Los mercenarios íberos al servicio de Cartago que sembraron el terror en el Mediterráneo
- Fieros en combate, saquearon con crueldad las poleis sicilianas de Himera y Selinunte. Algunos cambiaron de bando cuando su general les abandonó.
- Más información: La ciudad perdida de los íberos en Hispania donde fue humillado un gran general romano
La brutal batalla naval de Alalia, sucedida entre las islas de Córcega y Cerdeña hacia el año 535 a.C., sepultó el poder griego en el Mediterráneo central. Una numerosa flota combinada etrusco-cartaginesa fue embestida por los espolones de las naves focenses. El combate fue terrible y el mar se tiñó de rojo ante los ojos de Poseidón. Los griegos se alzaron con la victoria, pero muchos hombres se perdieron en el mar y las pocas naves que sobrevivieron, astilladas y renqueantes, quedaron irreconocibles.
A pesar de su derrota, ahora era Cartago quien dominaba aquellas latitudes y sus suculentas rutas comerciales. Roma aún no era más que un conglomerado de aldeas bajo la influencia etrusca. Décadas después, la potencia púnica decidió que había llegado el momento de invadir la rica y fértil Sicilia, repleta de florecientes poleis griegas. El sufete Amílcar Magón envió a sus emisarios por todo el mundo conocido con el objetivo de buscar mercenarios. Llegaron a la tierra que conocían como Ispanya y reclutaron entre los belicosos íberos.
Su estreno en Sicilia no fue muy prometedor. En la primavera de 480 a.C. la hueste púnica se lanzó sobre la ciudad siciliana de Himera en un ataque que acabó en desastre. Aprovechando la noche, jinetes siracusanos al mando del tirano Gelón se hicieron pasar por aliados y prendieron fuego a las naves orientales. Al amanecer, la infantería pesada de hoplitas barrió las líneas cartaginesas y los mercenarios fueron aniquilados. Amílcar desapareció. Nunca se supo si murió en combate o se lanzó de cabeza sobre las llamas de una hoguera de sacrificios humillado por su derrota. Los íberos que sobrevivieron expulsaron a los nativos siliciotas que buscaban saquear el campamento abandonado.
Un mar en guerra
No era la primera ni sería la última vez que los íberos y celtíberos serían reclutados. Los gobernantes fenicios y nativos orientalizados del sur de la Península Ibérica solían requerir sus servicios para aclarar sus disputas. Los cartagineses no dejaban de ser unos patronos más que pagaban razonablemente bien. A través de intérpretes o intermediarios negociaban sus condiciones entre las diferentes tribus. Uno de estos reclutadores llevó hasta 250 libras de oro y 80 de plata que se sumaban al derecho al saqueo y la oportunidad de ganar fama como guerrero. No solían faltar los voluntarios.
La derrota cartaginesa en las costas de Himera llenó de júbilo al mundo heleno. Los supervivientes fueron vendidos como esclavos a precios irrisorios. Muchos se pudrieron en las minas de la isla mediterránea. El mismo año, en Salamina, frente a Atenas, los griegos destrozaron una inmensa flota persa bajo las ordenes de Jerjes. La amenaza bárbara tanto en Oriente como en Occidente había sido frenada en seco y el tirano Gelón, el héroe de Sicilia, levantó un santuario y dedicó varias ofrendas a Apolo en Delfos.
Sicilia gozó de 70 años de paz hasta que Aníbal Magón, nieto del derrotado en Himera y nada que ver con el que aterrorizó Roma, volvió a desembarcar en la isla dispuesto a borrar con furia la vergüenza de su antepasado. La guerra del Peloponeso desgarraba la Hélade y las poleis sicilianas habían quedado muy mermadas por la fracasada expedición ateniense que intentó doblegar Siracusa, aliada de Esparta.
El inmenso ejército púnico, que los poco fiables historiadores griegos elevan hasta los 100.000 hombres, compuesto de nuevo por mercenarios de numerosos pueblos, se lanzó al asalto de las murallas de Selinunte. Los proyectiles de los honderos baleares se sumaron a las saetas para cubrir el avance de hasta seis inmensas torres de asedio. Después de una obstinada resistencia aparecieron las primeras grietas por la que los íberos y demás bárbaros penetraron en la ciudad entre alaridos de guerra y violencia.
La traición de Himilcón
"Era la primera ciudad griega de Occidente que caía en manos de los bárbaros (...). Hasta los mismos templos fueron saqueados, lo que era un crimen gravísimo para la mentalidad de aquella época. (...) Diodoro [historiador griego] añade algún dato escalofriante, como es que los cartagineses cortaban las extremidades de los cadáveres, que algunos iban con las manos amputadas atadas a la cintura, que otros llevaban cabezas cortadas clavadas en las puntas de las lanzas y de las jabalinas", explica el historiador José María Blázquez en su manual de protohistoria de España.
Aún ebrios de victoria se dirigieron como un trueno contra la ciudad de Himera y las escenas de Seliunte se repitieron. Todas las poleis sicilianas quedaron horrorizadas ante "estos hombres de lengua incomprensible y de costumbres salvajes". La campaña finalizó y un satisfecho Aníbal licenció a sus mercenarios y regresó a África. Su abuelo había sido vengado y su espiritú podía descansar en paz. Aquellos bárbaros que no mezclaban el vino con agua gastaron su sueldo en las tabernas y prostíbulos o volvieron a sus lejanos hogares.
La muerte y las llamas siguieron devoraron aquella isla. El monte Etna entró en erupción y nadie logró ponerse de acuerdo sobre lo que aquella funesta señal significaba. Después de violentas ofensivas y feroces escaramuzas, los siracusanos resistieron y su tirano Dionisio, el mismo que tuvo a Platón como consejero, logró destrozar varios ejércitos púnicos. Pese a ello, los guerreros traídos del otro lado del mar siguieron llegando.
En el año 396 a.C., otro general cartaginés al borde del desastre, Himilcón, compró a Dionisio la retirada de sus hombres y abandonó a sus mercenarios a su suerte, cercados por los hoplitas siracusanos.
Los mercenarios, presas de la desesperación, entraron en pánico y se dieron a la fuga, otros se arrojaron de rodillas sollozando y suplicando piedad a aquel tirano. Entre el caos de un ejército abandonado por sus amos, la hueste íbera se preparó para la batalla y envió un mensajero. Aquel destacamento no estaba dispuesto a ser humillado.
"Dionisio, después de cumplir las ceremonias religiosas, con las que se firmaban los pactos, incorporó a los íberos a sus mercenarios, y posiblemente a su guardia personal", explica el historiador.
Como todo guerrero de alquiler, su lealtad duraba hasta que se acababa el dinero o se sentían traicionados. Algunos íberos y celtíberos buscaron fortuna en las continuas guerras de la desgarrada Hélade, otros fueron contratados por el Senado y el pueblo de Roma cuando la Urbs desafió la hegemonía cartaginesa. Las guerras se sucedían unas a otras y siempre había un bando dispuesto a rascarse el bolsillo.