“El Gobierno va a hacer una evaluación de la gestión de todos. Hay que ver cómo y quién la hace, pero se hará en el momento oportuno. Ahora es el momento del combate contra el virus", afirmó hace unas semanas el ministro de Sanidad, Salvador Illa, en el Congreso de los Diputados. Este miércoles, el departamento acordó con las comunidades los primeros pasos para que arranque a finales de año, pero son muchos los expertos que dudan de ello y reivindican que llega tarde.
España sufre una falta de cultura evaluadora, un concepto que parece muy técnico pero que es clave para saber si las políticas públicas que se financian con el dinero de todos tienen el impacto que buscan; si, dicho de otra forma, sirven de algo.
La imprevisible aparición de la pandemia, cuyas consecuencias se miden en términos sanitarios, sociales y económicos, han arrojado presión sobre un Estado que ha apostado su respuesta a la amplia cantidad de fondos europeos que llegarán en los próximos meses bajo la estricta condición de que tengan un uso eficiente y transformador. La exigencia ahora es máxima; ni la sociedad ni los organismos comunitarios van a darse por satisfechos con el mero hecho de “hacer cosas” de cualquier forma y con cualquier resultado.
Evaluar se conjuga en imperativo en las instituciones comunitarias (la descoordinación entre administraciones y otras “serias deficiencias en los sistemas de gestión y control” hicieron perder a España en 2016 más de 1.000 millones de euros en fondos europeos) y es un requisito imprescindible para una buena gestión (gracias a ello se puede afirmar de forma objetiva, por ejemplo, que las ayudas a la contratación de la última reforma laboral han sido inútiles para reducir el desempleo), pero en España sigue siendo una asignatura pendiente.
“Déficit evaluador”
“No tenemos herramientas para saber si muchos de los programas que se están desarrollando están logrando el objetivo que persiguen y el problema es que, a veces, dedicamos enormes recursos a políticas que no funcionan”, resume Hugo Cuello, especialista en evaluación de políticas públicas.
El actual ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, puso sobre la mesa esta carencia meses antes de aceptar la cartera. En su papel de presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), reivindicó en varias ocasiones el “déficit evaluador” de las políticas públicas como consecuencia de una “falta de cultura de rendición de cuentas, de asunción de responsabilidades y de transparencia”.
Los motivos por los que esto es así son diversos. Daniel Catalá, presidente de la Sociedad Española de Evaluación, parte de la propia historia de España, “con un desarrollo tardío de unas instituciones democráticas donde cobra todo el sentido la existencia de la evaluación de políticas”. Según Cuello, la administración nace de principios napoleónicos basados en adecuar las nuevas regulaciones a las leyes existentes.
“España siempre ha tenido una perspectiva legalista a la hora de enfocar los problemas. Nos hemos centrado en que la nueva política fuera acorde a la ley más allá de sus resultados, nunca ha habido un incentivo por parte de la administración para introducir una evaluación rigurosa”, resume este experto en análisis de políticas públicas por la prestigiosa Hertie School of Governance de Berlín.
Los expertos enmarcan este aliciente en la falta de “institucionalización”, que requiere al mismo tiempo de demanda (voluntad política) y de oferta (profesionalización). Para María Bustelo, directora del Máster en Evaluación de Programas y Políticas Públicas de la UCM, la evaluación cada vez tiene más presencia en el discurso político, gracias entre otras cosas a la entrada en la UE, pero no llega a formar parte de la agenda política. El ejemplo más claro es que, hasta ahora, con la pandemia y los reclamos comunitarios, no ha ganado peso en el debate público.
Debate racional
Las políticas tienen costes y beneficios y trascienden de la dicotomía de ser buenas o malas que se traslada en el discurso político impregnado, únicamente, por las subjetividades partidistas. Prueba de ello son los debates recientes sobre la subida del SMI o de diversos tipos impositivos o del incremento de la edad de jubilación, que provocó un choque entre Escrivá y la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz.
“Sin evaluación, es difícil un debate racional sobre un asunto, vamos a ciegas”, apunta Cuello, subrayando que ello “no favorece nada que la democracia se legitime por sus buenos resultados”. “Si tenemos falta de información, es difícil el consenso técnico y todo se fía a la perspectiva ideológica”, resume.
Otra de las consecuencias de esta cultura política es que avoca a malinterpretar la evaluación como un cuestionamiento directo a unas ideas determinadas, a confundirlo con una auditoría. “No solo analiza los costes, sino la efectividad. El problema es cuando se entiende únicamente como una forma de adjudicar responsabilidades y no como algo constructivo”, explica Bustelo.
“En una situación tan crispada y con tanta polarización como la actual, empezar a hablar de evaluación es ver cómo alguien afila los colmillos, se entiende como un proceso en busca de culpables, con ánimo inquisitorial y estigmatizador”, añade Cristina Monge, politóloga y doctora por la Universidad de Zaragoza. Muchas administraciones lo entienden como un coste y no como una inversión, pero “si invertir en ello es caro, más puede ser no hacerlo”, puntualiza.
La fallida Aeval
Precisamente fueron los recortes los que acabaron con el primer y único intento de crear en España una entidad destinada a la evaluación. Fue en 2006. El Gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero puso en marcha la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios (Aeval) con los objetivos de “valorar los resultados de las políticas públicas y la calidad de los servicios y servir para conocer mejor los efectos y resultados de las políticas y programas públicos, así como para mejorar la rendición de cuentas a la ciudadanía”.
Hasta 2012, ejecutó cerca de 40 evaluaciones de programas y servicios públicos pero la crisis devino como “un punto y aparte” y escribió su acta de defunción. En 2017, el Gobierno de Mariano Rajoy la disolvió, cediendo sus funciones a la Secretaría de Estado de Función Pública, a través del Instituto para la Evaluación de Políticas Públicas, pero desde 2012 andaba vacía de contenidos y recursos. “Es el problema de que no haya una verdadera cultura de evaluación: se entiende como algo superfluo y es lo primero en recortar”, opina Bustelo.
En los últimos años ha sido precisamente la Airef quien ha intentando ocupar el espacio en blanco que dejó la Aeval. “Está intentando capturar las posibilidades y tomar ese rol, no solo de auditor de cuentas sino de evaluación”, explica Cuello. En su Plan Estratégico para los próximos seis años, la entidad fija la evaluación como uno de sus objetivos con el ánimo de convertirla en unas de sus funciones permanentes, lo que permitiría dotarse de iniciativa propia y dejar de estar al encargo de las distintas administraciones.
“Es muy buena noticia pero necesita recursos y cambios legales porque ahora no tiene el mandato para desarrollar las evaluaciones como pretenden”, explica Cuello, que cree que es una oportunidad para implantar la evaluación en España. Bustelo, en cambio, se muestra más cauta y manifiesta sus reticencias a que “se entienda que es quien debe llenar el vacío”. “No es su mandato; son economistas, su metodología es muy concreta”, alega. Para Monge, lo ideal sería contar con una entidad estatal, como fue la Aeval, que pudiera estudiar todas las políticas de la Administración del Estado.
“La experiencia internacional nos dice que no existen modelos generalizables que garanticen el éxito de un proceso de institucionalización. Sería un error entender la institucionalización de la evaluación como un fin y no como un proceso que no solo consiste en crear instituciones, sino también establecer un marco regulatorio y organizativo”, explica Catalá.
Países como Francia u Holanda cuentan con una ley estatal que evita que la evaluación caiga en los vaivenes políticos, algo que, sin embargo, no convence a Cuello. “Las cosas no funcionan si no hay voluntad y decisión de que es algo en lo que merece la pena invertir. Una vez resuelto esto, se puede reajustar y pensar si sería conveniente convertirlo en ley… Pero no por introducir una ley se va a normalizar”, asegura. Bustelo, por su parte, cree que la evaluación “se debe y se puede hacer desde muchos lugares”. “No creo que haya que delimitarlo a determinadas agencias o profesiones, es una transdisciplina”, asegura.
"Desperdicio de lo público"
La necesidad existe y parece que este puede ser el momento para cubrirla. “Si algo demuestra la pandemia es que en un mundo en el que el populismo gana cada vez más espacio, en el que proliferan las fake news, aumenta la necesidad de hacer las cosas basadas en la evidencia”, señala Bustelo.
“La evaluación de políticas públicas tiene que hacerse siempre, pero en pandemia mucho más y no únicamente después sino antes y durante. Tiene que ser un proceso continuo. Hay que entenderla como un proceso de acompañamiento para la mejora continua. Si solo la haces al final, no hay nada que mejorar”, añade Monge.
A todo ello se suma una crisis institucional que se mide en una desconfianza creciente en las instituciones y en los políticos en todos los niveles decisorios. No afrontar la respuesta a la pandemia y la gestión de los fondos europeos bajo los parámetros de la evaluación puede acabar con “un desperdicio de lo público” que acreciente las grietas de las que ya adolece el sistema. “Con todo lo que está costando, no se entendería que dedicaramos los fondos y los esfuerzos de una forma que no dé los resultados que buscamos”, asevera Cuello.
Y es que, tal y como resume Catalá, “es difícil que alguien dude de la importancia que la evaluación de políticas públicas tiene como herramienta para comprender y transformar dichas políticas, para mejorar los procesos de toma de decisiones, profundizar en la legitimación social de la acción pública, conocer sus impactos y las posibles alternativas y mejoras y dotar de mayor transparencia a los gobiernos. Para mejorar la calidad democrática”.