Era el año 1976, aún en plena crisis del petróleo. Ambos éramos profesores en la Universidad Complutense de Madrid (él de Química y yo de Matemáticas) cuando Alfredo Pérez Rubalcaba me preguntó muy serio si yo pensaba que la crisis del capitalismo era estructural o coyuntural, y yo, muy serio también, le respondí que estructural.

No sé si le convencí o no, pero aquello a mí ahora me suena como una escena de La Verbena de la Paloma. ¡Lástima que ya no podamos reírnos recordándolo!

La pregunta, y la opereta, vuelve con su ritornelo: ¿está el capitalismo atravesando su enésima crisis? Sí. ¿Es coyuntural o estructural? Estructural. ¿Tiene remedio? Sí. ¿Logrará el capitalismo superarla una vez más? Sí. ¿Hay una alternativa desde la izquierda, como mucha gente creía entonces, ocho años después del mayo francés? No. ¿Por qué? Porque la izquierda se ha perdido en los vericuetos de la “magia Borras” del lenguaje inclusivo, de la matemática con perspectiva de género y, en general, de la petulancia inquisitorial propia de una “Reina de corazones” que, ante cualquier cosa que le disgusta solo sabe gritar: ¡Que le corten la cabeza! ¡Que lo cancelen!

La izquierda, tradicional enemiga del capitalismo, se ha vuelto, además de inoperante, estomagante a los ojos de muchos de sus antiguos (y también de los potenciales) prescriptores y votantes. Por eso el capitalismo, en su lucha por superar esta su enésima crisis estructural tiene despejado el camino y puede presentarse ante el mundo como la única alternativa.

Pero ¿es esa alternativa tan evidente? No, y, además, tiene enormes obstáculos en su camino. Los, por simplificar, “gestores de la economía internacional” no tienen ni idea de por donde tirar y están tan perplejos como el que más al contemplar el enorme rompecabezas que tienen delante y el callejón sin salida al que han llevado las políticas monetarias acomodaticias de los últimos 14 años y la actitud escapista de los gobiernos y su “creo que lo pensaré mañana” (o lo pensará el día 29 de marzo, como ha dicho un conocido presidente de gobierno, mientras la orquesta del Titanic suena a su alrededor).

Hace siete días titulábamos esta columna: “Caos en la economía global”. La cosa es tan clara que, a lo largo de la semana, hasta los organismos internacionales, que no se caracterizan por su clarividencia precisamente, se sumaban a ese diagnóstico. La directora del FMI, Kristalina Georgieva, afirmaba que “la guerra en Ucrania es como un poderoso terremoto que tendrá un efecto dominó en toda la economía mundial, especialmente en los países pobres”. Por su parte, el secretario general de la OCDE, Mathias Cormann, confesaba sin tapujos su impotencia a la hora de entender lo que está pasando con estas palabras: “no estamos en condiciones de presentar nuestro habitual informe sobre perspectivas de la economía global”.

Hay que agradecerles la claridad. Algo es algo. Pocos meses antes, en cambio, sus palabras solo servían para emborronarlo todo: que si 2022 iba a ser el año de la recuperación (también para Pedro Sánchez y su ministra de economía que, desde hace dos años no da ni una); que si, en palabras del FMI en su informe del mes de octubre, la inflación era un problema, “pero que iría descendiendo gradualmente a medida que los desequilibrios entre oferta y demanda desaparezcan en 2022 y las políticas monetarias en las mayores economías se vayan endureciendo”… y así sucesivamente, en su mundo de ensoñaciones.

La guerra en Ucrania tapa todos sus errores de cálculo igual que en los años 1974 a 1980 el shock doble del petróleo servía de chivo expiatorio para explicar una crisis que tenía unas raíces mucho más profundas y que venían de mucho tiempo atrás. ¿O es que acaso no se había derrumbado el sistema cambiario de Bretton Woods en agosto de 1971, más de dos años antes de la Guerra del Yom Kippur? ¿Es que Richard Nixon no había recurrido en ese mismo 1971 a la tentación de todo gobernante de congelar precios y salarios mucho antes del embargo del petróleo por parte de los países árabes? ¿O es que el Congreso norteamericano no había aprobado un Plan de Estabilidad Económica incluso antes, en 1970, dándole a Nixon la capacidad de decretar esas medidas?

El encarecimiento de la energía escondía entonces, igual que lo hace la Guerra de Ucrania ahora, el hecho de que el sistema no daba más de sí sobre las bases en que se había sustentado durante 30 años. Y las recesiones se precipitaban una tras otra porque la tendencia de los beneficios empresariales era decreciente.

Tampoco dan más de sí las políticas que desde 2008 han estirado la cuerda de la prosperidad, cuando las bases que sustentaban esa prosperidad ya habían desaparecido. Y los beneficios empresariales se han mantenido gracias a las enormes inyecciones de dinero creado de la nada y de los tipos de interés cero o negativos con los que pueden sobrevivir como zombis hasta las empresas más zarrapastrosas.
Pero, como dicen los anglosajones, en expresión intraducible los “chickens have come home to roost” (“los pollos han vuelto a casa a posarse”) que casi suena tan ordinaria como la española “ya viene el tío Paco con la rebaja”.

Desde octubre de 2018 en que el índice de Confianza de los Consumidores de EEUU alcanzó uno de sus valores máximos de los últimos 55 años era evidente que la expansión económica iniciada allí en el verano de 2009 estaba en tiempo de descuento (en realidad, llevaba en tiempo de descuento desde 2016). Tanto, que, en diciembre de 2018, la Reserva Federal tuvo que confesar que daría marcha atrás en su intento de subir los tipos de interés. Y, por si eso fuera poco, ya en septiembre de 2019 debió salvar la situación crítica del mercado monetario de EEUU y recurrir de nuevo y de mala gana a inyecciones masivas de liquidez.

No hacía falta que la Covid 19 lo precipitara todo: la recesión de la economía norteamericana estaba servida desde bastante antes y el gasto desproporcionado de su gobierno, mucho más allá de lo que sería salvar la emergencia de la pandemia, terminó de provocar la situación actual: la inflación en el 7,9%, y subiendo, y, por tanto, la necesidad forzosa de tener que empezar a subir los tipos de interés allí, mientras el BCE deshoja la margarita sobre cuál será el momento ideal para afrontar ese trago en la zona euro.

La Guerra que Rusia ha lanzado contra Ucrania solo ha puesto al desnudo de la manera más desagradable posible la evidencia de que las políticas fiscales y monetarias de los últimos años no dan más de sí, con el agravante de que, tras haber abusado de ellas, “imposibles las dejabais, para Vos y para mí”.

¿Estructural o coyuntural? A juzgar por el pasado, entramos en esta crisis “estructurales” y saldremos “coyunturales”.