La brutal escalada de los precios de la luz en España e intensa en otros Estados de la UE plantea una cuestión de fondo: la falta de realismo y de racionalidad de la estrategia europea y española para reducir las emisiones de CO2 con el objetivo de combatir el cambio climático. No se trata de cuestionar la deseabilidad de alcanzar esa meta, sino los medios y el ritmo para llegar a ella; esto es, avanzar en esa dirección sin generar costes sociales y económicos que reduzcan el nivel de vida de las generaciones presentes y, sobre todo, futuras.
Ello implica señalar algunas cuestiones básicas que tienden a olvidarse. De entrada, la emisión de una tonelada de CO2 en Madrid o en Pekín tiene el mismo efecto contaminante a escala global. Esto plantea el clásico problema del free rider. Los esfuerzos realizados por la UE y por España, por ejemplo, para disminuir gases de efecto invernadero no tienen impacto benéfico alguno sobre el calentamiento global si los demás emisores no hacen lo mismo. Al contrario, éstos tendrán potentes incentivos para contaminar más si pueden obtener beneficios de hacerlo.
Por otra parte, hay que situar la cuestión en sus verdaderas dimensiones. En 2019, la UE suponía el 9,7 % de las emisiones de CO2 del total mundial, los países de la OCDE el 35,2%, los no OCDE el 64,8% y, de ellos, China e India, el 36,1%, casi un punto por encima de todas las economías desarrolladas.
En ese contexto, tras una descomunal recesión y con unas perspectivas económicas poco boyantes, Europa ha aprobado una disminución de las emisiones de C02 del 55% respecto a las realizadas en 1990. En paralelo, China ha comunicado que llegará a su pico de emisiones en 2030 y que le estabilizará en los niveles obtenidos ese año en 2060.
La emisión de una tonelada de CO2 en Madrid o en Pekín tiene el mismo efecto contaminante a escala global
La política de descarbonización emprendida por la UE pretende liquidar a velocidad de vértigo el uso de energías procedentes de los combustibles fósiles y crear una mix de generación sostenida en exclusiva o muy mayoritariamente sobre las renovables. Ni hablar de ampliar la hidráulica que irrita a los ecologistas y la nuclear, que tampoco emite, pero es tabú para los paladines de la corrección política. Ese doble enfoque tendrá consecuencias bastante desagradables.
Las actuales energías renovables, algunas de ellas, son muy caras; otras están en fase experimental y ninguna tiene capacidad de almacenarse, al menos, a una escala suficiente y a coste bajo. Esto se traduce en su imposibilidad de garantizar una oferta energética barata y estable.
Quizá, esas dificultades desaparezcan con el tiempo, pero, mientras eso no suceda, su acelerada implantación lleva sí o sí mayores precios energéticos para los consumidores, lo que equivale a una erosión de la renta disponible de las familias, de la competitividad de las empresas y, por tanto, a un menor crecimiento de la economía y del empleo.
En el ámbito doméstico, el impulso a las renovables proporcionará lucrativas ganancias a sus promotores a través de las regulaciones y de las restricciones a la competencia que aquellas imponen. Los perdedores serán los usuarios y las compañías que no sean capaces de ajustarse a los deseos gubernamentales desaparecerán del mercado o emigrarán.
En el internacional, se concede a China una ventaja competitiva brutal ya que es el gran productor mundial de tecnología solar y eólica y cuenta con un Ejecutivo cuyo interés en descarbonizar es inexistente. Venderá a Occidente para que descontamine mientras sigue emitiendo a velocidad de vértigo.
Para cerrar el círculo, el sectarismo ideológico del Gabinete cierra la opción al desarrollo de fuentes de energía autóctonas (hidráulica/nuclear) y desincentiva la posibilidad de que los industrias, que producen y emplean combustibles fósiles realicen innovaciones y avances tecnológicos que reduzcan las emisiones de CO2 (los avances en la industria automovilística y petrolera han sido brutales) e incluso lleguen a eliminarlas.
En España, el debate sobre esta materia brilla por su ausencia. Quienes plantean objeciones a los planes gubernamentales son descalificados como negacionistas y enemigos de la Humanidad; los partidos de la oposición asumen los planteamientos del Gobierno por temor o ignorancia y el grueso de la sociedad no es consciente de lo que el país se juega en la configuración de su modelo energético.
Un país que emite el 0,8% del CO2 del mundo, tiene una estructura económica como la española y una grave pérdida de actividad industrial no está para ser un cruzado de la religión climática.