Imágenes de un grupo de chalecos amarillos en Francia.

Imágenes de un grupo de "chalecos amarillos" en Francia. EP

La tribuna

Francia es ya un chaleco amarillo

5 julio, 2024 02:08

Apenas habían transcurrido unos pocos minutos desde que se hicieran públicos los resultados de la primera vuelta de los comicios legislativos y ya centenares de jóvenes activistas, con predominio evidente de estudiantes universitarios de la capital, se concentraban en el centro de París para, puño en alto y ondeando banderas rojas, gritar “no pasarán” - así, en español- en airada protesta contra el sentido mayoritario de los votos de la clase obrera.

Y es que el grueso de la clase obrera de Francia, al igual que el resto de los sectores populares del país, vota, y ya desde hace mucho tiempo, a la extrema derecha. Nada muy extraño, por lo demás, en los nuevos tiempos que corren en este Occidente cada vez más virtual y terciarizado.

Repárese al respecto en que otro tanto de lo mismo ocurre en Estados Unidos, el viejo centro neurálgico de capitalismo fordista ahora en acelerada decadencia y descomposición, donde dos de cada tres electores blancos sin estudios superiores se inclinan por Trump, mientras que, en sentido contrario, en torno al 60% de los votantes que está en posesión de algún título de posgrado universitario - un doctorado o similar- opta de forma sistemática por los candidatos del Partido Demócrata.

Igual en Francia que en Estados Unidos, aunque también podríamos añadir Italia o el Reino Unido a la lista, las más arraigadas convenciones políticas provenientes del siglo XX, verbigracia que los partidos de izquierda concentran sus apoyos entre la población de menor nivel académico formal y que sucede lo contrario con las formaciones de derechas, simplemente se han desmoronado en el plano de la realidad tangible.

De hecho, la novísima tendencia que irrumpió en escena a principios de la década de los ochenta, cuando comenzó a romperse poco a poco la lealtad tradicional de la población carente de estudios a los laboristas británicos y a los socialistas del continente, resulta ser la dominante en este instante histórico. El gran mito idealizado del espíritu rebelde e iconoclasta que hoy forma parte de las señas de identidad compartidas por toda la élite progresista e ilustrada de la Francia contemporánea responde por Mayo del 68.

Igual en Francia que en Estados Unidos, aunque también podríamos añadir Italia o el Reino Unido a la lista

Hablamos de la misma Francia progresista e ilustrada que lleva seis años mirando con una mezcla de horror y desdén a los chalecos amarillos, el único movimiento social del país surgido en las últimas décadas cuya praxis recuerda en algo la tradición insurgente de las masas autóctonas.

Y es que, a diferencia de aquellos legendarios postadolescentes de clase media adscritos a la Sorbona que izaron barricadas en las calles de la capital del mundo para denunciar ante el general De Gaulle, entre otras graves carencias posmaterialistas, la dimensión precaria e insuficiente de su vida sexual, los chalecos amarillos incendiaron durante meses y meses el centro de París por un asunto tan vulgar, prosaico y poco literario como el del precio intervenido - amén de gravado por onerosos impuestos ecológicos- del litro del diésel.

Como si se tratara de cualquier enclave remoto y subdesarrollado del Tercer Mundo, Francia, la orgullosa Francia, la altiva Francia, ha protagonizando bajo la presidencia de Macron las imágenes de todos los telediarios del planeta con escenas de motines urbanos y cargas brutales de los CDR contra enfurecidos manifestantes en pie de guerra.

Bastaban esas recurrentes estampas de genuina guerrilla urbana en los bulevares más elegantes del centro de París para acusar recibo de que el contrato social tácito sobre el que se asentaba la adhesión de las tradicionales capas medias y medias-bajas al orden económico, político e institucional de la V República, el nacido en la inmediata posguerra, se estaba tambaleando.

Por cierto, huelga decir que la gran mayoría de esos chalecos amarillos votará al candidato de Le Pen el próximo siete de julio. Pues la radical fractura política de la Francia actual, una grieta social fruto en última instancia del ocaso de la industria manufacturera autóctona, posee una muy acusada dimensión geográfica.

La orgullosa Francia, la altiva Francia, ha protagonizando bajo la presidencia de Macron las imágenes de todos los telediarios del planeta con escenas de motines urbanos

Al punto de que resulta factible elaborar un modelo matemático para predecir el porcentaje creciente de votos que se dirigen a la Agrupación Nacional de Le Pen, y hacerlo tomando solo como variable explicativa la distancia en kilómetros de cualquier distrito electoral al término municipal de París; cuanto más lejos de la capital, más votos a la extrema derecha, y viceversa.

Así, más allá de las convenciones topográficas clásicas, las que escindían a la población en izquierda y derecha, las categorías espaciales de centro y periferia sirven mucho más para aprehender la naturaleza última del conflicto de intereses materiales entre los nuevos excluidos, la población sobrante que se agrupa en los departamentos de la Francia interior y orillada económicamente, por un lado, y París - amén de otra media docena de ciudades integradas en las redes globales de la vanguardia tecnológica del capitalismo posindustrial- , por el otro.

Bajo la falsa apariencia externa de una gran nación unida, la realidad cotidiana de dos países distintos y distantes que cada vez se muestran más ajenos entre sí. La Francia de los ganadores de la mundialización frente a la de los definitivos perdedores. Los integrados en las nuevas redes transnacionales de creación de valor, perceptores de altos ingresos que se amontonan en media docena de modernísimas metrópolis vanguardistas, frente a los que ya no hacen ninguna falta en los procesos productivos actuales, porque ni resultan necesarios ni habría lugar alguno para ellos.

El capitalismo del siglo XXI - inmaterial, intensivo en conocimiento y cada vez más deslocalizado - frente al capitalismo del XX con sus herrumbrosas cadenas de montaje abandonadas en medio de fantasmales polígonos ahora desérticos. Macron y Le Pen. Un país, dos mundos.

*** José García Domínguez es economista.

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