La actitud de Pablo Iglesias al valorar los resultados de la jornada electoral puede resumirse con una de esas minibiografías de los concursantes de First Dates: “Contento, pero no mucho”. En el Teatro Goya se reunió la cúpula del partido, con gestos de felicidad razonable, con mesura y sonrisas tibias: no había vítores, no había puños alzados ni proclamas incendiarias. Era la muerte del ego. Moderaron su fotogenia y su flow para adherirse al sentir más común: el alivio patrio por el pinchazo de la extrema derecha. Ahora existen posibilidades razonables de gestión. De diálogo. De apertura. Se habló de que quedaba “mucho trabajo” y que iban a ejecutarlo con “mucha discreción”. No está la cosa como para echar las campanas al vuelo, pero al menos se había esquivado la catástrofe.
En las primeras reacciones se hizo gala de esa nueva moderación en la que hoy cree el líder de Podemos. La militancia tampoco andaba hooligan, a pesar de las buenas noticias que traían las urnas. La sala estaba llena especialmente por periodistas, alrededor de 300 profesionales acreditados. Una escueta militancia se reunió, de forma simbólica, en la plaza del Reina Sofía, donde el partido acostumbra a convocar algunos de sus mítines.
Cuando vieron al líder gritaron “sí se puede”, cuando se mencionaba a Pedro Sánchez, apostillaban un “con Rivera no”. Quizá el sector más enardecido fue el de los taxistas: varias decenas de coches rodeaban la zona tocando un claxon festivo, ataviados con globos y lazos morados.
Irene Montero esperaba las palabras de Iglesias con las manos cruzadas sobre el vientre. Al fondo, el corazón a capas que ejerce de logo del partido. Echenique cerraba la fila del equipo, del que sólo hablaron el líder y Alberto Garzón. Este último agradeció el trabajo de los “voluntarios y voluntarias” que habían defendido en los colegios electorales la candidatura de Unidas Podemos y aplaudió la participación histórica de los españoles en las urnas. “Gracias a nuestros millones de votantes. No vamos a defraudar esos votos”, decía Garzón, mientras Iglesias, libreta en mano, asentía con la cabeza y con la boca.
Su alegría primera, contaban, era que no hubiese calado en el país “la radicalización y el mensaje de odio de la derecha”; su pavor, la “tentación naranja” de Sánchez; y su dolor silencioso, el millón y medio de votos perdido. No obstante, hubo lugar para la autocrítica: se refirió Iglesias a la mala imagen que habían dado al exponer tanto sus rencillas internas y reconoció que no habían estado a la altura. “Tomamos nota y esperamos que en el futuro no vuelva a ocurrir”. Guiñó a la “España plurinacional” y, con serenidad, pidió paciencia y discreción para los días de negociaciones que vienen. No se dio ningún exceso, ningún ademán de verbena. Los años de conquistar los cielos ya acabaron. La presidencia ya no es el reto, sino el “sumar”. No había decepción porque no había expectativas: después de las horas de tensión, queda la paz.