¿De verdad los tipos de interés son tan importantes?
Según los diccionarios, un axioma consiste en alguna proposición acerca del mundo tangible tan absolutamente obvia e indiscutiblemente cierta que ni tan siquiera haría falta perder un segundo en tratar de demostrar su muy evidente y palmaria veracidad. Así las cosas de la semántica, uno de los grandes axiomas de la teoría económica ortodoxa es ese que afirma la decisiva influencia de los tipos de interés oficiales en el nivel de actividad de los países.
Por más señas, tal convención canónica predica que las modificaciones al alza de los tipos, alteraciones a su vez provocadas de forma consciente y deliberada por los bancos centrales, tendrán como consecuencia más o menos inmediata una caída en ritmo de inversión empresarial y del consumo, lo que se traducirá por norma en el alivio de eventuales tendencias inflacionistas que pudiesen afectar a la economía.
Por el contrario, si la autoridad monetaria optase por reducir el tipo de interés al que presta fondos a los bancos privados, la misma ortodoxia dogmatiza que ello debería tener como efecto necesario un incremento de las inversiones empresariales, toda vez que el repentino abaratamiento del capital invitaría a su mayor uso, ya fuese en ampliación de instalaciones existentes o en nuevos proyectos, por parte de los directivos.
Esa es, reducida a su núcleo explicativo básico, la doctrina hoy dominante, la misma que nunca nadie ha perdido demasiado tiempo en tratar de demostrar. Y de ahí que los cónclaves anuales en Jackson Hole de los principales gobernadores de los bancos centrales del bloque occidental, una liturgia recurrente cuyo maestro de ceremonias suele ser en los últimos tiempos Jerome Powell, la cabeza más visible de la Reserva Federal, constituyan todo un acontecimiento planetario. No es de extrañar, pues, que justo ese haya sido el entorno físico elegido por Powell para anunciar la muy inminente reducción de los tipos de descuento, que ahora mismo se encuentran en el 5,25%, acordada por la institución que preside.
En consecuencia, una lectura convencional y canónica de esa medida requiere concluir que la actividad de la economía en Estados Unidos va a ser objeto de un estímulo forzado por la política monetaria, lo que en condiciones normales debería sustanciarse en mayores tasas de crecimiento. O eso es lo que dice la teoría. ¿Pero el mundo real funciona así? Bueno, una manera sencilla de salir de dudas, tan sencilla que su mera enunciación casi suena a perogrullada, sería preguntarles a los empresarios, que a fin de cuentas son quienes piden dinero prestado al sistema financiero para mantener o ampliar las actividades económicas productivas.
La actividad de la economía en Estados Unidos va a ser objeto de un estímulo forzado por la política monetaria
¿Realmente los empresarios, los de carne y hueso, no esas ficciones abstractas que solo existen en las páginas de los manuales universitarios, se comportan como determina la teoría monetaria ortodoxa que deben hacerlo? ¿Los empresarios de verdad piden mucho más dinero prestado para invertir cuando bajan los tipos y dejan de hacerlo, además en seco, cuando Powell o sus colegas europeos y japoneses deciden subirlos? Dicho de otro modo, ¿es tan relevante como casi todo el mundo quiere creer el papel de los banqueros centrales en la modulación y los cambios de tendencia de los ciclos económicos?
Si bien por razones opuestas, los teóricos de las dos corrientes doctrinales en que se divide la tradición neoclásica que da forma al pensamiento oficial, tanto la ortodoxia académica como la llamada Escuela Austriaca, responderían con un “sí” rotundo a esa cuestión. Para los ortodoxos, el acierto de las autoridades en la fijación de los tipos de referencia conduciría de nuevo a la economía al equilibrio; para los austriacos, en cambio, la manipulación por parte de los políticos de un supuesto tipo de interés “natural” provocará desastres especulativos que de otro modo se habrían evitado.
Pero ninguna de las dos obediencias contempla siquiera la mera posibilidad de que los tipos de interés, ya sean “naturales” o artificiales, pudieran tener poca o incluso casi ninguna importancia en las decisiones de inversión que adoptan los agentes económicos en el mundo real. Y sin embargo, justo eso es lo que se desprende de las contadas investigaciones empíricas que se han llevado a cabo sobre tal cuestión.
El más extenso de esos estudios, el llevado a cabo por la Universidad de Chicago a partir de una gran muestra de varios miles de empresas estadounidenses a cuyos directivos se interrogó sobre los factores determinantes a la hora de adoptar decisiones relativas a ampliar maquinaria o instalaciones, obtuvo como conclusión que, en efecto, los tipos de interés bancarios que de forma indirecta establece la Reserva Federal no constituían el elemento decisivo, ni tampoco uno de los más importantes, a la hora de arriesgarse con nuevos proyectos.
De hecho, la rentabilidad futura exigida por los decisores antes de dar su plácet definitivo a proyectos de inversión en fase de estudio no guardaba relación, tal como constataron los investigadores, con el precio presente del dinero en el mercado bancario ( las rentabilidades esperadas eran por norma muy altas, entre un 15% y un 20%, unos porcentajes completamente desconectados del tipo de descuento establecido por la Reserva Federal). Algo de lo que sólo cabe extraer, por muy desconcertante que resulte, un único corolario, a saber: que las fluctuaciones en el coste financiero del capital son en gran medida irrelevantes para la inversión de las compañías.
Entonces, si en la práctica los tipos no son lo que cuenta a la hora de decidir si se invierte o no, ¿qué es lo que cuenta? La demanda, lo determinante y definitivo resulta ser la demanda. Eso es lo que los trabajos empíricos han constatado, que el crecimiento de la demanda, no el mayor o menor coste financiero del uso del capital, constituye la variable explicativa.
Así, mientras la demanda agregada crezca, la inversión empresarial se mostrará relativamente insensible por norma a los vaivenes de los tipos de interés provocados por los banqueros centrales. ¿Y si Jackson Hole no fuera mucho más que una convención anual de chamanes de la tribu bailando la danza de la lluvia?
*** José García Domínguez es economista.