La lucha entre el sistema educativo tradicional y el desarrollo de la inteligencia artificial generativa resulta absolutamente fascinante, y más aún si llevas un cierto tiempo tanto en una disciplina como en la otra.
Llevo más de treinta años, treinta y cuatro concretamente, trabajando en educación, y hace ya más de doce que asistí a la fundación de una compañía de inteligencia artificial y me pude quedar en ella para asistir su desarrollo. La combinación es enormemente interesante, y más si los tiempos acompañan y tienes la suerte, como dice la famosa maldición china, de vivir tiempos interesantes, es decir, de asistir a muchos cambios.
Por el momento, la batalla se conforma entre los que pretenden prohibir o, de alguna manera, eliminar las herramientas de inteligencia artificial generativa de la educación, y aquellos que piensan que es fundamental integrarlas en ella. Cada parte tiene sus argumentos, y si hacemos caso a la historia, lo habitual es que los “conservadores”, los que pretenden mantener “la esencia de la educación” aunque sea aislándola del contexto socioeconómico o tecnológico, sean los que triunfen.
Esa es la razón de que, por ejemplo, cada vez haya más partidarios de prohibir los móviles en los colegios: se prefiere mantener la estabilidad del sistema educativo que conocen padres, profesores y alumnos, en lugar de emprender una costosa e incómoda modificación que permita integrar una herramienta potencialmente poderosísima en el proceso. En lugar de emplear la potencia de esos ordenadores de bolsillo en la educación de manera horizontal, es preferible clasificarlos como “herramientas de Satanás”, demonizar sus efectos (efectos nocivos que se producen, precisamente, por el desconocimiento al que da lugar no haber educado a los alumnos en ellos), y seguir dando clase como antes.
Con la inteligencia artificial generativa se intenta hacer lo mismo: por favor, ¿cómo vamos a permitir que los alumnos pregunten a ChatGPT y se lo dé todo hecho, cuando lo que tienen que hacer es memorizar y estudiar? Es el mismo razonamiento que antes recibió, por ejemplo, la calculadora, y no faltará quien diga que funcionó.
Lo habitual es que los “conservadores”, los que pretenden mantener “la esencia de la educación” aunque sea aislándola del contexto socioeconómico o tecnológico, sean los que triunfen
Sin embargo, algunos pensamos que hay otro camino. Que se puede utilizar la tecnología no como “atajo” que evita que los conocimientos se fijen, sino como forma de construir el tan necesario pensamiento crítico que nuestra sociedad desesperadamente necesita. Que si los alumnos, cada vez que tienen que estudiar algo, lo buscasen en sus smartphones, eso serviría para que, con la monitorización adecuada, aprendiesen a contrastar fuentes, a verificarlas, a detectar sesgos, a relacionar resultados, y a todo eso que hace falta para que, más adelante, no les cuelen bulos y fake news del tamaño de autobuses.
Que no, que el problema de las fake news no es de la tecnología, sino de empeñarnos en no enseñar a nadie a usarla, de creer que “ya aprenderán por su cuenta”. El resultado de que “aprendan por su cuenta” lo tenemos delante de nuestras narices: una sociedad brutalmente polarizada que, en gran proporción, se cree todo lo que le pasa por delante de los ojos.
Con la inteligencia artificial generativa podríamos, si no fuera por la presión de “los conservadores de siempre”, plantearnos un futuro diferente. Podríamos pensar que la mejor forma de aprender es la interacción, y que no somos capaces de interactuar correctamente con los alumnos porque eso requeriría una relación uno a uno, en lugar de uno a muchos. Es decir, si pudiésemos poner a cada alumno un tutor que tuviese no solo conocimientos muy profundos de todas las materias, sino que además, conociese perfectamente al alumno con el que trabaja, ¿no se parecería eso a un sistema educativo ideal?
Precisamente esa podría ser la promesa de la inteligencia artificial: sometida a los controles adecuados, podría empezar a capturar las interacciones de los alumnos con el conocimiento hasta entender cómo funciona su cerebro y sus esquemas de aprendizaje, ir administrándoles conocimiento, e incluso evaluar cómo lo retienen o interiorizan. Las instituciones educativas podrían centrarse en fomentar las habilidades sociales y de otros tipos, porque el aprendizaje de las distintas materias estaría controlado por algoritmos en permanente relación con los alumnos.
Pero más aún… esos algoritmos personalizados podrían, incluso, ir aconsejando a los alumnos sobre aquellos contenidos con los que tienen mayor afinidad, tanto a la hora de “ayudar a rellenar huecos”, como a la de hacerlos compatibles con sus gustos, intereses o circunstancias. Sería como tener un asistente personal educativo que empieza contigo en la escuela, y que se va adaptando a tus intereses a medida que progresas ya no solo en el escalafón educativo, sino incluso en el profesional. Un registro personalizado y únicamente disponible para ti de tus habilidades, de tus intereses y de tu desempeño a lo largo del tiempo, con la versatilidad que cada uno quiera darle.
¿Podemos plantear futuros de ese tipo? ¿O vamos a quedarnos anclados en que hay que hincar los codos, memorizar mucho y aprobar exámenes de los que te olvidas una semana después? ¿Puede la tecnología hacer posible el sueño de la educación personalizada?
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.