Keir Starmer, primer ministro del Reino Unido

Keir Starmer, primer ministro del Reino Unido EP

La tribuna

El viaje a la derecha de los laboristas

19 julio, 2024 02:10

Puede que suene a sarcasmo, pero lo cierto es que la única diferencia significativa entre los conservadores que hoy administran el legado ideológico de la difunta Margaret Thatcher y el actual Partido Laborista de Keir Starmer remite a que estos últimos se sitúan un poco más a la derecha que los tories en materia fiscal.

Y es que, frente a la audacia heterodoxa en relación al déficit acreditada por los distintos gabinetes británicos desde la Gran Recesión de 2008 hasta el presente, el programa laborista del recién estrenado primer ministro se caracteriza por el énfasis obsesivo en el equilibrio presupuestario, supremo axioma de las políticas económicas liberales que suele postular el establishment empresarial, como principio inspirador de su proyecto para el Reino Unido.

Nadie se extrañe de que un multimillonario como John Caudwell, principal magnate inmobiliario y de la telefonía móvil en la isla, hiciera pública la decisión de votar a los laboristas por primera vez en su vida. Algo que podría contemplarse como una anécdota menor si no fuera porque se trata del mismo John Caudwell que, en 2019, había donado 500.000 libras esterlinas de su bolsillo para los gastos de la campaña de Boris Jhonson; un generoso dispendio a fondo perdido que justificó con el argumento de que “no podría soportar un Gobierno de Corbyn”.

El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte constituye hoy el sexto país más rico del mundo en una ordenación efectuada en términos monetarios convencionales ( el noveno si la lista se compone a partir del criterio de las paridades de poder adquisitivo). Sin embargo, esa exuberancia estadística esconde en su trastienda una realidad social mucho menos deslumbrante. Algo a lo que no resulta ajeno el dato tan poco subrayado de que la suma algebraica de los votos populares obtenidos por laboristas y conservadores haya caído hasta su nivel porcentual más bajo de los últimos cien años.

Y cuando esas cosas ocurren en las urnas es, sin duda, porque algo pasa también en la sociedad; algo cuyo contenido real podría encajar bastante bien dentro del significado que los diccionarios atribuyen a la palabra “decadencia”. Una lenta caída colectiva que un simple porcentaje numérico procedente de las series históricas del mercado de valores en la City de Londres podría ilustrar.

El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte constituye hoy el sexto país más rico del mundo en una ordenación efectuada en términos monetarios convencionales

Y es que, en 1981, durante el segundo año de Thatcher al frente del Gobierno, únicamente el 3,6 % de las acciones de sociedades mercantiles de nacionalidad británica estaban en posesión de titulares extranjeros; en 2020, en cambio, el volumen de títulos negociables de renta variable británicos bajo propiedad foránea había ascendido ya al 56%.

El antiguo Imperio Británico, pues, primero dejó de decirse imperio y ahora también ha renunciado a ser británico. Otro dato numérico que igualmente sirve para ilustrar el fenómeno tendencial de fondo: en comparación con Estados Unidos, Japón, Canadá, Alemania, Francia e Italia, los otros Estados que integran el G7, el Reino Unido ha ocupado el último puesto en el ranking de inversión industrial durante 24 de los últimos 30 años. Un farolillo rojo casi crónico al que también va asociada la mediocre trayectoria de sus niveles nacionales de productividad, que vegeta estancada en valores anuales que oscilan en torno a incrementos minúsculos, siempre en el entorno del 1%. 

Por lo demás, esa atonía no posee mayor misterio que la renuencia sistemática de las grandes corporaciones locales a destinar recursos a la inversión, optando en su lugar por satisfacer los afanes cortoplacistas de unas juntas de accionistas cuyo interés prioritario pasa por el reparto inmediato de dividendos, otro síntoma del acusado sesgo rentista que ha ido adquiriendo la economía de la isla tras el progresivo desmantelamiento del sector industrial y su sustitución por las finanzas.

Al respecto, únicamente Italia entre los grandes logra obtener unos resultados peores que los suyos en cuanto a la evolución de la productividad. No por casualidad, la balanza de pagos británica certifica ahora mismo el mayor déficit comercial de su historia. 

Así las cosas, el nuevo Ejecutivo laborista hereda un escenario macro presidido por una paradoja en apariencia desconcertante, a saber: tras catorce años consecutivos de primeros ministros de derechas cuya recurrente premisa obsesiva consistía en bajar cada vez más los impuestos, el Reino Unido luce a estas horas el mayor nivel de presión fiscal registrado en el país desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En 2020, el volumen de títulos negociables de renta variable británicos bajo propiedad foránea había ascendido ya al 56%

¿Cómo entenderlo? Pues recordando que la presión fiscal consiste en un simple cociente cuyo numerador incluye la recaudación tributaria estatal, mientras que en el denominador figura el PIB; ergo, cuanto más encoja el PIB, mayor será el resultado de la división. 

Y esa, la de no aumentar aún más la presión fiscal, ha sido la coartada intelectual escogida por Starmer para justificar su intención de no subir la progresividad del impuesto que grava las rentas, tampoco modificar las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social e igualmente abstenerse de incrementar el impuesto a los beneficios de las grandes empresas.

Resumiendo, los laboristas no van a conseguir dinero adicional para programas expansivos de ninguna parte; ni de los tributos que no quieren tocar, ni de la nueva deuda que tampoco piensan emitir, pues el cadáver político de aquella efímera Liz Truss todavía luce caliente junto a la Torre de Londres a modo de aviso a navegantes. ¿En qué consistirá entonces su estrategia? Bueno, parece que en poco más que cruzarse de brazos y esperar a que el mercado resuelva todos los problemas de la economía por su cuenta. La nada nadea, habría sentenciado Heidegger al respecto.

*** José García Domínguez es economista.

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