Puigdemont huyó a Bélgica seguro de encontrar aliados. El líder de los nacionalistas flamencos, Bart de Wever, celebró así su llegada: "Carles es un amigo y siempre será bienvenido". El separatismo neerlandés, reunido en la N-VA, engrosa el Gobierno de Bruselas, encabezado por el liberal conservador Charles Michel. Tanto el expresidente de la Generalitat como los independentistas belgas hacen gala de una voluminosa amistad, sostenida por el rédito político que les granjea: un lugar de fuga al primero y un arma para desestabilizar al Ejecutivo a los segundos.
Hace treinta años, un mandatario independentista se hubiera topado con la soledad política en Bruselas. Por gracia o culpa de Jordi Pujol. En 1995, el líder del Ejecutivo catalán aprovechó un mitin en Amberes, plaza fuerte de los flamencos, para cobrarse una venganza que soliviantó a los separatistas de Flandes.
Los nacionalismos de distinto origen unen sus manos cuando su nivel de confrontación con el Estado coincide. En 2017, los flamencos no ven con malos ojos la huida hacia delante del Govern, pero a mediados de los noventa les pareció demasiado el catalanismo de Pujol. Por eso chocaron.
La venganza de Jordi Pujol
1995. Jordi Pujol preside la Asamblea de las Regiones de Europa (ARC). En una de sus cumbres, el regionalismo holandés le exige moderación porque no todos los nacionalismos europeos pueden permitirse seguir la estela de Cataluña, a la que apoyan País Vasco y Escocia. Pujol se rebota. Para más inri, los flamencos se ponen del lado de los holandeses y también le piden mesura.
Ofendido, el líder de CiU se desquita con una anécdota. La hija de unos amigos suyos contrajo matrimonio cerca de Bruselas. Tanto la familia del novio como la de la novia eran francófonos, pero la boda tuvo lugar en una casa de campo que los padres de ella tenían en la región de Flandes. El cura de la localidad pronunció la homilía en flamenco. Nadie le entendió. "Esto no pasa en Cataluña", les recrimina Pujol. Implícitamente, les tacha de intolerantes tras pedirles más nacionalismo.
"Pujol no estaba dispuesto a recibir lecciones de mesura"
"Pujol no estaba dispuesto a recibir lecciones de mesura de un flamenco", recuerda Ramón Pedrós, entonces jefe del gabinete de prensa de la presidencia de la Generalitat y presente durante aquellos viajes. "Lo que luego siguió es difícil de olvidar. Los recuerdos que uno también escribe y, por tanto, recrea suelen resistir mejor el paso del tiempo", cuenta este periodista a EL ESPAÑOL. La trifulca de Pujol con los nacionalistas de Flandes fue descrita por Pedrós en su libro La volta al món amb Jordi Pujol.
19 de octubre de 1995. Pujol preside en Bélgica el plenario de la ARC. En su agenda, un mitin en una plaza de Amberes. "Hablaban el presidente flamenco, el alcalde de la ciudad y el propio Pujol", relata Pedrós.
"El político catalán sube al escenario, corrige la altura del micrófono, aclara su garganta y empieza su discurso, todo en francés" -la lengua que enerva al separatismo flamenco-.
"A mí me pitaban los oídos, pero pensaba que no tardaría en cambiar de idioma tras aquel impertinente golpe de efecto", recuerda Pedrós. Pero no. Pujol sigue en francés hasta el final. Primero, se escuchan algunos silbidos. Son cada vez más. Aumenta el murmullo.
"¡Hacía más de 150 años que no se hablaba francés en esta plaza!"
Cuando pone el punto y final, sólo aplauden algunos miembros de la comitiva y los pocos turistas despistados que pasean por allí. Pujol baja del escenario, se acerca al pequeño grupo de periodistas catalanes que cubre el evento y dice: "¿Qué os ha parecido? ¡Hacía más de ciento cincuenta años que no se hablaba francés en esta plaza!". Se había cobrado su venganza.
Esa misma noche, recuerda Pedrós, Pujol buscó las paces con los nacionalistas flamencos en una cena que sirvió el Gobierno de Flandes: "Pronunció un discurso ante trescientas personas, más o menos. Fue sobre el hecho diferencial catalán. Habló francés, alemán, inglés, italiano, castellano y catalán".
A tenor de lo recogido por La Vanguardia, Pujol presionó desde allí al Gobierno de Felipe González, que se veía ahogado por la comisión de los GAL recién aprobada por el Senado. "Nuestra lengua no es el castellano, sino el catalán", espetó el expresident. "Para ser catalán hay que hacer más esfuerzo que los demás y eso es garantía de que seguiremos adelante".