Muy pocas veces sabemos con certeza que lo que estamos viviendo se hará recuerdo inolvidable. Esos instantes suelen llevar prendida otra sensación: jamás imaginamos que algo así pudiera suceder. Estoy solo en el parque de El Retiro.
Bueno, en realidad, soy el único paseante. Porque hay un guarda de seguridad en la caseta de la entrada y un par de agentes de la policía municipal. Mentiría si escribiera que el silencio ha inundado la hierba, pero sí puedo decir que el bosque arroja sonidos en exclusiva. Todas esas levedades que antes engullía el ruido de la ciudad.
Tres gorriones se bañan en un charco. Y suena. Un pato se zambulle en el estanque del Palacio de Cristal. Y suena. Un búho -o algo que se le parece- se anuncia en el Paseo de los Coches. Y también suena.
En este paseo por El Retiro, amenazan dos grandes riesgos: tropezar con el asfalto por culpa del ensimismamiento y emborracharse de lirismo hasta caer desplomado.
Frente a los columpios vacíos, uno descubre que la crueldad de los niños es silenciar a la naturaleza. Hoy, las palomas consiguen su récord de permanencia junto al tobogán. Pero es mejor el ruido a que estas praderas no tengan nadie que les arranque las flores. El Retiro sin niños es el reflejo de la ciudad muerta.
A este parque, si se le mira con calma, se le pueden encontrar fácilmente las costuras del adiós. Justo después de blandir mi salvoconducto de periodista en la cima de la cuesta de Moyano, me he topado con la estatua del ángel caído.
Es la escultura negra de un hombre con alas que, derrotado, mira al cielo en busca de una explicación. Como este país, como las residencias de ancianos, como las UCIS que se quedaron sin respiradores.
Un poco más allá, está el monumento en honor a Santiago Ramón y Cajal. Tras la estatua, luce una alegoría de piedra enorme. A un lado del médico está la fuente de la vida -“fons vita”- y al otro la de la muerte -“fons mortis”-.
A esta tragedia se le presume una dimensión considerable. El test más rápido -y fiable- para averiguarlo es la ausencia de corredores, que pateaban el perímetro del parque hasta el día antes del Estado de Alarma.
No tengo ni idea de pájaros, pero uno que la tuviera podría sentarse aquí a mi vera e identificarlos con los ojos cerrados. Los graznidos dan un poco de miedo cuando los acompaña un fuerte aleteo y un repentino aterrizaje en la rama.
Antes de llegar al gran estanque, me he asomado al Palacio de Cristal. He dado una vuelta alrededor. Aquí sí hay silencio. Es como si las paredes estuviesen a punto de estallar. En el agua de sus escaleras, se ha acostado un cisne negro con el pico rojo. Me acerco hasta casi acariciarle y se deja fotografiar.
Las casi ciento veinte hectáreas de El Retiro ofrecen todas esas superficies que buscamos al partir de vacaciones. Suelen pasar desapercibidas, pero esta tarde crujen a las pisadas. Cada una a su manera. La arena de los columpios, el barro de los lugares a la sombra, la carretera, la hierba...
Si no fuera por ese patinete eléctrico que alguien ha olvidado en una esquina, sería imposible averiguar el año que circunscribe el mundo. En esta recta todo son árboles y pájaros. No hay bancos ni farolas que den pistas. Quizá la vegetación haya cambiado, pero aquí, ahora, podría rodarse una película que resucitara el coto de caza de los Austrias.
Ya estoy cerca del mirador del estanque, veo a lo lejos el caballo de Alfonso XII. Desde aquí, si es que entonces había lago, los reyes verían algo parecido a esto: la tierra vacía desde el promontorio... que inspira una sensación de propiedad. De repente, un policía.
-¡Oiga, quién es usted!
-Soy periodista.
-¿Y qué hace?
-Preparo un artículo sobre el parque.
-¿Sobre el parque?
-Sí... Sensaciones, fotos y todo eso.
-Enséñeme una acreditación. No, no, no se acerque, desde ahí -alzo mi carné-.
-¿Quién le ha dado permiso?
-Santiago Soria.
Ante esta última respuesta, el agente asiente y me da vía libre. Pero en esa última contestación también he estado al borde del precipicio. Mi contacto en el Ayuntamiento me dijo que mentara el nombre de Santiago Soria si me ponían alguna pega. He cumplido... sin tener el gusto de conocer a don Santiago. ¿Y si el policía me hubiese preguntado por su color de pelo?
De repente, un ruido. Como de chapuzón. Es un pájaro que acaba de lanzarse al agua. Antes de la pandemia hubiera pensado que se trataba de una persona. Las barcas están apiladas a la izquierda del mirador. No hay novios que las monten en busca de esas discusiones tan absurdas como aceradas que supone el remo en pareja.
No habrá libros en primavera. La Feria se ha pospuesto. Van a acabar llevando a Joaquín Sabina a la comisaría porque si alguien roba el mes de mayo, todos pensaremos que también ha sido él.
Este Retiro tan vacío tiene algo de vida en suspenso. Porque a esta urbe del ocio siempre venimos desprendidos de obligaciones. Aquí rumiamos nuestros sueños y planeamos nuestros mejores futuros. Es como si alguien le hubiera dado al pause y hubiese recogido, desde arriba, todas las figuritas. Cuando publique esta crónica, pediré el teléfono de Santiago Soria. Quizá él pueda darle al play.
Creo que toca marchar. Ya me han mirado dos gatos negros de ojos verdes. Cuando me acerco, se acercan. Cuando me alejo, se acercan. Había dejado para el final La Rosaleda, muy cerca de la puerta de Moyano, única entrada y salida sin candado. Todavía no ha florecido. Quizá estemos a tiempo de regresar... antes de que sea tarde.