanto dinero'”.

¿Eso pasaba?

“Metían a gente en la celda 50 con agua y los cables de corriente y decían: 'llama a tu familia'. A mi familia la llamaron una vez, pero yo no era el que gritaba. Ellos lo hacían así”.

Una de las visitas guiadas en el penal García Moreno.

“Eramos como unos 20 en cada celda, una celda como las que hay en España. Donde aquí caben dos, allí caben 20. Debajo de la cama, en el baño, en el pasillo... Después había que pagar por todo. Si querías dormir en la litera de arriba, 80 dólares. Si querías comprar una celda, 1.000 dólares. Pero no podías ir de muy rico porque se te metían ocho, nueve, diez personas del bando del caporal, te ataban, te daban una paliza y te sacaban la celda. Nos tenían mucha manía a los españoles con el tema de que fuimos a robarles el oro. Yo tuve las mías ¿eh?. Lo peor es cómo acaba la pelea. Yo soy de barrio, aquí cuando te peleabas, te pegabas dos puñetazos y cada uno para su casa. Aquí te peleabas, te pegabas dos puñetazos, diez minutos de pelea y luego a cuchillo”.

¿Peleas mortales?

“Sí”.

¿Tuviste que matar?

“No, matar no. No sé si lo maté, la verdad. Creo que no, me dijeron que no”.

¿Viste muchos cadáveres en prisión?

“Sí hombre. De nosotros vinimos cinco españoles y volvimos cuatro. A uno le tiraron de un tercer piso para abajo. Lo ahorcaron al tipo. Dijeron: ‘oye, chucha de tu madre, esto no es por el dinero, es por la palabra’ y le tiraron para abajo. Era por una mierda de dinero, diez dólares, pero le dijeron que no era por eso, sino para que aprendiera a ser un hombre. Era andaluz, creo, de Sevilla o por ahí era”.

Manuel se juntó con la gente mayor. Hizo buenas migas con uno de los caporales que mandaban en la cárcel, el 'señor Jason'. El mismo que le vendió su primer cuchillo y que a sus 19 años le dio su primer consejo carcelario: “Cuando escuches balas, tírate al suelo”.

“Yo elegí donde dónde dormir. Llegué y analicé la celda, pensé: 'estas celdas están abiertas 24 horas del día, en el momento que entren a darle alguien yo tengo que ser el último al que encuentren'. Y elegí debajo de la cama, pero debajo de la cama había dos plazas así que me quedé con el sitio que estaba más pegado a la pared. Siempre con alguien por delante. Allí por la noche escuchabas tiros de un lado, golpes del otro y las celdas siempre abiertas. No había ninguna disciplina por parte de las autoridades, que en ese penal eran militares”.

“Al propio guardia, si tenías dinero para pagarle, le podías pedir tabaco o alcohol. La botella de whisky eran 50 dólares; la de ron, 40. Al funcionario tenías que darle entre 15 y 20 dólares. Si ya había droga de por medio le tenías que dar entre 20 y 30 dólares. Allí era todo corrupción. Un guía que había que se llamaba Don Carpio me decía: 'nosotros nos ganamos mucho más con la recolecta de los presos que con nuestro sueldo'. Ellos, por ejemplo, te dejaban tener teléfono, pero cada semana te venían a hacer la colecta. Te decían: '¿y lo mío?'.

Manuel adquirió un teléfono móvil por 90 dólares. “Era un móvil de esos primeros Nokia que hubo, me estafaron, obviamente”. (Justo en ese momento suena su teléfono actual, uno más moderno: “Oye loco, estoy en la entrevista, después hablo contigo, venga”).

¿El día que más miedo pasaste?

“El día que mataron al caporal. Empezaron a entrar en todas las celdas, en todas y a mi no me encontraron. Estaba debajo de dos colchones y una mesa. Era la única manera, tirarte al suelo. Al caporal lo mató otra banda más grande de las que había en la cárcel. Le pegaron 16 tiros con una Mini Uzi”.

El principio del fin de esta pesadilla llegó hace ahora dos años de la mano de una reforma del Código Integral Penal (COIP) de Ecuador, concretamente el artículo 220, por el que se derogaba la condena común de ocho años independientemente de la droga incautada. Ecuador establecía la graduación de las penas. En ese momento entró en juego la Fundación de la Abogacía Española, clave en el caso de Manuel y en el de decenas de presos españoles en su misma situación a la hora de tramitar sus expedientes y bregar con la siempre lenta burocracia ecuatoriana. La condena de Manuel, una vez revisada, quedó en tres años y cuatro meses. Tras dos años y tres meses en Ecuador, fue trasladado a España, donde siguió cumpliendo condena hasta este verano. Ha penado casi un año más de lo que marcaba su condena definitiva. No es el único caso.

En las celdas del penal se hacinaban 20 personas.

La Fundación Abogacía Española ha asumido 48 expedientes de presos en Ecuador. Gracias a sus gestiones, ya se han celebrado 31 revisiones de condenas, que se han saldado con 24 libertades y siete reducciones de condena. Actualmente quedan 15 personas pendientes aún de que se les revisen la pena. El Ministerio de Asuntos Exteriores confirma a El ESPAÑOL que en la actualidad quedan 500 presos españoles repartidos por cárceles de América Latina, la mayoría por tráfico de drogas.

¿Qué sentiste cuándo te anunciaron que volvías a España?

“Fue el 25 de junio de 2014. Eran las siete de la tarde. No me lo creía. Me abrieron la puerta. 'Enhorabuena, se va para su país'. Empecé a llorar. No me lo creía. Y aun así ese día dormimos nueve personas en un zulo tirados en un colchón”.

¿Has vuelto a las amistades de antes? ¿Los lugares de antes?

“Nada. Estoy con mi pareja y a casa. Y como mucho hasta las 4 de la mañana porque, a partir de ahí, la gente se desmadra. Me los he encontrado por ahí y les saludo. Y si dicen de ir a tomar un café, voy, pero no les he contado esto. Ellos me preguntan, pero les corto. Eso me lo llevo yo”.

¿Y tu novia?

“Sí, mi novia sabe mucho. No sabe todo, eh. Hay cosas que me las callo. Tiene mucho miedo a mis reacciones muchas veces porque yo, quieras o no, saqué cosas malas de ese sitió. Yo estoy yendo al psicólogo porque tengo un nivel de agresividad muy alto. Me pongo siempre a la defensiva. Tengo que entender que estoy ya en casa y no allí, entre locos”.

Los que le metieron en ese lío siguen en libertad, “uno de ellos en Madrid”. “Los patrones, los que me mandaron, ni lo sé ni quiero saberlo. Es más, ellos me dijeron que les mandase la declaración que había prestado a la Policía y me quisieron facilitar algún dinero, pero yo ya les dije que no quería saber nada más de ellos. Estando allí me llamaban por teléfono. Ellos querían asegurarse de que no había cantado”.

¿Nunca has pensado en delatarles?

“No. Yo quiero que mi familia viva en paz. Cometí un error, ya está. Ahora tengo que aprender. Yo no soy chivato de nadie”.

En las charlas en los colegios, ¿qué les vas a contar a los chavales?

“Empezaré por decirles que si ellos piensan que hacer un viaje es fácil...”

¿Ni aunque salga bien?

“Nunca sale bien. Siempre sueles ir de gancho y más con 19 años. Mi familia se ha gastado mucho más dinero del que me prometieron por el viaje”.

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