¿Veremos el objetivo de inflación por encima del 2%?
Con la lucha contra la inflación aún como telón de fondo para los bancos centrales, el descenso de los últimos meses había aliviado el nerviosismo del mercado, aunque en la eurozona, el índice de precios al consumidor vivió un repunte en el mes de mayo, hasta el 2,6% (dos décimas por encima del mes anterior), mientras que en Estados Unidos alcanzaba el 3,4% a cierre de abril, último dato disponible. Sin embargo, a los banqueros centrales les queda el trabajo más arduo y comprometido: poder situar de manera estable la inflación en el 2% sin provocar una recesión en sus respectivas economías, que ya comienzan a ralentizarse, sobre todo en Europa.
Con ello, una posible bajada de tipos, así como las mayores presiones inflacionistas como consecuencia de la imposición de aranceles entre China y Estados Unidos, el encarecimiento de la energía provocada por el desarrollo tecnológico (los centros de datos utilizarán el 8 % de la energía de EEUU para 2030, frente al 3% en 2022), y las políticas fiscales expansivas reabren un viejo debate entre corrientes económicas: hasta qué niveles elevar el objetivo de inflación.
Ningún estudio económico ha determinado de forma convincente cuál es la tasa de inflación óptima. Sin embargo, muchos bancos centrales han optado por una política común: un objetivo de inflación cercano al 2%. Entre estos bancos centrales se encuentran la Reserva Federal —que considera la inflación del 2% un «objetivo a largo plazo»—, el Banco Central Europeo —que aspira a tasas de inflación «inferiores, pero próximas, al 2%»— y la mayoría de los demás bancos centrales de las economías avanzadas. Pero ¿existen razones para elevar dicho objetivo?
La razón principal para aumentar los objetivos de inflación sería el de evitar el llamado límite inferior de cero, una encrucijada macroeconómica que se produce cuando los tipos de interés nominales a corto plazo están cerca de cero o en el cero. Así se crea una trampa de liquidez en la que los bancos centrales ven mermada su capacidad para estimular la economía. Muchos economistas han señalado que la trampa de liquidez carecía de sentido práctico, ya que los tipos de interés nominales solían estar por encima de cero previo y durante recesiones. En un entorno de recesión, esto permitía a las autoridades recortar tipos de interés con margen suficiente para restablecer el pleno empleo, sin llegar al umbral de cero.
En 1990 se produjo el punto de inflexión con Japón, que, sumido en una recesión, vio cómo su Banco Central reducía los tipos de interés del 6% en 1992 al 0,1% en 1999. Sin embargo, la producción y actividad siguieron deprimidas, sumiendo al país en la llamada trampa de liquidez, una situación similar a la que se vivió en Estados Unidos y en Europa tras la crisis financiera de 2008. Con los bancos centrales inhabilitados para recortar más los tipos de interés, el desempleo creció y se mantuvo alto durante gran parte de la década pasada. Ante esto, los bancos centrales dieron con el quantitative easing, una fórmula consistente en la expansión de la base monetaria a través de grandes compras de activos por parte de los bancos centrales.
La razón principal para aumentar los objetivos de inflación sería el de evitar el llamado límite inferior de cero
Así, el riesgo de alcanzar el límite cero de los tipos de interés depende del objetivo de inflación fijado por los bancos centrales. Para ilustrar este concepto, supongamos que una economía comienza en equilibrio a largo plazo con un objetivo de inflación y un nivel de tipo de interés real a largo plazo específicos. Esto implica que el nivel a largo plazo del tipo de interés nominal sería la suma de ambos porcentajes.
Ilustremos dos casos en los que una recesión azota un país, con distintos objetivos de inflación. En el primer supuesto, nos encontramos con un país con objetivo de inflación del 2 % y un tipo de interés real a largo plazo del 2%. El banco central podría bajar este tipo nominal hasta en cuatro puntos, antes de que llegue a cero. Por el contrario, en un segundo caso, en el que el objetivo de inflación fuese del 4 % y el tipo de interés real a largo plazo se mantuviese en el 2%, el banco central podría bajar el tipo nominal hasta seis puntos antes de caer en la trampa de liquidez.
En todo caso, el objetivo de inflación mayor del 2% no ha sido siempre rechazado por parte de los banqueros centrales. Bajo el mandato de Volcker, la Reserva Federal consiguió atajar la inflación de doble dígito que se registró en 1970, episodio que se acuñó como «la conquista de la inflación». Los niveles de inflación se mantuvieron estables en el 4% de 1985 a 1988, sin que Volcker y los demás miembros de la Reserva Federal tratasen de reducirla. Esta institución no endureció su política hasta finales de 1988, cuando la inflación empezó a subir de nuevo.
Pese a todo, la inflación no deja de ser una destrucción del poder adquisitivo de la que el ciudadano de a pie no puede escapar. La alta inflación de la década de 1970 fue una experiencia que ha dominado el pensamiento y las acciones de los banqueros centrales desde entonces. De esta forma, los banqueros centrales se han erigido como los garantes de que dicha destrucción no empeore y se mantenga estable en el tiempo.
De igual modo, parece improbable que este objetivo de inflación pueda variar en el corto y medio plazo, pues además de las políticas monetarias, la herramienta más importante de los bancos centrales es la comunicación. Cambiar dicho objetivo supondría un descrédito al discurso de los gobernantes y a sus medidas monetarias.
*** Juan Litrán es analista de Family Office en Creand Asset Management.