Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, en 'El Hormiguero'.

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, en 'El Hormiguero'. Diseño: Arte EE

EL VERANO PELIGROSO (IV)

Dentro de 'El Hormiguero': lo que no se vio los días en que Sánchez y Feijóo reventaron las audiencias

2 julio, 2023 03:42

Estoy en un pasillo recto y alargado. Luz pálida y tuberías en el techo. Hombres de seguridad, hombres de camiseta negra. Hombres fornidos y de ceño fruncido. Cordiales, disciplinados.

Estoy a punto de entrar en El Hormiguero. En realidad, también estoy haciendo la mili que nunca hice. Por cuestiones de orden, debo arrimarme a la pared, coger una botella de agua, identificarme y esperar.

Es una pena. El resto de público cumple con respeto, pero a mí me gustaría una implicación mayor, que gritáramos "¡señor, sí, señor!". A la botella le quitamos el tapón, como en los campos de fútbol. Por si nos entran ganas de arrojárselo al invitado.

Eso no sólo pasa ahora —con motivo de la visita de dos políticos—, sino en general. Estoy, como Hemingway, en el callejón antes de salir a la plaza. Soy uno de los tres millones de personas que van a enjuiciar estas dos noches a los candidatos a la Presidencia. Soy uno de los ciento y pico que van a poder seguirlo desde aquí, bajo tierra, en la galería de las hormigas.

Ellos todavía no lo saben, pero van a reventar las audiencias. Feijóo, récord histórico del programa con un 25,3% de share. Sánchez, un 22,8%. Es una maldita locura. "Erectos", decía Ernesto, sin segundas, sobre los toreros afinados. Hoy prometo no utilizar ese adjetivo. Ni siquiera en caso de verlo. La censura, en cierta medida...

Este es un día clave de la (pre)campaña. Quizá el más importante. Los programas de entretenimiento poseen mucha más influencia que los programas informativos. Por dos razones. La primera tiene que ver con la audiencia: no hay ningún otro espacio que reúna tantos espectadores como El Hormiguero. La segunda, con el mecanismo: el espectador es mucho más influenciable cuando piensa —y siente— que se está entreteniendo que cuando piensa —y siente— que se está informando.

Muchos miles de españoles —¡quizá millones!— de los que van a ver este programa que, en un rato, va a empezar al otro lado de esa puerta negra no volverán a prestar atención a Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo. Los matadores van a matar conscientes de que sólo tendrán una oportunidad. Si fallan, no cortarán orejas ni rabo. Y de eso va esto: de cortarle las orejas y el rabo a alguien.

Aquí, por ejemplo, te cortan el rabo si sacas el móvil para tomar fotografías. Está prohibido para no entorpecer el directo. Me parece bien. Paso de la mili al budismo. Quién nos iba a decir que El Hormiguero se convertiría en el único espacio libre de redes sociales. En un gran templo de contemplación. Es surrealista, pero es así. Aquí la gente escucha con los cinco sentidos.

La vulnerabilidad

Voy a ver muy de cerca a Sánchez y a Feijóo en el lugar donde son más vulnerables: un espacio desconocido. No tanto por las preguntas, sino por el contexto. Los votos que aquí se ganen van a depender de los gestos, de la humanidad transmitida, de la eficacia de los chistes… de la capacidad para reírse de uno mismo.

Antes que nada, mientras hago tiempo, aquí, en el pasillo, repaso mis notas para prologar el estado de forma en que llegan. Pedro Sánchez no venía a El Hormiguero desde hace siete años… porque no quería. Esta va a ser su cuarta vez en el plató de Pablo Motos.

Alberto Núñez Feijóo está a punto de debutar. Nunca lo habían invitado. Esa es la lógica del poder. Si se es presidente del Gobierno, se puede venir cuando se quiera. Si se es presidente autonómico, debe exhibirse un carácter como el de Miguel Ángel Revilla para figurar en el cartel.

Ninguno de los dos parece un personaje hecho a la medida de este show. A Sánchez, nuestro Luis Miguel Dominguín, le cuesta transmitir empatía. El otro día me decía un asesor socialista que el peligro anida en su risa: "Cuidado, Pedro, porque esa risa a veces parece de mentira".

A Feijóo, nuestro Antonio Ordóñez, le cuesta generar la risa en los demás. Le cuesta provocarla intencionadamente, porque sus lapsus sí lo hacen. Me he dado cuenta estos días de que incluso sus compañeros de partido lo llaman, sin darse cuenta, "Mariano Rajoy".

Sánchez es un atleta. Se halla inmerso en lo que Íñigo Domínguez llama el Kamikaze Tour: una gira por todos los lugares que llevaba esquivando durante años. Eso le sitúa en forma, liberado del vértigo de las preguntas incómodas. Eligió estrenarse con Carlos Alsina a sabiendas de que ese era el sitio más difícil.

Esta noche tiene un morbo añadido. Lleva Sánchez varias semanas criticando —sin mencionarlo expresamente— a El Hormiguero. Lo define como una de esas "terminales mediáticas de derechas" que busca acabar con él. ¿Se lo va a decir a la cara?

Feijóo visita el plató en una posición radicalmente distinta. También empezó su gira con fuerza: en la Cadena SER. Pero acto seguido se metió en la madriguera. Le incomoda explicar sus pactos con Vox. Hablábamos en el capítulo anterior del peligro de las cuadrillas. También ha estado escondido por un asunto sobrevenido que ninguno esperábamos: su sueldo.

Conviene hacer un paréntesis: Feijóo, igual que su predecesor al frente del PP, tiene dos sueldos. Uno, el que le reporta su condición de senador, por todos conocido, tal y como obliga la ley: 70.762 euros brutos anuales. Otro, el que adquiere por ser presidente del PP: X.

Se lo preguntaron en la entrevista de la SER y no quiso desvelar esa equis. Dijo que lo haría más adelante. Cundió el pánico en Génova. Muchos dirigentes de la organización, fuera de micro, se mostraban incrédulos por esa ¿estrategia? de ocultación. La preocupación iba en aumento conforme se acercaba El Hormiguero.

Hace una hora, a las ocho de la tarde, apenas dos antes de que comience el programa, han filtrado a la prensa ese sueldo: unos 50.000 euros al año. Nos saldría, sumando lo del Senado, un total de 125.000 anuales. ¿Por qué han tardado tanto en contarlo? No se sabe. No parece un riesgo, teniendo en cuenta que es un aspirante a presidir el país y que cualquier directivo de una gran empresa cobra mucho más.

"Hemos desactivado la bomba", me dice un dirigente del PP. "Por los pelos". El coste de aparecer ante tres millones de personas como un político que esconde cuánto gana habría sido altísimo.

La mejor prueba de lo que puede ocurrir nos la encontramos al salir del pasadizo y enfilar el plató: unas bombas metálicas, enormes, donde pone "nitrógeno". Ahí aparece un personaje clave en esta historia: el cómico Miguel Miguel. Lo llamaré Miguel, a secas, por si un día alcanzo mi sueño hemingwayno de cobrar por palabra. Sería deshonesto cobrarle doble a este periódico.

Aunque podría ser peor: Camba, que hacía artículos literarios y atemporales, cobraba los mismos textos hasta cuatro veces. Dejaba pasar tres años entre uno y otro. Nunca lo pillaban.

Total que aparece Miguel, el "animador del público". Es un hombre en bermudas y microfonado. Los periodistas, cuando vamos a escribir, tenemos que impostar sobriedad. Un presuntuoso "oiga, que yo no he venido a pasármelo bien; vengo a trabajar". Miguel, delante de cien personas, me desarma rápido: "¡Oye, tú! ¿Vas a tomar tantos apuntes? ¿O es que me estás dibujando? ¡Si quieres me desnudo!".

Miguel es el alma de El Hormiguero, nuestro coronel. Desde que ha empezado esto, corro el riesgo de echar la barriga de Ernesto, pero con Miguel estoy quemando bastantes calorías. Bailamos, aplaudimos, bailamos, aplaudimos.

Hablo de Miguel para desmontar ese bulo según el cual los aplausos a políticos en El Hormiguero son inducidos por el equipo del programa. Miguel sólo nos pide una cosa cuando ya estamos sentados en las gradas: hay que aplaudir al presentador y al invitado cuando entran. Una cuestión de fair play. A partir de ahí, en la entrevista, "que cada uno haga lo que quiera".

Eso sí, no se puede pitar ni abuchear. Esto, si se mira con amargura y trazo grueso, podría interpretarse como una "censura". Los españoles llevamos un tiempo obsesionados con esa censura que ya no existe. Imaginamos conspiraciones en todas partes.

Miguel pide "respeto" al invitado. Cualquiera haría lo mismo: si aparecen Sánchez y Feijóo y la gente les pita, sería una falta de respeto por parte del programa. Otra cosa son los mítines y los espacios públicos.

También circula otro bulo según el cual las butacas están llenas de afiliados. Es verdad, me encuentro con algunos afiliados uno y otro día. Pero no porque se haya pactado sibilinamente, sino porque los partidos han movilizado a los suyos. El público de El Hormiguero es seleccionado a través de una web donde todo el mundo puede inscribirse. Sobra decir que no se piden credenciales políticas.

Las nuevas generaciones y las juventudes —y esto es ya sólo una suposición mía— habrán hecho setecientas mil inscripciones para tratar de garantizar un porcentaje de afiliados en las gradas. Son esos que van a aplaudir algunas de las frases tópicas empleadas por los candidatos.

Miguel es un fenómeno. Sólo un cómico de primera puede conseguir que se aplauda a Sánchez y Feijóo como si fueran Jennifer Lopez o Vinicius. Bailamos, damos palmas y sonreímos para recibir a los matadores.

Pablo Motos y el presidente Pedro Sánchez, el martes en 'El Hormiguero'.

Pablo Motos y el presidente Pedro Sánchez, el martes en 'El Hormiguero'.

A Sánchez le gritan "¡guapo, guapo!" cuando entra. A Feijóo, "presidente, presidente". A ninguno de los dos le pueden gritar lo que le han gritado al otro. Porque Sánchez ya es presidente y porque Feijóo… Oye, tampoco está mal. Tiene 61 años —se dice él mismo— y no los aparenta.

Sánchez —ahí va el primer dato médico que conocemos este verano peligroso— pesa 94 kilos y mide 1,90. Sale con la bicicleta a pasear "por la montaña". Debe de ser la "montaña mágica" de Thomas Mann, ya que nadie lo ha visto. Se resiste a desvelar el sitio para que no se lo desvirguen y se llene de fotógrafos. Me acuerdo de Miguel Delibes, al que le ofrecieron alquilarle un trozo de campo para que aceptara la dirección de El País, se mudara a Madrid y pudiera seguir cazando. Dijo que no.

Sánchez lleva una camisa vaquera. Sánchez siempre lleva camisa vaquera azul mahón en los días grandes. Le han dicho —se lo digo yo también— que le queda bien. Uno siempre acaba replicando lo que detesta. Sánchez en blanco y negro es el nuevo José Antonio.

El presidente se ha arremangado la camisa azul para dejar al descubierto una pulsera arcoíris. En realidad, lleva la pulsera arcoíris para señalar que Feijóo no la lleva. Para señalar que Feijóo pacta con quienes tiran a la basura esas pulseras.

Feijóo viste americana para señalar que Sánchez no la lleva. Un presidente debe llevar americana por muy guapo que sea. Tomar decisiones sin americana es frívolo. Y no llevar pañuelo en la americana aboca al país al desastre. Se lo dije un día a Albert Rivera uno de esos días en que parecía que iba a presidir España. "Albert, si te pones un pañuelo, está hecho". No se lo puso nunca… y miren dónde está.

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante la entrevista con Pablo Motos en 'El Hormiguero'.

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante la entrevista con Pablo Motos en 'El Hormiguero'.

Necesidades distintas

Me encuentro a dos entrevistados que necesitan algo totalmente distinto. Sánchez necesita que Pablo Motos hable lo menos posible. Feijóo necesita la comunión con Motos, casi un reparto de papeles, para descubrirse como ser humano. Los dos se han entrenado y lo hacen bien.

Cada vez que va a hablar Motos, Sánchez vomita una parrafada de dos minutos. A Motos incluso le entra la risa. Menos mal que no estoy escribiendo una crónica informativa, me resulta imposible tomar notas. Imagino que mi compañero Miguel, que sí debe contar a nuestros lectores qué dice el presidente, ya se habrá arrojado por la ventana de la redacción.

Motos está más duro con Sánchez que con Feijóo. Es una cuestión de coherencia. Se corresponde con lo que ha venido diciendo esta legislatura en el programa. Pero a Feijóo también le pincha con Vox.

En realidad, no dicen nada que no hayan dicho ya en el resto de entrevistas. Machacan con su argumentario. Aunque intentan trufarlo de cercanía y ahí está la dificultad que afrontan. Sin embargo, El Hormiguero ofrece un tono que permite preguntas difíciles de realizar en otros lugares.

Sánchez y Feijóo hablan de sus hijos. Los políticos no suelen hacerlo. A Sánchez le preguntan qué pasaría si una de sus hijas le apareciera con un novio de Vox. "El amor es libre", dice que respondería. Cualquier chaval, si su padre le sale con esa respuesta la primera vez que lleva su pareja a casa, querría matar a su padre. Lo normal es lo de Feijóo, que respondió así cuando le preguntaron qué diría si su pequeño Alberto ligara con una de Podemos: "Hola, ¿cómo estás? ¿Cómo te llamas? Encantado".

El Hormiguero es la liga de los aplausos extraordinarios. Aquí, el político tiene la oportunidad de que se le ovacione de manera espontánea. El aplauso en El Hormiguero es la Champions. El aplauso en el mitin o en el Congreso es el Joan Gamper.

A Sánchez le cuesta algo más conseguirlos. Aunque la entrevista va tomando temperatura. Se hace con ellos mediante el 11-M, la defensa de Yolanda frente a Abascal, el feminismo y un básico "voy a ganar las elecciones".

A Feijóo le aplauden los suyos —y el resto se contagia— en cada frase. Le aplauden tanto que no puedo escuchar algunas de las respuestas. Cada vez que termina una frase, aplauso. Hay una persona en el público que se equivoca y lanza la ovación incluso cuando Feijóo está hablando de la muerte de su padre. Menos mal que la gente no le sigue.

Sánchez está pletórico. No hay gesto que delate incomodidad, no hay espasmo de brazos o piernas que denote nerviosismo cuando Motos le recrimina sus "mentiras".

Dice Daniel Gascón que el presidente del Gobierno se ha liberado del tradicional eje verdad-mentira que enjuicia a los políticos. Está a otra cosa. Se dibuja como víctima de una campaña de vejaciones e insultos por parte de programas conservadores, que son el "90% de la televisión". Huye hacia delante con la fuerza de un huracán. Sánchez está dispuesto a cualquier cosa. Si Wyoming le preguntó por sus calzoncillos, Motos debería haberle pedido que se los quitara.

A Feijóo también lo veo en forma. Se puede apreciar la tranquilidad en algunos de los trabajadores del partido distribuidos por las gradas. Ha reaparecido con ímpetu. Sólido a su manera. Más divertido de lo que muchos esperábamos. Es muy graciosa su cara cuando le ovacionan. Está —como dice Miguel, el animador— "flipando".

Son las once de la noche. Hemos perdido mucho líquido por culpa del calor. Menos mal que, en la visita de Sánchez, no pudimos ir al baño por cuestiones de seguridad. Si llegamos a orinar, podríamos haber perdido cinco kilos.

Son las once de la noche y a Hemingway le estará pareciendo un insulto que no nos hayamos tomado todavía un daiquiri. ¿Dónde empieza y acaba el periodismo? ¿No es trabajo tomar daiquiri si se tiene que escribir con Ernesto como telón de fondo? ¿Qué hago con la hoja de gastos?

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