Este mes de junio, la vida parece haberse paralizado tras la convocatoria de elecciones generales anticipadas. Y no es cosa menor: nos jugamos mucho. Pero, entre declaración y declaración de nuestros actores políticos, nuestros jóvenes acuden a examinarse de las pruebas de acceso a la universidad, la EBAU. Los mayores recordamos cuando pasamos por ese trance y, casi sistemáticamente, sacamos el argumento de “abuelito Cebolleta” de que en nuestro tiempo todo era más difícil y mejor.
No es ese mi caso. Sigo en la cincuentena (por poco tiempo) y cuando me examiné, me estudié un 40% del temario. Me faltaron dos décimas para entrar en Medicina (de haber aprobado sería psiquiatra, neuróloga, o vaya usted a saber). Era joven: me ha dado tiempo a arrepentirme. Hoy en día, se habla de “inflación” de notas en Bachillerato y en la EBAU.
No sé cuánto hay de cierto, pero sí creo que no es un problema de ahora, sino que es una tendencia que viene de lejos, y en cuyo trasfondo está la obsesión con la estadística y la cuantificación de la calidad, de la enseñanza, o de lo que sea.
El problema de nuestras universidades es que son mediocres. Públicas y privadas. Me da igual si hay una que destaca en un grado concreto, en un MBA determinado, o un profesor lumbreras. En general, no podemos estar orgullosos de nuestras universidades. Y la responsabilidad no es de los alumnos: los jóvenes españoles no son idiotas, ni incapaces. El tema es muy relevante porque afecta a otras cuestiones de suma importancia estratégica para nuestro futuro económico. Por ejemplo, el desarrollo del sector tecnológico, la estructura empresarial, la productividad laboral o la cultura empresarial. Casi nada.
El sistema universitario y de formación profesional permite asignar los recursos eficientemente, en concreto, el capital humano. Eso quiere decir, que si nuestra estructura productiva mejora, nuestros jóvenes talentosos no tendrán que irse a otros países. Y, al revés, el que haya buenos profesionales de las actividades punteras es un incentivo para que se desarrolle ese sector. Para esto sería necesario que hubiera inversión empresarial, pero ese no es el tema de hoy.
El problema de nuestras universidades es que son mediocres. Públicas y privadas
Hoy toca echarle un vistazo a las universidades. Y, si por algo se caracterizan, es que dependen de los incentivos más que otras instituciones, porque el éxito depende de profesores, alumnos y gestores, todos personas, llenas de sesgos, prejuicios, egos e intereses creados. La otra característica es que la estructura organizativa, a menos que se trate de una universidad de nuevo cuño, es rígida y existen incentivos para que siga siendo así. En estas circunstancias, proyectos como la “innovación de la metodología docente” suenan a cosas de marcianos o de vendehumos. Nadie te toma en serio. Mientras tanto, nuestras universidades siguen siendo mediocres y nosotros seguimos cebando el ego de los académicos, y la dependencia intelectual y el desánimo de los alumnos, y la auto-complacencia de ambos.
¿En qué radica el problema? Desde mi punto de vista, y reduciendo el ámbito del artículo a las facultades de economía y empresa y, tal vez, de derecho y humanidades, no sabemos qué queremos de nuestras universidades. Sabemos las generalidades: que los alumnos salgan mejor formados, que tengan un trabajo inmediatamente y que les haga felices, un mercado laboral moderno, fluido, sin paro, cielos despejados con 23 grados todo el año. Pero si centramos más el tiro, no está tan claro qué objetivo asignamos a nuestras universidades. No nos decidimos sobre si queremos que nuestros alumnos salgan con una formación madura o si queremos que salgan colocados. No sabemos si queremos ser referentes serios de investigación o tener investigadores populares. No es lo mismo.
Una cosa es que te citen porque has publicado sobre la última efímera modernidad y otra cosa es publicar un artículo que marca un cambio de tendencia, y que abre paso a otras investigaciones que van a abrir una ventana a un pensamiento diferente. La primera publicación es citada en todos sitios; la segunda, no necesariamente. Los investigadores disruptores, los que cuestionan la ortodoxia y mueven la aguja, no tienen cabida en nuestro sistema. La razón es que tienen, por definición, mala reputación, y los ranking universitarios, además de en la empleabilidad, se basan en la reputación y en el impacto de las publicaciones, que es medido en términos de número de citas en las revistas académicas ortodoxas.
No nos decidimos sobre si queremos que nuestros alumnos salgan con una formación madura o si queremos que salgan colocados
Respecto a la enseñanza en las aulas, tampoco sabemos si queremos seguir enseñando los mismos manuales, pero revisados, o si el mundo del siglo XXI, y los jóvenes que lo viven necesitan “otra cosa”. Por ejemplo, volvemos repetitivamente al dilema de la calculadora. Mi padre consideraba una aberración que nos permitieran llevarla a los exámenes porque garantizaba la pérdida de fluidez en el cálculo. Tenía razón, pero no ha sido una catástrofe. Hoy no es la calculadora, son las novedades tecnológicas y su aplicación en las aulas.
¿Qué queremos enseñar? ¿Razonamiento lógico y memoria? ¿Que sepan resolver los problemas que se les presenten en las empresas de hoy, es decir, internacionalizadas, sometidas a cambio acelerado, con digitalización pendiente? Porque no se puede todo, especialmente si mantenemos intacto el cómo enseñamos, la estructura de universidades y facultades y una arquitectura de incentivos que esclerotiza, día a día, las instituciones educativas, y nos apalanca en la mediocridad en la que nos hemos instalado, al calor de la politización de la educación. Nótese que no diferencio entre universidades o públicas: la ANECA ya se encarga de atarnos de pies y manos a todos. La ineficiencia democratizada.
Mi solución, como siempre, es permitir que emerjan alternativas. No solamente la Formación Profesional, que debería dejar de ser el pariente pobre de la educación. La libertad de elegir entre alternativas educativas que sean testadas por las empresas, no por el ministerio, podría ser un primer paso. Pero, la obsesión con homogeneizar la calidad de la educación en el territorio español ha transformado la ANECA en una institución censora y a la universidad española (o muchas facultades) en un cuello de botella donde nuestros jóvenes no aprenden lo que necesitan. ¿Qué se puede hacer? Por favor, liberadnos.