Gregorio Marañón: "Nadie estaría criticando tanto esta amnistía si llevara la firma de PP y PSOE"
"La corrupción es un coste del fariseísmo social. Si queremos a los mejores en política, debemos pagarles mejor" / "Compartir la Historia es lo que construye un pueblo; y los niños españoles no estudian la misma Historia" / "Acerté al declinar el Ministerio de Cultura cuando me lo ofrecieron".
7 marzo, 2024 02:56A Gregorio Marañón le han aconsejado que, para las fotos, es mejor sacarse las cosas de los bolsillos… por aquello de no aparecer como un hombre abultado; porque así salen en los papeles los hombres armados. La entrevista empieza de esa manera, con don Gregorio dejando en un sofá todo lo que lleva encima.
Es la metáfora de lo que pretendemos, que este hombre en primera línea de influencia desde la Transición vaya dejando sobre la grabadora sus recuerdos. Este jueves le invisten doctor honoris causa por la Universidad Rey Juan Carlos, lo que nos permite tener una excusa para abordar al presidente del Teatro Real: “Oiga, cuéntenos”.
Pasan los segundos y sigue don Gregorio sacando cosas de su bolsillo. No hay ningún revólver, pero nos llama la atención una cajita redonda y plateada. Se lo decimos.
–No será eso un reloj de bolsillo, ¡que es usted de la Transición, y no de la Restauración!
–No, no. Es simplemente el pastillero de un hipocondriaco. Aunque no lo soy tanto como lo era Ruano.
Nos cuenta entonces don Gregorio una anécdota impagable. González-Ruano, el mejor escritor de periódicos, siempre creía que iba a morir por una súbita enfermedad. Entonces, sin cita previa, se plantaba en casa de su amigo Marañón para suplicar un vistazo. Sin embargo, en cuanto tocaba la puerta y le abrían, salía corriendo y decía que ya se encontraba mejor.
Eso es esta conversación. La aparición progresiva, como si de una ópera se tratara, de un montón de grandes personajes. Vistos así, en zapatillas de andar por casa. Los presidentes del Gobierno, De Gaulle, los hacedores de la Transición.
Nuestro entrevistado, por decirlo con el poema de Margarit que tiene en la cabecera de su despacho, nació en octubre del 42, “cuando el alba surgía como una garza negra”. A partir de ahí, apuntó con los prismáticos a la luz, como poseído por los acordes de George Harrison. Académico de todas las academias relacionadas con la cultura, consejero de todos los consejos relacionados con la cultura.
Esta es la historia de una vida.
“Gregorio Marañón soy yo”, tuvo que empezar a decir usted con dieciocho años. Puede parecer arrogante, pero era pura supervivencia.
Era una aseveración absolutamente a la defensiva. De alguna manera, siempre se me asociaba a la figura de mi abuelo, que por otra parte es la persona que más me ha marcado en la vida. “¿Eres hijo? ¿Eres nieto?”. Al final, para sobrevivir, tuve que responder: “Gregorio Marañón soy yo mismo”.
La Casa del Libro atribuyó por error la autoría de sus memorias a la ficha de su abuelo. Ahora ya no le confunden a usted con su abuelo, sino a su abuelo con usted. Una victoria importante.
No sé si es una victoria, pero es al menos una prueba de supervivencia [sonríe].
¿Cómo fue el proceso? No tuvo que ser fácil aprender a convivir con una sombra tan grande.
Lo fui viviendo con enorme naturalidad. Fue así gracias a la personalidad de mi abuelo. Era un hombre muy familiar, muy sencillo, sin un gramo de engreimiento o presuntuosidad. Recuerdo que, en el Cigarral de Toledo, donde pasábamos juntos todos los fines de semana, él no se encerraba para escribir, no pedía que los niños estuviésemos lejos.
Su despacho siempre tenía, literalmente, las puertas abiertas. Nos acercábamos nosotros, aparecían sus amigos… Cuando hacía buen tiempo, incluso escribía en el jardín con sus nietos jugando alrededor.
Eso denota dos cosas: no era un hombre de su tiempo… y tenía una gran capacidad de concentración.
Nos parecía tan natural que nunca hicimos esa reflexión. Ahora que lo pienso… es evidente que sí, que tenía mucha capacidad.
En el salón donde jugaba usted de niño, el Conde de Romanones y Niceto Alcalá Zamora acordaron el exilio de Alfonso XIII y la proclamación de la República. ¿Cómo y cuándo se empieza a sentir el peso de la Historia? Esas cosas a un niño le dan igual, pero de repente se empieza a notar algo, supongo.
Mi abuelo fue verdaderamente cercano, ya desde nuestro primer encuentro. Él llegó desde el exilio, a través de Francia y en coche, en el final de 1942. Fue directo al cigarral. Nunca tuvo otra propiedad a su nombre. Lo esperaban mis tías, mis padres, algún discípulo… Yo acababa de nacer, ¡tenía ocho días de vida! Me sacaron por primera vez de Madrid, en el capazo, para verle, para que me cogiera en brazos.
A partir de ahí, estuve con mis abuelos en Toledo todos los fines de semana. El primer impacto lo sentí en los toros. Él era muy taurino y me llevó a la plaza. Me di cuenta de que la gente se apartaba a nuestro paso, cuchicheaba, le señalaban… Me impresionó mucho.
Volvió pronto del exilio, pero el régimen no se fiaba de él: mantuvieron embargado el cigarral de Toledo.
Hasta 1947. Pudo regresar tan pronto porque mi padre, que era falangista y había salido al exilio con él, regresó a España para incorporarse al ejército de Franco. Fue número 2 de la secretaría general del Movimiento en el primer gobierno de la dictadura. Mi padre estuvo metido en el régimen al menos en esa primera etapa de su vida.
De no haber mediado esa circunstancia, creo que mi abuelo habría tardado más en regresar. Aunque también es cierto que varios dirigentes del régimen habían sido pacientes suyos y quisieron ayudarle.
Luego hablaremos de la Transición, donde tuvieron tanta importancia los reformistas; es decir: aquellos franquistas que se convirtieron en demócratas. Son malos tiempos para los grises, para los matices. Me acuerdo de todos esos grandes escritores que regresaron a España en dictadura: Azorín, Baroja, Ortega, Marañón, Pérez de Ayala… Es curioso: se les critica hoy más que entonces por ello.
Estamos inmersos en un proceso degenerativo del sistema democrático. En España, la democracia fue un milagro. Nació sin prisioneros ni exilios. Esa Transición casi milagrosa es denostada hoy por algunos que no saben ni lo que fue. En las primeras Cortes estuvieron Alberti y la Pasionaria, que coincidieron con algunos exministros del régimen.
De aquello hemos pasado a un momento en que los grandes pactos parecen imposibles y la polarización es creciente. Sin embargo, creo que no debemos medirlo en términos nacionales, sino internacionales. Trump puede volver a ser presidente de los Estados Unidos: ésa es la punta del iceberg. A partir de ahí, Le Pen puede ganar las elecciones en Francia, Meloni gobierna en Italia… Son tiempos de reflexión para cualquier demócrata.
Algo que aprendió de niño, quizá por ósmosis, al crecer en una casa donde su abuelo negoció con Romanones, fue su condición de bipartidista clásico. Si analizamos la política como si fuera fútbol, desde un prisma resultadista, tiene usted razón: no hemos mejorado demasiado.
Mi primera experiencia en ese sentido llegó con Francia y el paso de la cuarta a la quinta república. Estaba en primero de Derecho y tomamos la nueva Constitución como un elemento de reflexión. La cuarta república había entrado en decadencia por culpa del multipartidismo.
Hablando de Francia: cuando conoció a De Gaulle, ya no era usted un niño. Me contó una vez: “Hablar con él era como hablar con una nación”.
No he conocido a ningún otro monarca, presidente de República o presidente del Gobierno que tuviera tal sentido del Estado. Cuando le escuchábamos hablar, parecía que hablaba la Historia. No era un hombre cercano, pero tampoco impostado o presuntuoso. Impresionaba… Quizá porque era muy alto. Eso, a los que somos bajitos, nos impresiona [bromea]. Lo conocí cuando llegó a España el mismo año de su muerte, en 1970. Yo tenía 28 años. Se alojó en el Cigarral de Toledo. Estaban mi padre, mi tío Tom Burns…
De Gaulle no quiso ser huésped del régimen.
Exactamente. Tenía una enorme curiosidad por conocer a Franco, que lo recibió en una entrevista oficial en El Pardo. El régimen quiso acogerlo como un jefe del Estado y agasajarle con todas las atenciones. De Gaulle se inventó la excusa de que no podía pernoctar en Madrid por “distintos compromisos” y se alojó en el Cigarral, donde durmió algunas noches.
No parecía tener De Gaulle conciencia de su vejez. Cuando regresó al Cigarral, le preguntaron ustedes por Franco y dijo: “¡Pero si es un anciano!”. ¡Y él era dos años mayor que Franco!
Es absolutamente cierto. Mi padre, que era franquista, tenía interés en saber qué impresión se había llevado De Gaulle de El Pardo. Respondió: “Ah, mais c’est un vieillard!”. ¡Pero si es un anciano! Fue el único comentario que hizo. No añadió más.
De Gaulle debió de ser un tipo especial, quizá algo rencoroso. Hubo en el Cigarral un momento de tensión. Le dijo a mi tío Tom Burns que recordaba que, cuando estuvo exiliado en Inglaterra, su periódico no le había tratado bien. ¡Se lo reprochó! Lo hizo con enorme amabilidad, pero hubo tensión. ¡Habían pasado casi treinta años! Lo recuerdo perfectamente, estábamos sentados en el jardín.
En Francia se acaba de reformar la Constitución para incluir el derecho al aborto. Como católico, ¿qué le parece? ¿España debe mirar en esa dirección?
El aborto debe estar recogido allí donde haga falta. Sin embargo, no lo veo tanto como parte de una Constitución, sino como una ley civil. Pero insisto: no debe haber castigo para las mujeres que aborten.
Acaban de nombrarle doctor honoris causa por la Universidad Rey Juan Carlos. Podría parecer un trámite, pero no lo es. Significa etimológicamente algo así como ser honorable. En España, a algunos condenados por corrupción se les ha quitado ese título.
Soy doctor honoris causa por la Universidad de Castilla-La Mancha. Lo agradecí mucho. Ahora, hoy mismo, tomaré posesión del doctorado en la Rey Juan Carlos. La primera vez me lo concedieron a través de la Escuela de Arquitectura. Esta vez va a ser a través de la Facultad de Derecho. Para alguien que ha estudiado Derecho, supone algo así culminar los estudios de jurista.
Usted que ha estado tantos años en posiciones de poder donde cada día pasa por delante de los ojos y las manos la posibilidad de corromperse, ¿cuáles diría que son las tentaciones más peligrosas en ese sentido para un político y un empresario?
El empresario suele tener más tentaciones de corromper que de ser corrompido. La gran tentación, en general, es el dinero. Todo lo demás son adjetivos. He visto casos de corrupción clara y otros de corrupción grisácea, que es casi más peligrosa.
¿Y cómo construye uno la coraza para evitarlo?
Buena pregunta. La verdad es que no lo sé… Me parece inimaginable el acto de corromperse. De hecho, creo que a quienes no somos corruptos nos resulta mucho más sencillo evitar las tentaciones que caer en ellas. Supongo que es una cuestión de formación y de principios.
Tiene que ver entonces con la niñez.
Quien crece en un ambiente corrupto tiene más posibilidades de corromperse, eso seguro. Quiero creer que lo natural no es ser corrupto. Quien es corrupto es un enfermo.
En la construcción de ese sentido ético, de esa moral, existen varios caminos. En el suyo, tiene importancia, como dejó escrito en sus memorias, la fe. Hoy, al contrario de lo que ocurría cuando usted tenía veinte años, la fe es algo así como la masonería. Apenas se habla de ella.
También es un rasgo europeo. Montini, que habría sido un papa extraordinario, publicó un libro titulado “Conversaciones desde Jerusalén”. Lo escribió cuando ya estaba retirado del arzobispado de Milán. Habla de la juventud europea, de su preocupación por la pérdida de la fe. Me impresiona que en Francia haya más musulmanes que cristianos. Debemos asumirlo y ser imaginativos para mantener viva esa fe.
¿Qué tal casa su fe con el Papa?
Me parece un personaje extraordinario. Si tuviera que exigirle algo, sería que fuera más rápido en los cambios. Aunque no debe de ser fácil preconizar cambios en esa estructura eclesiástica tan compleja.
Una vez me dijo que, como católico, le gustaría una mayor participación femenina en la Iglesia. ¿Eso cómo se traduce?
La Iglesia tiene dos grandes cuestiones pendientes. La primera, la plena incorporación de la mujer a la totalidad de las posiciones eclesiásticas. La segunda, la abolición del celibato.
Volviendo a la corrupción: parece algo obvio, se han afinado los controles en las últimas décadas, pero parece inherente a la política de partidos. El PSOE se halla envuelto en una trama que recuerda a muchas de las vividas.
La corrupción es un riesgo de la condición humana, sea cual sea la profesión. Debemos levantar todas las fronteras posibles a modo de prevención.
Koldo García Izaguirre se ha convertido en un personaje literario. De hecho, ya nos resulta tan familiar que en los periódicos y en el Congreso se le llama “Koldo” a secas. Usted lee decenas de periódicos todas las mañanas. ¿Qué piensa?
Me escandalizan. Ojalá seamos implacables, se llegue adonde se llegue.
El otro día entrevisté en esta sección a Jose Vicuña, productor de ‘La escopeta nacional’. Le pregunté si Berlanga habría aprovechado a Koldo como trasunto en una de sus películas. Al principio dudó, pero luego me dijo que no. Esta trama se ha gestado sobre los muertos de una pandemia.
Se puede dar otra respuesta complementaria: hay corrupciones montadas desde la inteligencia. Porque la inteligencia no implica bondad. Al revés, sí: la bondad suele implicar inteligencia. Pero esta trama, desde el punto de vista de la inteligencia, no es muy atractiva. Existen casos de corrupción con cierto atractivo por el ejercicio de pensamiento de los corruptos. Pero esto es de tal...
Uno de los debates que usted suele introducir cuando se habla de la mala materia prima que llega a la política es el de los sueldos. Los mejores no entran en política porque no les compensa. Koldo, por ejemplo, llegó a cobrar en un año –legalmente– más que el presidente del Gobierno.
En cierto modo, la corrupción es un coste del fariseísmo social. Si queremos que los mejores estén en política, debemos retribuirles adecuadamente. Hacemos exactamente lo contrario: buscamos que los salarios sean los más bajos y que, cuando dejan la política, tengan un montón de incompatibilidades. No tengo la menor duda de esto. Cuando un empresario contrata un puesto de responsabilidad, le paga muchísimo más que al presidente del Gobierno de España.
¿Cuánto debe cobrar un presidente? Creo que el sueldo ronda los 100.000 euros.
Por desgracia, no es posible igualar ese sueldo al de los empresarios más exitosos. Filosóficamente, sí debería serlo porque… ¿qué sueldo debe ser más alto que el de quien toma las decisiones más importantes y que nos afectan a todos? Creo que el presidente debería ganar tres veces más de lo que ahora gana.
Usted es un hombre de la Transición. Algunos de los impulsores de la amnistía la comparan con aquella de 1977. ¿Qué le parece el paralelismo histórico?
Se ha polarizado el debate sobre la amnistía hasta un punto sideral. La cuestión catalana se tiene que pacificar de alguna manera. ¿Puede ser la amnistía una fórmula para lograrlo? A mí no es algo que me entusiasme, pero creo que debe explorarse por el resultado que quizá consiga. De ahí que crea que debe asumirse el coste social que entraña. Si se hubiera desarrollado con carácter de pacto de Estado, nadie estaría siendo tan crítico.
Le saco una pega al análisis: eso podría funcionar si hubiera un compromiso del independentismo por reintegrarse a la vida constitucional, ¿no?
Lo importante no es que uno diga “yo quiero la independencia”, sino que podamos ganar cuarenta o cincuenta años de paz democrática. Cuanto más tiempo pasemos con una Europa reforzada, más difícil lo tendrán los movimientos secesionistas.
Decía Ortega que hay que saber conllevar este asunto sin solución. Yo, como ciudadano, estoy dispuesto a conllevar esta amnistía que tiene flecos que no me gustan. Creo que nos permite desbloquear la cuestión catalana.
Si en su casa de niño se decidió la República, en su casa de casado se jugó la Transición. Allí comenzó a bombear el corazón de la UCD. Atravesamos una revisión de la Transición por parte de las fuerzas que apoyan al Gobierno e incluso por parte de quien vicepreside el Gobierno.
Fueron unos días apasionantes. Se trataba de integrar a los socialdemócratas y a los democristianos en la UCD. Las reuniones prosperaron y así nació una plataforma muy amplia que, en ese momento, fue capaz de representar a muchísimos votantes. En cuanto a lo que usted dice… Sí, volvemos a esa tendencia de exclusión del otro, del distinto.
Uno de los ejemplos más llamativos que ilustran la Transición lleva su firma. Encontró un papel con la identidad de quienes asesinaron a su abuelo materno en el Madrid republicano. Lo rompió, no quiso saber. Cuénteme esa historia.
Antes de morir mi madre, en sus últimos días de lucidez, solía ir a verla y charlábamos largos ratos. Vimos papeles, carpetas… Encontramos las diligencias que hizo la policía después de la guerra para averiguar en qué condiciones habían asesinado a su padre, a mi abuelo materno. Había nombres.
Sabíamos que el abuelo fue asesinado en la retaguardia republicana, pero nada más. Ella guardó esos papeles, pero jamás nos habló de ellos. Preferí romperlos. Me dio la sensación de que era un gesto sano para mis hijos y para mí.
También me gustaría que contara la única discusión política que tuvo con su padre. Cuando él se enteró de que usted era un joven que estaba en el antifranquismo, le dijo: “Algún día, tus amigos vendrán a matarme”.
Fue la única gran bronca que recuerdo con mi padre. La policía llegó a casa, me estaban buscando. Yo no estaba. Cuando regresé, me dijo eso: “Han estado preguntando por ti”. Luego añadió lo de “algún día, tus amigos vendrán a matarme”. Reaccioné con mucha dureza. Le contesté: “Los únicos que matabais al otro por sus ideas fuisteis vosotros”. En la guerra y en la represión posterior.
Una escena de veras terrible… Nunca lo olvidaré. Estábamos los dos ahí, de pie, mirándonos. Además, yo no tenía una relación demasiado fluida con mi padre. Esa contestación me salió como conducida por la electricidad, un latigazo. Pero, ¿sabe? Luego me arrepentí de haberle dicho eso.
¿Volvieron a hablar de esa discusión?
No. Supongo que él también se arrepintió de lo que me dijo.
¿Cuándo murió su padre?
En 2002.
Tuvo tiempo más que suficiente para conocer la Democracia.
La muerte de Franco le pilló siendo embajador en Argentina. Regresó a Madrid y fui a recogerle al aeropuerto. Fíjese qué casualidad. Tenía yo la radio puesta y oyó a Carrillo. No daba crédito. ¡Imagínese qué aterrizaje! No podía comprender que ese fuera el mismo país que había dejado. Nunca volvimos a hablar de política.
Tengo una sensación: usted siempre convivió mejor con la figura de su abuelo, un liberal igual que usted; que con su padre, un hombre del régimen. Pero, en sus memorias, percibo cómo poco a poco ha ido reconciliándose con su padre.
Cuando va pasando el tiempo, echas de menos a esa persona que, siendo formalmente tan cercana, te resultó tan lejana. Recuerdo la última vez que almorzamos, un mes y pico antes de su muerte. Creo que fue nuestro mejor momento juntos. Se despidió diciéndome: “Gregorio, almorcemos con más frecuencia”. Pero llegó tarde. Murió poco después. Nunca traté a mi padre a fondo, en la intimidad.
¿Y cómo era la relación entre los dos Gregorios? Hay una novela en eso. Gregorio Marañón padre se exilia al ganar Franco la guerra y Gregorio Marañón hijo vuelve desde el exilio para alistarse en el ejército sublevado.
La relación entre los dos fue muy buena siempre. También durante la guerra. He leído la correspondencia de aquel tiempo. Mi abuelo escribía consciente de que la censura podría abrir las cartas. Nunca se distanciaron… pese a la política.
¡Era imposible que su abuelo se llevara mal con alguien!
Mi abuelo tenía una máxima, que podría establecerse como un gran principio liberal: creía que, siempre, indefectiblemente, la otra parte tenía algo de razón.
En países europeos como Francia o Italia, a los chavales se les enseñan algunas de las gestas de su nación con carácter prácticamente mitológico. La Transición, con muy poca imaginación, se puede dibujar como episodio épico. Pero no se enseña en los colegios como tal.
Compartir la Historia es lo que construye un pueblo. Esa conciencia nacional crea la comunidad. Uno de los grandes problemas de España es precisamente la carencia de todo esto, que comenzó en 1996 con el famoso Pacto del Tinell y la consecuente transferencia de la educación a Cataluña. Fue un grave error.
Una educación transferida a las distintas Comunidades autónomas impide esa tarea de construcción de pueblo de la que hablaba; impide que los niños se eduquen aprendiendo una misma Historia. Una reforma pendiente y muy necesaria es una ley de educación pactada entre PP y PSOE. Hemos tenido ocho, un auténtico dislate. Jesús Polanco decía sobre la educación: “La clave está en la batalla de Aljubarrota. Según se cuente, te sientes portugués o español”. Es importantísimo.
Ha conocido en la distancia corta a todos los presidentes del Gobierno. Cuénteme alguna anécdota.
Le voy a contar una sobre el presidente que menos se nombra: Leopoldo Calvo-Sotelo. Creo que fue un buen empresario y una buena persona. Mantuvimos una entrevista en Moncloa. Al salir, me acompañó hasta la puerta y me confesó que tenía dudas por el hecho de haber aceptado la presidencia.
Es natural que una persona inteligente, como era él, mantenga ese escepticismo sobre las decisiones que toma. Sin embargo, en un político, en un presidente, esa duda puede ser un rasgo de debilidad que condiciona el ejercicio del poder.
Ahora tenemos un presidente que no tiene duda alguna, está claramente convencido.
Es verdad [sonríe]. ¡No es el caso de Calvo-Sotelo!
Cuando se habla de un “honoris causa”, se menciona su “investidura”. A usted han intentado ficharle la UCD, el PP y el PSOE.
Al principio se trataba de concurrir en listas electorales. El gobierno de Zapatero me ofreció la cartera de Cultura. Me llamó Miguel Barroso, que me dio veinticuatro horas para responder. Ha sido el día de mayor zozobra política que recuerdo.
Si hubo zozobra, es porque dudó.
Dudé, sí. Mi mujer estaba de viaje fuera de Madrid. La llamé esperando que me disuadiera, pero me dijo: “Gregorio, te respaldaré tomes la decisión que tomes”.
¡La peor respuesta posible!
¡La peor de todas! [se le escapa una carcajada] Al final, dije que no.
¿Por qué?
Me vi dedicando muchísimas horas a tareas de representación institucional. Creí que, si aceptaba, me estaría arrepintiendo todos los días de la vida en que me había metido. Creo que acerté declinando la oferta.
Suele quejarse de que la cultura no tiene en política la relevancia que merece. Si los que piensan como usted no entran en política, ¡nunca la tendrá!
Lo plantearía de otra manera: si quienes ya están en política no valoran la cultura, no tendrá esa importancia. Deberíamos pedir a los políticos que muestren ese interés. El 5% del PIB tiene que ver con la cultura. El turismo también está estrechamente relacionado con ella.
Tiene usted 82 años y trabaja como si tuviera cuarenta. Es una declaración de intenciones.
Me gusta mucho una anécdota relacionada con Goya. Cuando tenía ochenta años, tituló así uno de sus dibujos: “Aún aprendo”. Un genio como Goya aprendía con esa edad. Yo también quiero seguir pintando. Quiero seguir aprendiendo.