Hay un perro meando en la esquina. Las gotas contra la pared hacen ruido. En las ciudades amuralladas suenan notas que, cualquier día de libertad, quedan engullidas por la partitura urbana. La fuente de la Puerta del Sol habla como un río.
El hombre que fuma en la ventana escucha el susurro de la escoba del barrendero contra el suelo. Coches de policía dan vueltas y una prostituta recorre la calle Montera. Un par de estancos abiertos. Habrá vicios el día del apocalipsis.
Los hijos de la Democracia sólo podemos salir a la calle para ir al médico, hacer la compra o buscar una farmacia. Desde China, tras dos semanas de chistes, nos llega una sensación que sólo conocíamos a través de novelas, películas y canciones. Y no sabe igual. Este Madrid desierto es un aldabonazo en la conciencia.
La desesperación en el supermercado, la pelea por una barra de pan, el ejército de mascarillas, la escasez de Paracetamol, las colas en el centro de salud, el temor a rozarse con el que viene de frente... Miedos inéditos, recién hallados, que encuentran su mejor reflejo en estas plazas vacías, donde todo paseante es un sospechoso.
Un hombre y una mujer se cruzan a orillas de un contenedor. Ella tira sus bolsas. Luego lo hace él. No coinciden, se miden. Procuran el desempate y se marchan. Un taxista coge velocidad con las ventanas abiertas porque quiere "desinfectar el vehículo". Acaba de llevar a una contagiada al hospital.
Madrid es la ciudad y los perros de la que hablaba Vargas Llosa. Un ocio permitido porque es, al mismo tiempo, necesidad. El único escape que queda. Los dueños de las mascotas se cambian de acera. Vuelan drones que ordenan el confinamiento. Los autobuses transitan vacíos y las bocas del Metro parecen haberse tragado a toda esa gente que solían escupir.
El barrio de Malasaña se ha vaciado. A través de estos balcones tan prietos, tan juntos, se asoman unos cuantos vecinos en ropa interior y camiseta de tirantes. A pesar del sol y los veinte grados, todos tienen algo de vigía en mitad de la noche. Escudriñan al que pasa por debajo, bucean en los motivos que permiten ese viaje al exterior: ¿es enfermero? ¿Médico? ¿Trabaja en Mercadona? ¿Quizá en la tele?
El silencio inspira tragedia, pero Madrid siempre tiene algo de verbena en la tristeza. "¿Estás bien? ¡Mañana te subo un plato de lentejas!", gritan de una ventana a otra. En este país mediterráneo, de repente, importan más las lentejas que la cerveza. Los bares están prohibidos y hasta que no echaron la persiana pensamos que el virus no iba en serio.
"Es que esto no pasaba ni en la guerra", dice un señor mayor. Porque en aquella guerra de los mil demonios, cuando se podía ir en Metro a la trinchera, la oscuridad se llenaba de cine y cabarés.
Terrazas clausuradas, sillas apiladas, sombrillas plegadas... Aquí, hasta hace dos días, nos sentábamos los que creímos que el "estado de alarma" sólo era una pregunta en el examen de Historia; brindábamos los que hicimos de la "pandemia" una palabra que, en realidad, jamás significaba eso.
El hombre que camina de frente mira hacia abajo. Lleva en la mano algo rojo y alargado. Puede ser un puro habano, pero también un termómetro. ¿Y aquellos dos ancianos? Ella, de ojos azules y rizos blancos; él, con un sombrero de vaquero, estilo John Wayne. Hacen turismo, como si se hubieran perdido, y leen con calma las placas de los edificios. En una de ellas, los versos de León Felipe: "España... sobre tu vida, el sueño. Sobre tu Historia, el mito. Sobre el mito, el silencio".
Madrid, de pronto, es la vida suspendida. Viajeros varados en los hoteles, estudiantes que se quedan sin oposición, equipos de fútbol sin Liga, el Congreso sin diputados, librerías sin libreros, novios sin novias... Y esa prostituta de Montera, que pide a gritos una canción de Sabina, porque a nadie encuentra. Madrid es "sin". A secas.
Miren, ahí va la calle Fuencarral. Vacía de humanos, inundada de maniquís. ¿Y ese de ahí? Sí, el de la mascarilla. Otro privilegiado que ha vivido la era del coronavirus, quizá la única vez que vea en directo la libertad... como un tesoro que jamás estuvo a salvo.
*** Reportaje gráfico de Esteban Palazuelos.