Los nombres de Miguel Ángel Blanco o José Antonio Ortega Lara, víctimas de ETA, están muy presentes en la memoria colectiva contemporánea, pero ¿quién es capaz de identificar con igual celeridad a Víctor Legorburu, Juan María de Araluce, Augusto Unceta-Barrenechea, Luis Candendo Pérez o Modesto Carriegas? El alcalde de Galdácano y los presidentes de las diputaciones de Guipúzcoa y Vizcaya fueron asesinados por la banda en 1976 y 1977; mientras que la primera víctima mortal de UCD se produjo a finales del año siguiente y en 1979 dos etarras acabaron con la vida del militante de Alianza Popular. Sus asesinatos y los de otros correligionarios marcaron los intentos de ETA por liquidar a la derecha sociológica vasca.
Las diferentes ramas de la organización terrorista llevaron a cabo durante las postrimerías del franquismo y la Transición española una persecución selectiva contra cargos institucionales y candidatos de la derecha no nacionalista en el País Vasco. En aquellos años de plomo asesinó, secuestró, hirió y amenazó con el fin de exterminar a ese espectro ideológico del espacio público que por lógica y tradición le correspondía ocupar. Militantes carlistas, de Alianza Popular y de UCD fueron colocados en su punto de mira y el terror de ETA impuso dimisiones y huidas del País Vasco y una desigualdad manifiesta en las urnas ya desde las primeros comicios, en los que se intentó cortar el paso a quienes, procedentes del franquismo, iniciaban su reconversión a la democracia desde opciones vasco-españolas.
Coincidiendo con la disolución de la organización armada llega a las librerías La persecución de ETA a la derecha vasca (Editorial Almuzara y Fundación Popular de Estudios Vascos, vinculada al PP) del periodista Gorka Angulo (Bilbao, 1968), actual director de Comunicación del Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo que se construye en Vitoria. Su obra se presenta como “el primer libro que cuenta cómo arrancó la limpieza ideológica de la banda terrorista en el País Vasco”. Y no sólo relata los crímenes perpetrados entre 1975 y 1981, sino también sus consecuencias políticas: el “retroceso constante” en las urnas del centroderecha vasco-español y su repercusión a lo largo de toda la década siguiente, de los ochenta, que el autor considera “perdida” para los partidos estigmatizados por ETA.
“El objetivo de esta obra es reivindicar a un sector de la población vasca que fue señalado, perseguido, asesinado e intimidado para borrarles del mapa y de las urnas”, explica Gorka Angulo a EL ESPAÑOL.
Dimisiones en masa y éxodo
ETA emprendió dos campañas, “anti-alcaldes” y “anti-chivatos”, para desarrollar su particular “cruzada ideológica” y “depurar” el censo electoral. El asesinato del primer edil de Galdácano Víctor Legorburu en 1976 produjo “dimisiones en masa” en los ayuntamientos y los de los presidentes de las Diputaciones de Gipúzcoa y Vizcaya”, en 1976 y 1977, “marcaron el inicio de un éxodo continuo de familias vascas”. Además, los atentados contra supuestos colaboradores o confidentes policiales, provocados en gran medida por motivos ideológicos, sembraron el miedo y convirtieron la afiliación a partidos como AP o UCD en “militancia de riesgo”.
Angulo alterna el pasado con el presente, el contexto político con el perfil humano de la víctima, las consecuencias familiares con las repercusiones sociológicas del crimen y la descripción de los atentados con la opinión del analista que establece comparaciones y desnuda los hechos desde su propia “línea editorial” periodística.
Asegura que, en su campaña anti-alcaldes, ETA persiguió sólo a los franquistas que abrazaron opciones de derecha española, mientras exculpó a quienes se inclinaron hacia el nacionalismo vasco y se refugiaron en el llamado Grupo de Vergara. Comprueba que hasta en algunos cementerios, como el de Galdácano, se silencia a las víctimas y se exalta a los verdugos. Repasa el pasado franquista de los padres del expresidente del PNV Xabier Arzalluz y del exdirigente de la izquierda abertzale José Luis Elkoro y alude a la doble vara de medir de los juicios populares promovidos por los etarras y sus afines.
ETA-m consideraba al juancarlismo heredero del franquismo y el 25 de noviembre de 1975 anunció en un comunicado su particular estrategia de lucha: la puesta en marcha de una campaña, que duraría hasta 1979, por la que todo primer edil que no dimitiera en dos meses corría el riesgo de ser ejecutado. Vencida la fecha, el cádaver de Legorburu bajo una manta dio cuenta de que la organización terrorista cumplía su palabra, y señaló el perfil ideológico que matizaba una amenaza en principio colectiva. Para ETA había “alcaldes buenos y malos”, y esta última categoría se ceñía a quienes denostaba por “antivascos” porque no se identificaban con el nacionalismo y no pedían la oficialidad del euskera o la legalización de la ikurriña.
El 'crimen' de no apoyar la ikurriña
La desbandada que originó aquel asesinato privó a AP y UCD de “candidatos experimentados” para concurrir a las primeras citas electorales de la democracia. Los atentados se sucedieron y ETA amplió su radio de acción a las diputaciones vascas, a sus presidentes y a los diputados provinciales que eran a su vez alcaldes.
Angulo define a Juan María de Araluce Villar como un carlista comprometido con la recuperación del Concierto Económico que podía haber terminado en las filas de Alianza Popular si ETA no hubiera acabado con su vida frente al domicilio familiar en San Sebastián, perpetrando un crimen que dejó además otros cuatro muertos y una decena de heridos. Su muerte aconteció en pleno debate sobre la restauración de los fueros entre los partidarios de un modelo de relación concertado entre la provincia foral y España, que luego asumiría la derecha vasco-española, y los defensores de una Euskadi nación con instituciones comunes como el Gobierno y el Parlamento Vasco.
El 9 de octubre de 1977 Augusto Unceta-Barrenechea y sus dos escoltas, los guardias civiles Ángel Rivera y Antonio Hernández, fueron asesinados por un comando de ETA. Al presidente de la Diputación de Vizcaya, a diferencia de lo ocurrido un año antes con su cargo homólogo en Guipúzcoa, sí se le veló en el salón de trono del palacio foral. De él dice el autor que procedía de lo que se conocía como estasiñotarrak (monárquicos conservadores aperturistas), formaba parte de la alta burguesía local, era un “franquista heterodoxo”, reivindicaba el régimen foral y uno de sus crímenes , aparte de no pagar el impuesto revolucionario y recalificar los terrenos destinados a la central de Lemoniz, fue convertirse en el cargo institucional más relevante del País Vasco que se opuso a la legalización de la ikurriña. El polémico decreto de Martín Villa autorizando la exhibición de la bandera vasca, considerada una traición por las elites del tardofranquismo, cuenta con un pormenorizado capítulo en el libro.
Toda la historia de ETA refleja “su obsesión” por los chivatos, a quienes en 1975 define como “otro cuerpo al servicio de la represión “. Aquel año la banda armada inició una campaña de listas negras que se extendió hasta 1985 y originó en esa década casi un centenar de atentados sobre personas enraizadas en diferentes ámbitos profesionales.
Odios y eliminación de competidores
Ésa es la cifra cuantificada, aunque quienes se aproximan a la presión ejercida por los terroristas sostienen la existencia de un número de afectados más amplio y desconocido. Para asesinar o atentar contra taxistas, funcionarios, hosteleros, funcionarios, industriales… la rumorología de una supuesta colaboración con la Policía era motivo suficiente. Detrás se escondían como auténticas razones odios guerracivilistas, rivalidades personales, eliminación de competidores profesionales, y sobre todo y en un buen número de casos la pertenencia a la derecha descalificada por españolista.
La primera de estas víctimas se llamaba Carlos Arguimberri, exalcalde pedáneo de Deva, “euskaldún y católico que compatibilizaba vasquismo y españolismo”. Para Angulo su atentado es lo suficientemente ilustrativo de cómo las campañas anti-alcalde y anti-chivatos de ETA se entrecruzaron con el único objetivo de borrar del mapa a una determinada derecha. “A los tradicionalistas y a gente que militaba en AP y UCD se les acusaba de franquistas, daba igual que defendieran el Concierto, fueran foralistas o hablasen euskera, y se les negaba la condición de vascos, por muy autóctonos que fueran sus apellidos; mientras que los orígenes políticos y la procedencia de los nacionalistas no se tenían en cuenta ”, explica el periodista.
Según sus tesis, la intensidad de la amenaza de ETA permitió que el nacionalismo se adueñase del espacio inherente a esa derecha perseguida, sobre todo en las zonas rurales. El miedo contribuyó a generar una opinión nacionalista predominante que minimizó o borró al resto de opciones políticas y acabó por favorecer al PNV, a quien votaba un segmento del electorado no nacionalista, bien para evitar el triunfo del nacionalismo radical, bien por el temor de ser vinculado a las opciones en el punto de mira de ETA. “En muchos pueblos, especialmente guipuzcoanos, esa derecha fue condenada al silencio más absoluto y mudó hacia el nacionalismo o al exilio interior”, denuncia Angulo.
Su libro recoge las extremas dificultades de Alianza Popular y de UCD para implantarse en el País Vasco. En 1977 la formación de Manuel Fraga consiguió un único diputado por Vizcaya, Pedro de Mendizábal, que tuvo que abandonar precipitadamente su tierra en julio de ese mismo año. Las amenazas comenzaron el mismo día de las elecciones generales y en poco más de 18 meses se dieron de baja dos tercios de los afiliados. El asesinato del empresario Javier de Ybarra contribuyó a la diáspora de la derecha vasca-españolista.
"El PNV no hizo nada"
Pero el peor año para AP fue 1979. La organización llegó a plantearse incluso su continuidad mermada por sus malos resultados electorales, los asesinatos de Modesto Carriegas y Luis Uriarte, el rechazo al Estatuto de Autonomía impuesto desde el Gobierno central, la fuga continua de militantes y la salida definitiva del País Vasco de algunos de sus dirigentes. Entre los que se quedaron emerge la figura de Antonio Merino como pieza clave para que el partido de Fraga no acabara disolviéndose. Gracias también a Merino las viudas de los asesinados Vicente Zorita y Alberto López-Jaureguízar encontraron trabajo y ayuda en Alicante cuando ninguna institución sostenía a las víctimas del terrorismo.
Las dos ramas de ETA y los Comandos Autónomos Anticapitalistas atentaron contra UCD y contribuyeron decisivamente a la debilidad y el fracaso del proyecto político de Adolfo Suárez en el País Vasco, que en 1980 estuvo a punto de firmar su disolución. Sólo Álava, de la mano de Chus Viana, escapó a la situación de clandestinidad o semi-clandestinidad en la que vivieron sus miembros. En muchas localidades los votantes que apoyaron al partido centrista en las elecciones generales de 1977 y 1979 se quedaron huérfanos de candidaturas en los primeros comicios municipales ante “la indiferencia” del nacionalismo democrático que se nutría de esos votantes. “Al PNV le interesaban los votos, no los partidos, y no hizo nada por la ausencia de otras siglas; nunca tuvo un gesto por la gente de AP y UCD que no podía presentarse a los comicios”, señala el periodista Gorka Angulo.
Para el autor de la nueva obra sobre ETA, las elecciones municipales de 1979 fueron determinantes para el futuro, “ya que anularon para siempre” las opciones de las formaciones no nacionalistas de derecha o centro-derecha de disponer de una organización mínima en muchos municipios de Vizcaya y Guipúzcoa, donde votantes de tradición carlista hubieran garantizado la presencia de las siglas de UCD, AP o posteriormente el PP en sus consistorios. Basta reseñar como ejemplo que a pesar de los más de 50.000 votos conseguidos un mes antes en los comicios al Congreso, los centristas no pudieron componer ni siquiera una lista en territorio guipuzcoano en aquella convocatoria. El terror lo impidió.
En el apartado dedicado a UCD, las páginas del libro contienen un rosario de víctimas mortales y atentados fallidos. Por ellas discurren nombres de asesinados como José Ignacio Ustaran -su cadáver apareció en un coche junto a la puerta de la sede centrista en Vitoria-, o Juan de Dios Doval, al que no le sirvió para evitar la muerte las contraseñas ensayadas en familia para franquear la puerta del domicilio. Más desconocido es el caso de Luis Candendo, el primer militante de UCD al que ETA segó la vida, o el paradigma del acoso etarra representado en toda su crudeza en la candidatura electoral al Congreso por Guipúzcoa de 1980, encabezada por Jaime Mayor Oreja. Sus siete primeros candidatos se convirtieron en objetivo de la banda; Doval fue asesinado y trataron de matar sin éxito al cabeza de lista; el tercero, Gonzalo Urbistondo, se vio envuelto en un confuso atentado en su domicilio; y el resto se vio obligado a autoexiliarse por amenazas.
El Gobierno apostó por el PNV
Eran tiempos de miedo, de afiliación a escondidas, de campañas sin mítines ni actos públicos, resumidos en la dramática frase pronunciada por Mayor Oreja, entonces secretario de la UCD vasca, tras el asesinato del exconcejal de Azcoitia Ramón Baglieto: “Nos matan como a conejos”.
Tiempos en los que, según recuerda Gorka Angulo, los perseguidos vivieron en absoluta soledad, abandonados tanto por el nacionalismo institucional como por las ejecutivas nacionales de AP y UCD, que o imponían sus criterios desde Madrid o preferían negociar directamente con el PNV, sin considerarlos siquiera sus intermediarios. “Desde el Gobierno de España se apostó por el PNV como solución a los problemas del País Vasco, lo que menoscabó a una UCD vasca tachada de sucursalista”, expone el periodista a EL ESPAÑOL.
Tiempos de destacadas ausencias en funerales, de aislamiento social de los perseguidos; tiempos en los que los traspasos competenciales consumían las energías del primer partido nacionalista y de su lehendakari Carlos Garaikoetxea; tiempos en los que se fortaleció al nacionalismo a costa de debilitar a los constitucionalistas de centro derecha; tiempos que determinaron la evolución posterior de esta última a lo largo de toda una década “perdida”.
“No fue solo ETA. A lo largo de los ochenta, los partidos que pugnan por el espacio que deja la extinción de UCD y la derecha vasco-española representada por Alianza Popular,cometen errores de discurso, organización y comunicación; pero el señalamiento y la persecución a la que son sometidos merman sus opciones durante toda una década. En 1983 Coalición Popular sólo es capaz de armar tres listas municipales en toda Guipúzcoa y, cuatro años después, en 1987, Alianza Popular está totalmente desaparecida en el País Vasco”, apunta el periodista, para quien la conclusión es evidente: “AP era foralista y UCD autonomista, y ambos partidos le disputaban la legitimidad de lo vasco al nacionalismo. El futuro se hubiera escrito de otra forma si ETA no hubiera lastrado de forma decisiva su implantación e impedido que se organizaran localmente y obtuvieran representación municipal. Este libro es para reivindicar la memoria de lo que ocurrió y se ha olvidado casi por completo”.