Sergio nunca ha podido olvidar la cara de aquella chica a la que extrajo de entre los amasijos del vagón. Tenía aproximadamente su edad. Cargó con ella mientras se le moría entre sus brazos.
Dieciocho años después, aún recuerda con desasosiego que la joven apenas lograba abrir los ojos, por la cantidad de esquirlas incrustadas en su rostro. "Por qué me pasa esto, yo sólo estaba yendo a la universidad", le dijo. Se estaba desangrando.
Aquel 11 de marzo de 2004, Sergio tenía 25 años y realizaba sus prácticas en la Policía Nacional. Había pasado los cuatro años y medio anteriores en el Ejército de Tierra, en la Sección de Reconocimiento de Infantería Ligera, y prácticamente acababa de entrar en el cuerpo. Hizo las pruebas de acceso con la ilusión de trabajar en un coche patrulla (los llamados zeta) o en las Unidades de Intervención Policial (UIP).
La mañana de ese jueves, tras recibir el aviso por radio, fue el primer policía en llegar a la Estación de Atocha nada más estallaron las bombas. Hoy accede a contar por primera vez su historia a EL ESPAÑOL, narrando lo que vio, cuando la gente huía despavorida y cientos de teléfonos sonaban sin respuesta tras los atentados yihadistas.
La entrevista tiene lugar en el despacho de su jefe, en la Brigada Provincial de Información de Madrid. El agente cuenta cómo esa mañana, cuando tan solo era un joven iniciado en las unidades de seguridad ciudadana, le tocaba dar relevo en el turno de mañana a los compañeros desplegados durante la noche.
"Mi compañero, Alfonso, me estaba enseñando cómo funcionaba cada aparato, cómo se encendían las luces de emergencia". Sergio y su compañero pertenecían a la Comisaría de Centro, la más grande de España.
Los primeros compases de la mañana transcurrían de manera apacible. Conducían el Z-14. De repente, al filo de las ocho menos cuarto, la emisora solicita un indicativo desde la comisaría de Arganzuela. Exigían a alguien que estuviera disponible para dirigirse a la Estación de Atocha: "Al parecer podría haber hecho explosión un condensador".
Huida entre el caos
Contestaron al instante que estaban libres. No tenían ni idea de lo que les esperaba, pero se dirigían hacia la zona cero. Inquieto y expectante, Sergio tenía los nervios a flor de piel. Era su primer servicio del día.
Aparcaron el vehículo en doble fila, justo en la ubicación actual del Monumento de las Víctimas del 11-M. Cosas del destino. "Ya nos dimos cuenta al llegar de que la escena ante la que estábamos era muy extraña. Muchísima gente despavorida salía corriendo y gritando del interior de la estación".
En ese momento son los únicos efectivos policiales y sanitarios. Los primeros en presenciar la magnitud de la catástrofe. Sergio y su compañero echan a correr hacia el interior de la estación. Llegan a la planta baja, la situada sobre las escaleras de acceso a los andenes. Desde allí observan cómo todo se encuentra oscuro, lleno de humo. Multitud de personas ensangrentadas tratan de huir hacia el exterior. Más allá de la humareda, donde los vagones, advierten una multitud de gente tirada en el suelo. Todos yacen inmóviles.
Sergio coge su emisora de radio y realiza, tartamudeando, la llamada de auxilio: "H-50: aquí Z-14. Mande todo el apoyo que se pueda a la estación de Atocha. Puede que haya muchas personas fallecidas. No sabemos si es por la explosión de un condensador. Pero manden a todo el mundo".
El compañero que le contesta en la sala del 091 le responde extrañado:
-Compañero, qué dices. Tranquilo. ¿Qué ha pasado?
De inmediato, numerosos agentes responden a la llamada de auxilio por la emisora. Todos se dirigen hacia allá.
La voz de la chica
"Cuando llegamos a los andenes nos encontramos con un vagón abierto por la mitad. Había mucha gente muerta en los andenes", rememora Sergio.
Recuerda la pared de enfrente, la que está pegada a las vías, llena de sangre. También el sonido de infinidad de teléfonos móviles sonando con diferentes melodías, esparcidos por doquier. "Y el olor a chamuscado. Ese olor a quemado uno no olvida nunca".
De manera instintiva, lo primero que decide es entrar en un vagón. Dentro cuesta respirar. "En medio de esta barbarie es cuando escucho una voz pidiéndome ayuda". Era un hombre que, como estaba sentado en uno de los asientos, las personas que viajaban de pie le habían servido de parapeto. Retira cuerpos desmembrados con el fin de rescatarle. "Una situación horrible. Era gente inocente, que iba a trabajar, a estudiar", comenta.
Él y su compañero agarran al herido por las axilas. Cuando lo levantan se percatan de que la explosión le ha volado las piernas. Lo llevan al andén, pero ni siquiera pueden preguntarle nada. El hombre fallece de inmediato a causa de la hemorragia.
En ese momento ya hay muchos agentes como ellos tratando de rescatar a los heridos. Sergio se gira y observa a una de sus compañeras perder el conocimiento ante la dantesca situación. "Era el infierno".
Entre el caos, Sergio percibe con claridad una voz que le guía: la de una mujer, de una chica joven, que por la onda expansiva se encuentra medio desnuda. La explosión le ha arrancado la ropa, y por encima de una de sus rodillas no cesa de brotar sangre. El agente novato se acerca, trata de tranquilizarla, se quita la corbata del uniforme -"en esos tiempos llevábamos corbata con la camisa"-, y se la aprieta como puede para frenar la hemorragia.
En ese momento de la entrevista, Sergio tiene que parar su narración. Tiene un nudo en la garganta. Debido a su trabajo en las Brigadas de Información, primero contra el terrorismo de ETA y después en la lucha contra el yihadismo, ha visto de todo. Nunca nada como lo que pasó en Atocha la mañana del 11 de marzo de 2004.
La chica le pregunta si aún tiene la pierna, que no puede moverla y no la siente. "Yo le mentía, y le decía que no se preocupara -lamenta-, que estaba bien, que estaba todo bien. Uno de los peores momentos de todo, fue cuando escuché la voz ronca y fuerte de un compañero que venía gritando".
Se ha encontrado otra mochila con una bomba en su interior. Todos tienen que huir de allí. La chica, tumbada en el suelo, lo escucha y le aprieta a Sergio la mano aún más fuerte: "Prométeme que no me vas a dejar aquí", le suplica.
"Le prometí que la sacaría de allí". Uno de los policías llega corriendo y empuja a Sergio exortándole a que salga. Él suelta la mano de la chica y sale como los demás, sabiendo, eso sí, que mucha gente se está quedando atrás. "Fue el peor momento de mi vida. El peor momento de mi puta vida. Yo le decía que todo iba a salir bien, que estuviera tranquila, que no tenía la culpa de nada".
"Nadie sabe lo que me ha pesado siempre ese momento. La abandoné y ella se quedó sola", lamenta, entre lágrimas.
Minutos después, tras la entrada de los Tedax y la desactivación de ese último explosivo hallado en la estación, les informan que se puede volver a acceder a los andenes. Sergio corre en busca de la joven. La encuentra y la agarra de nuevo de la mano. Sigue viva, su pierna continúa sangrando. "Yo le prometía que no la iba a dejar, que la sacaría de allí. Ella solo sonreía, por decir algo, pero ya no hablaba, no decía nada. Sentía que su vida se desvanecía".
La cogió en brazos y la llevó hasta las escaleras, donde estaban los sanitarios. La dejó sobre una camilla, y sus destinos ya se separaron. Sergio regresó al andén para rescatar más heridos. Todavía recuerda el momento en que observó el cuerpo de un hombre de mediana edad, cree que a la altura del andén número 6, muy lejos de donde estaban el resto de fallecidos.
Aquel hombre estaba allí solo. "Salté a las vías corriendo. Su cuerpo está intacto, pero pronto me fijo en que tiene la cabeza destrozada por un cascote o algún objeto que le golpeó de lleno". Escucha cómo varios compañeros le gritan que van a ayudarle. Sergio hace signos con las manos de que está muerto.
Un día sin fin
Horas después no quedan supervivientes en la estación, al menos a simple vista. Su ansiedad era evidente, y un mando le invita a que salga a tomar el aire.
Ya fuera se apoya en uno de los vehículos policiales para encenderse un cigarrillo. El caos es igual o peor que en el interior. "Entonces fumaba, así que me encendí un pitillo, y me vine abajo. Empecé a llorar como un niño".
Una compañera, la que horas antes se había desmayado en el interior de la estación, corrió hacia él para abrazarle. Un inspector se acercó y se abrazó a ambos.
Lo peor fueron las horas siguientes. Había mucho que hacer, y Sergio continuó trabajando con su patrulla en un día sin fin. Poco después del mediodía le enviaron a vigilar a un detenido, un delincuente arrestado por tráfico de drogas que se encontraba en esos momentos en el Hospital Gregorio Marañón, precisamente al que se trasladaron más heridos aquella mañana.
Hundido, con el uniforme ensangrentado, lleno de polvo, fue hasta allí a cumplir su labor. "En la televisión del hospital aparecían las imágenes de lo que acababa de ocurrir. Ahí, hasta el detenido nos preguntó: '¿Venís de ahí?'. Le respondimos que sí. Hasta él se emocionó, nos dio un abrazo y nos dio las gracias".
"Quise dejar la Policía", lamenta Sergio. Posteriormente, decidió que su vocación sería luchar contra el terrorismo, poner su granito de arena en tratar de combatir esa lacra. Y así ha sido. Sergio entraría después en las Unidades de Información. Pidió el traslado al País Vasco para luchar contra ETA. Posteriormente, contra el terrorismo yihadista, donde aún continúa ejerciendo su servicio.
Pasado el tiempo, trató de localizar a la chica que había sacado en brazos de aquel vagón. "Quería saber qué fue de ella". Contactó incluso con la Asociación 11-M de Afectados del Terrorismo. "Hicieron lo indecible por ayudarme. Me reconocieron que la chica, con total seguridad falleció, y sería una de las 193 personas que perdieron la vida".
A Sergio le hubiera gustado hablar con su familia, darles el pésame, decirles que fue "toda una heroína" y que siempre la tendrá presente. Todos los 11 de marzo regresa a ese instante, revive su imagen, piensa en ella y en todas las personas que perecieron ese día: "Nunca olvidaré ni perdonaré a los terroristas".
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