Argentina es un país especialmente querido para mí, tanto por razones personales como porque conozco muchos colegas argentinos, a quienes aprecio. Decir que Argentina no pasa por su mejor momento es quedarse muy corto. Son décadas padeciendo (y votando) políticas económicas extractivas, destructivas y generadoras de una mentalidad, una cultura de la dependencia que tiene el mismo efecto que cal sobre la tierra, lo mata todo.
El porcentaje de ciudadanos que dependen de lo que uno u otro gobernante quiera darles es una barbaridad. Casi la mitad de la población vive por debajo de la línea de la pobreza y el número de indigentes supera el 10% de la población.
Estos terribles datos se deben a un círculo vicioso que relaciona la deuda debida a un extraordinario gasto público, la monetización de la deuda, las medidas (como las LELIQ o los pases pasivos) que pretendían solucionar el problema de la monetización de la deuda pero han generado un problema igual o peor, la inflación galopante, la falta de inversión debido, entre otras cosas, al cepo cambiario y a la inseguridad jurídica, las pocas exportaciones, que implica escasez de divisas, y por tanto, la dificultad para devolver préstamos internacionales, y como mencionaba antes, la creación de una cultura de la dependencia entre la ciudadanía.
Desde mi punto de vista esto es lo peor. Porque la combinación de pobreza y dependencia es muy difícil de deshacer. Para romperla hay que proveer a la ciudadanía de medios y de canales para enriquecerse.
Para lograrlo hay que ahorrar e invertir. Para todo ello hay que acabar con el CEPO, licuar las LELIQ, estabilizar la moneda, reducir la inflación, controlar el presupuesto, lidiar con los efectos de la política monetaria contractiva en la actividad económica y el PIB. Una amarga medicina.
La combinación de pobreza y dependencia es muy difícil de deshacer
Pero ¿se podría hacer de otro modo? Tal vez se podría aminorar el ritmo para “dulcificar” la medicina, con sus consabidas consecuencias en contra. Pero de la medicina no se libra Argentina. No. La alternativa es seguir aumentando el gasto, poner parches para achicar algo los agujeros y aumentar los vicios extractivos y la miseria. Si en tres décadas no ha funcionado, no va a funcionar ahora.
El controvertido presidente Milei, que tiene más porcentaje de votos que ninguno de nuestros líderes políticos patrios, ha emprendido una reforma radical. Y, además, sigue siendo tan polémico y tan lenguaraz como siempre. Sinceramente, no entiendo el asombro de quienes, de repente, se llevan las manos a la cabeza por sus declaraciones extemporáneas, por sus bravuconadas, como afirmar que están “reescribiendo gran parte de la teoría económica”, por poner un ejemplo. Siempre fue así. Al lado de eso, discursos como el de Davos, o las primeras palabras que le dedicó a los ciudadanos (“No hay plata”) me han parecido magníficos.
Ahora bien, que la llegada de Milei y las medallas y premios conseguidos sean el escándalo de los escándalos en España me parece de todo punto desproporcionado.
Escandalosas son otras cosas.
Por ejemplo, la composición de nuestro crecimiento. Sacamos pecho porque crece nuestro PIB, pero no veo ninguna autoridad representativa explicar seriamente el problema de la baja productividad o la persistente caída de la inversión. Crecemos a golpe de gasto público. ¿Es ese un crecimiento sostenible? No lo es. ¿Se hace algo para solventarlo? No.
Tenemos un serio problema en el sector inmobiliario en muchas grandes ciudades como Barcelona, Málaga o Madrid que se están asfixiando con los controles y regulaciones. Si una de nuestras fuentes de crecimiento es el turismo, el “mantra” ahora es la desturificación, una palabra tan peligrosa como la desindustrialización.
Pero lo peor no es el mantra sino que no viene acompañado de ningún remedio. Una queja tan seria debería incluir una solución que explicara cómo se van a compensar los millones de euros que genera el turismo, qué actividades van a emplear a tantos trabajadores que se ganan la vida con el turismo. Porque si el turismo es malo peor es la miseria, el paro, la inactividad económica.
Otro motivo de escándalo mucho más grave que la visita de Milei es el desmantelamiento del Estado de derecho. Y me limito a los dos hechos más recientes.
Por un lado, se está blanqueando un caso de corrupción como el de los ERE. Todavía hay gente de bien que sigue pensando que no fue tanto, que no “robaron a los parados” sino al fisco, cuando los delincuentes condenados por la justicia sabían el destino del dinero que “distrajeron”. Siguen con el tema de que no robaron porque no se quedaron el dinero ellos, cuando existe un delito tipificado que consiste en destinar dinero público a beneficiar a terceros.
Y ahora, el Tribunal Constitucional, la nueva marioneta de Sánchez, señala al Tribunal Supremo, máximo órgano de la justicia española, y le acusa de haberse extralimitado en la sentencia a los infractores, limitando las responsabilidades penales a la Consejería de Empleo. Eso es marcarse “una infanta” en toda regla: “yo no sabía”. Como si los altos cargos, que sí sabían del riesgo de desvío de fondos que el sistema había generado, fueran ignorantes de qué iba a pasar con ese desvío.
Si una de nuestras fuentes de crecimiento es el turismo, el “mantra” ahora es la desturificación, una palabra tan peligrosa como la desindustrialización
Por otro lado, se ha pactado una renovación del Consejo General del Poder Judicial, con las bendiciones de Bruselas, que perpetúa la politización de la justicia, el reparto de vocales entre los partidos mayoritarios. Eso sí, hay un compromiso de cambiar la forma de designar a los magistrados de dicho órgano. ¿Cuándo ha mantenido un compromiso el gobierno de Sánchez? Nunca. La palabra de Sánchez es garantía de que sus actos van a ser otros. Tampoco esperaba otra cosa de Feijóo. Pero lo que más me preocupa son las bendiciones de Bruselas.
Imagino que siempre puedes unirse al coro de los “yo no sabía”.
Después de esta mínima revisión de los problemas tan serios que tenemos, el supuesto escándalo de Milei se queda en una distracción más para quitar el foco de lo relevante y que los ciudadanos no se den mucha cuenta de la destrucción lenta pero continua de nuestra democracia.
Dejemos a los argentinos votar en paz y ocupémonos de lo que hemos votado nosotros.