Cuando aún era vicepresidente, a Pablo Iglesias le gustaba mucho recordar a la bancada de la derecha que pasarían muchos años hasta que volvieran al gobierno de la nación. Era una respuesta que valía para cualquier crítica y no parecía haber nada de pasional en ella: Iglesias formulaba esas palabras una y otra vez como si fueran un hecho objetivo, algo irrebatible, una verdad científica que no admitía discusión ni duda, esperando quizá que así, mágicamente, la realidad se ajustara a su discurso.
De políticos que creen que su tiempo durará siempre está hecha la historia. Todos ellos se equivocaron. La seguridad con la que Pablo Iglesias destinaba al centro-derecha a la oposición partía de una ventaja demoscópica envidiable: tal y como se demostró con la moción de censura a Mariano Rajoy el 1 de junio de 2018, hace justo ahora tres años, el PP cada vez estaba más solo en un parlamento más lleno de gente. Incapaces, en principio, los dos grandes bloques de centro-izquierda y centro-derecha, de conseguir mayorías absolutas, todo recaía en los apoyos que se pudieran reunir entre regionalistas, nacionalistas e independentistas. Y ninguno de ellos estaba dispuesto a apoyar a Pablo Casado y los suyos.
Aparte, estaba el hecho de que el centro-derecha estatal hubiera desaparecido en Cataluña y País Vasco… dos grandes centros de población que reparten en cada convocatoria 66 escaños. Sin una presencia sólida en esos tres territorios -en Cataluña, Cayetana Álvarez de Toledo consiguió un escaño en la convocatoria de abril de 2019 y solo pudo subir a dos en la repetición de noviembre sobre un total de 48 posibles-, la mayoría del PP, incluso con los apoyos de Ciudadanos y Vox, parecía una entelequia. No se puede partir con tanta desventaja y pretender ganar la carrera.
Ahora bien, tanta euforia de la izquierda obviaba un hecho que se hizo especialmente llamativo en la convocatoria de noviembre de 2019: conforme más se fragmentaba el espacio electoral, sobre todo en Cataluña y País Vasco, más escaños conseguía el centro-derecha en el resto del país. Si quitamos los 66 escaños mencionados, entre PP, Ciudadanos y Vox consiguieron 142 de 284 asientos en junio y 146 en noviembre. En otras palabras, cada vez se abría más la brecha entre la unión de la izquierda y el nacionalismo periférico, y una España más conservadora que veía con desagrado los coqueteos del gobierno con determinados partidos en su opinión poco deseables.
La visión a corto plazo, la búsqueda de cualquier apoyo a cualquier precio puede estar empezando a pasarle seria factura al gobierno de Pedro Sánchez. El malestar entre el electorado ajeno se multiplica ante la defensa a ultranza de partidos independentistas o con pasado demasiado vinculado al terrorismo de ETA. Por otro lado, esos acercamientos tampoco le hacen ganar un voto entre su propio electorado. Son decisiones de pura conveniencia aritmética con la idea de que solo un cataclismo en el resto del país, una derrota aplastante en el resto de España podría alejar a la izquierda del poder. Un cataclismo que puede producirse en breve.
Incluso con un líder aún por consolidarse -y quizá eso sea generoso con Pablo Casado- las encuestas tras la victoria de Isabel Díaz Ayuso en Madrid coinciden en dar al PP una victoria ante el PSOE con suficiente efecto arrastre como para sumar mayoría absoluta junto a Vox, Ciudadanos y Navarra Suma. El último sondeo de Sociométrica para EL ESPAÑOL también apunta en esa dirección. La suma de estos cuatro partidos daría 177 escaños, uno por encima de la mayoría absoluta, y un 46,9% de los votos. Entre PSOE, Unidas Podemos y Más País sumarían 129 escaños y apenas un 38,7% de los sufragios. El resto, obviamente, iría a parar a fuerzas locales.
Las razones del cataclismo
¿Cómo es posible este vuelco en apenas tres años? ¿Cómo ha pasado el centro derecha de estar perdido y sin apoyos a tener serias opciones de volver a gobernar sin haber hecho gran cosa por el camino? Las razones son varias, pero apuntemos algunas de ellas: para empezar, el PSOE de Pedro Sánchez no tiene un proyecto. No sabe muy bien si quiere gobernar en solitario, si quiere hacer al Pablo Iglesias de turno vicepresidente, si está bien apoyarse en ERC y Bildu o no… Puede que eso esté muy claro en la cabeza de Iván Redondo, pero no en la de los millones de votantes que les han dado las últimas dos victorias electorales.
Como quedó dicho antes, hay un malestar evidente, o al menos una desconfianza, entre determinado votante de izquierdas y sus partidos hegemónicos. Defender a las comunidades más ricas, incidir en sus privilegios e incluso mostrar una exagerada comprensión con los delitos que algunos de sus dirigentes han cometido en el abuso del poder no tiene nada que ver con la lucha tradicional de la izquierda y es muy difícil de explicar en Extremadura, en Murcia, en Castilla La Mancha, en Andalucía…
A eso hay que añadir el empuje de Vox y que al gobierno le haya pillado con el paso cambiado. Sin duda, el PSOE estaba más cómodo con Ciudadanos y su ambigüedad. Con Vox de por medio, ya muy instalado en prácticamente todas las comunidades autónomas tras unos principios titubeantes, se plantea un dilema de difícil solución: en caso de victoria del PP en las elecciones, si no es aceptable que un partido de extrema derecha entre en el gobierno de la nación, ¿por qué no evitarlo ofreciendo tus propios votos al ganador? Si Vox es el demonio, no se puede pedir solo a una parte que luche por alejarlo del poder siempre en perjuicio propio.
Aparte, el discurso en sí de que Vox es el demonio necesita actualizarse. Uno puede pensar lo que quiera sobre la formación de Santiago Abascal, pero es complicado convencer a un andaluz, un murciano, un castellano-leonés o un madrileño, es decir, ciudadanos de comunidades donde Vox ha permitido por activa o por pasiva gobiernos de centro-derecha, de que están viviendo bajo un régimen fascista o neonazi. Vox tendrá que pulir su tono xenófobo, donpelayista e hiperbólico si quiere llegar más lejos, pero lo cierto es que tiene 52 representantes en el Congreso y Sociométrica le otorga 60 en su última encuesta. Mal no le va.
Movilizar a tu electorado solo ante el miedo a una amenaza ajena requiere que esa amenaza esté muy justificada. Lo mismo pasó recientemente en Madrid: la izquierda se unió para evitar que Isabel Díaz Ayuso siguiera en la presidencia de la comunidad presentando un imaginario de caos, desastre e incompetencia que no casaba con lo que la mayoría de los ciudadanos madrileños estaban viviendo. Cuando la exageración no tiene raíces en la realidad ni siquiera lejanas, es muy complicado que funcione. El voto anti-Vox por sistema no parece que vaya a salvar una convocatoria más a Pedro Sánchez… salvo que Vox ahonde en determinados discursos que rozan la inhumanidad.
El ejemplo de Madrid
No nos movamos muy lejos de la última convocatoria electoral: los resultados de Madrid fueron un desastre absoluto para el PSOE y es posible que eso tenga que ver con una campaña muy pobre de su candidato, pero sería absurdo quedarse ahí. El PSOE se presentó sin proyecto alguno y dejó que Díaz Ayuso se apoderara de todos los símbolos con los que soñaría un buen publicista: la libertad, la alegría, los amigos, la vida con esfuerzo, pero sin responsabilidades, el hacerse a uno mismo… sin ofrecer a sus votantes nada a cambio.
En general, el PSOE ha equivocado su lucha constante con Madrid y no ha medido bien sus fuerzas. Los enfrentamientos ya eran continuos antes de la pandemia, pero se multiplicaron con la gestión de la misma. Desde el Gobierno se señaló sistemáticamente a Madrid como centro de todos los errores y las ocurrencias, suponiendo que iba a sacar algún rédito político al respecto. El PP consiguió darle la vuelta. Lo que en un principio pudo ser una cierta "madrileñofobia", más producto del exceso de atención que los medios muestran hacia la capital que otra cosa, se tornó entre determinado electorado en una cierta envidia: nos gusta lo que hace Ayuso, nos gustaría probarlo nosotros mismos.
Esa alternativa al mensaje estatal, encabezado por los vaivenes de Fernando Simón, acabó triunfando en popularidad. No hablo aquí de conveniencia sanitaria, pues ese sería otro debate, sino de conexión con el electorado. Díaz Ayuso supo intuir una oportunidad y entró hasta la cocina. Le salió bien y de rebote ha mejorado la imagen del PP en el resto del país. De hecho, a Pablo Casado no se le cae la palabra "libertad" de la boca aunque solo tengamos, como pasaba en Madrid, una vaga idea de a qué se puede estar refiriendo.
De repente, votar al PP o simpatizar con el PP vuelve a ser moderadamente atractivo. Se presenta como una oportunidad en un contexto muy sombrío lleno de muertes, desempleo y crispación. Al PP le ha venido mejor no hacer nada o no meterse demasiado en lo que hacen los demás que pasarse el día instalado también en la hipérbole. Ante eso, de momento, Iván Redondo no parece tener respuesta: el relato del optimismo se lo han robado y hay que recurrir a 2050 para recuperar terreno.
Si la izquierda, pasado el efecto Podemos que ha aguantado bastante bien siete años, no encuentra un revulsivo que motive a su electorado, le costará muchísimo ganar las siguientes elecciones y más aún formar un gobierno. El indulto a los presos independentistas puede ser un balón de oxígeno muy a corto plazo, pero también puede clavar el último clavo en el ataúd de sus opciones electorales de cara a 2023. Si es que aguantamos hasta 2023 sin elecciones, claro. De entrada, el que ya no está en el gobierno es Pablo Iglesias. En algún punto del camino, el universo no ha acabado de entender su mensaje.
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