A medida que porcentajes más elevados de la población reciben las dos dosis de la vacuna y pasan a convertir la pandemia en un problema de salud pública más fácil de gestionar (fase que culminará cuando todo el mundo, en todos los países y en todas las franjas de edad, haya recibido su correspondiente vacuna y esté preparado para recibir sus refuerzos periódicamente), el retorno a lo que algunos llaman 'normalidad' va haciéndose patente en cada vez más sitios.
El problema, por supuesto, es que eso que llamamos 'normalidad', el tipo de vida que llevábamos antes de que el virus nos obligase a cambiarlo bruscamente, fue precisamente uno de los principales componentes que nos llevó a esa situación. Y si la recuperamos, no tardaremos en experimentar otros tipos de disrupciones: desde nuevas pandemias derivadas de la creciente presión sobre los ecosistemas, hasta fenómenos climáticos extremos y desastres naturales de todo tipo.
Se calcula que uno de cada tres norteamericanos han experimentado las consecuencias de algún tipo de desastre climático tan solo durante este verano que termina, y que los niños actuales vivirán alrededor de tres veces más catástrofes de este tipo que sus abuelos.
El último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático lo deja meridianamente claro: la emergencia climática es ya generalizada, mucho más rápida de lo que esperábamos, y se está intensificando cada vez más. Y sin embargo, la inercia de las sociedades humanas es de tal magnitud, que incluso tras una pandemia que ha cambiado dramáticamente nuestra forma de hacer las cosas durante casi dos años y ha terminado con la vida de casi cinco millones de personas, nos encontramos ahora en la fase de intentar por todos los medios volver a hacer las cosas exactamente igual que como las hacíamos antes del desastre.
¿Qué esconde la aparente incapacidad de tantas organizaciones humanas para llevar a cabo cambios que serían necesarios para algo tan brutal y tan aparentemente fácil de entender como la preservación de la especie?
¿Nos hemos parado a pensar qué hay detrás de la psicología del directivo que, tras haber comprobado de manera fehaciente durante meses que una gran parte de las actividades de su compañía pueden llevarse a cabo de manera distribuida, toma la decisión de ordenar a todos sus trabajadores que vuelvan a sus oficinas?
Sabemos perfectamente que reducir el número de desplazamientos sistemáticos diarios entre hogares y puestos de trabajo es clave para reducir las emisiones en las ciudades, pero en nuestra escala de prioridades, preferimos relegar ese hecho a uno de los últimos lugares con el fin de… ¿qué? Simplemente, de poder mantener nuestras rutinas tal y como estaban.
La inercia y el miedo al cambio es, aparentemente, lo que va a condenar a la civilización humana a convertirse en insostenible. Ante decisiones importantísimas y de las que depende nada menos que la viabilidad de nuestra especie, son muchísimas las personas que eligen no introducir ningún cambio, por miedo a que las consecuencias de ese cambio puedan amenazar de alguna manera la situación de equilibrio que conocían.
La inercia y el miedo al cambio es, aparentemente, lo que va a condenar a la civilización humana a convertirse en insostenible
Que ese equilibrio que conocen esté, en realidad, construido sobre una minúscula plataforma en rápido movimiento espiral hacia el desagüe de la historia es algo que, simplemente, no se paran a pensar. La idea de cambiar el funcionamiento de nuestras compañías, de nuestras relaciones laborales o de nuestras ciudades, convertidas en trampas que envenenan a los que pasamos tiempo en ellas, resulta inaceptable, inconcebible. Salvo que alguien más arriba tome la decisión de manera taxativa. Y a veces, ni así.
¿Qué esconde el continuismo? Simplemente, mediocridad e incapacidad para priorizar adecuadamente. Generaciones de directivos supuestamente educados para tomar decisiones resultan ahora ser completamente incompetentes a la hora de situar sus prioridades con un mínimo de sentido común.
Cientos de temores minúsculos y sin evidencia de ser reales: ¿Trabajarán menos algunos empleados si están en su casa alejados de mi control? ¿Innovará menos la compañía si no nos vemos las caras en los pasillos? ¿Serán necesarios tantos mandos intermedios si otorgamos más autonomía a los trabajadores? ¿Merecen esos trabajadores más confianza? Son miedos que impiden que tomemos decisiones que, a escala colectiva, tendrían mucho que ver en asegurar un futuro para la humanidad.
Tras una pandemia, es el momento de revaluar nuestras prioridades a todos los niveles, no de tratar frenéticamente y por todos los medios de recuperar algo que llamamos 'normalidad'. Y esa tarea, absolutamente existencial, la estamos haciendo rematadamente MAL.