La biblioteca de Carlos Ismael Álvarez (Málaga, 1951) es un monumento al arte de vivir. Un afán imparable por retener recuerdos. El fetichismo de la memoria convertido en templo del conocimiento. El orden de los libros (muchos de ellos encuadernados por él en piel y letras de oro) coquetea con la torre de volúmenes apilados al lado de su escritorio. Emergen del suelo hasta el cielo, recreando una suerte de torre de Babel en la que, en este caso, sí se habla una lengua común: el idioma del saber.
El currículum de Álvarez refleja que lleva más de 40 años ejerciendo la abogacía, pero delimitarnos a su profesión no hace justicia a una trayectoria vinculada a las humanidades, al deporte, las cofradías y los viajes por una Europa de destinos infinitos. Por el viejo continente ha perseguido a sus referentes, depositando gladiolos en la tumba de Stendhal o visitando su palco en la Scala de Milán. Durante una hora de conversación, el entrevistado habla de su pasión por la literatura: "En ellos está todo". Desde Machado a Pániker, pasando por su admirado Alfonso Canales.
Todos los versos que aparecen recogidos en la entrevista han sido recitados de memoria por el protagonista. La escena se repite en varias ocasiones: en el centro del despacho, Carlos Ismael posa como don Tancredo. Espalda recta, pies juntos, mano izquierda al bolsillo y la derecha sosteniendo alguno de los ejemplares que rescata de las baldas. Inmóvil. Pese a que el libro está abierto, no mira las páginas en ningún momento. Las estrofas no nacen de sus hojas, sino del recuerdo: "Contigo iré cuando me digas que aterrice/ que aterrado me quede/ que enterrado me duerma entre terrones tuyos/ mi territorio soterrado y feraz", recita.
Recuerda con alegría su paso por la facultad de Derecho de Granada en un momento en el que España se había dado cuenta de que "aquello no daba más de sí": "Nos habíamos hecho adultos. No era presentable que no nos autogobernásemos".
Álvarez habla de los paseos con Eugenio Chicano por la Axarquía mientras se retaban para ver quién era capaz de recitar más endecasílabos; de la muerte de Manuel Altolaguirre cuando él era un niño o de los históricos archicofrades que le enseñaron a ser hijo de su tiempo.
Pero también reflexiona sobre la ciudad (formó parte del II Plan Estratégico Málaga ciudad de Cultura), la evolución de una urbe que "no puede estar fosilizada" y que lleva modificando el skyline desde hace 6.000 años.
Esa mañana ha estado jugando al golf en el club del Candado. 9 hoyos, la mejor marca del grupo y una victoria de la que habla con modestia. En el pasillo de su casa tiene enmarcadas las bolas con las que cualquier amante de este deporte busca hacer un eagle. Pero también hay espacio para las estilográficas, las pinturas de su amigo Chicano y, como no, la Virgen de la Esperanza, presente en cualquiera de las habitaciones.
Los que estudian música quieren ser Händel; los que estudian periodismo, Bernstein. ¿En quién quería convertirse un joven que entraba en la carrera de Derecho?
No tuve ningún referente. Lo que sí tenía clara era mi afición por las letras, algo que arrastraba desde el bachillerato aunque, curiosamente, elegí el de Ciencias. Estaba en PREU cuando decidí hacer derecho; eso sí, para ser abogado. No quería ser registrador, ni funcionario ni cualquier otra cosa. Al principio me desanimaron diciendo que los inicios eran difíciles, pero eso me importaba relativamente poco.
¿Qué buscaba?
Una profesión en la que se usara la palabra como instrumento. Es algo que la práctica durante más de 40 años me ha ratificado. El cliente te contrata por varias razones y en ocasiones no tiene nada que ver con que sepas más o menos leyes. Lo hace porque tienes la mente fría y él está ofuscado con su propio problema. Los Maristas nos decían que a menos de 20 centímetros de la nariz, los objetos se ven borrosos. Esa distancia del problema la consigues focalizando el núcleo del conflicto. La profesión también tiene mucho de escriba, y a mí ha sido algo que siempre me ha gustado.
¿De dónde viene esa afición por la palabra?
Mis padres eran lectores; ellos me pusieron a la edad adecuada lo que debía leer hasta que fui capaz de elegirlo con mis propios medios. De las historietas y tebeos, permítame que no lo llame cómic, pasé a Salgari de la editorial Molino. En la adolescencia me topé con Pierre Benoit. Recuerdo ver llegar a mi padre con El mundo silencioso, del comandante Cousteau y los dos lo leíamos juntos. Estamos hablando de 1957 o 1958. De aquella época se me han quedado cosas como que “el escudo del calipso es una ninfa y un delfín”. No sabía lo que era aquello, pero me permitía tirar del hilo.
Durante la carrera, el profesor Gisbert nos explicó la Historia del Derecho como la historia de los libros jurídicos. He reflexionado mucho sobre aquello y he llegado a la conclusión de que mi historia es también la historia de mis libros. Mi biografía es mi biblioteca, aunque es casualidad que luego me casara con una bibliotecaria (bromea).
De todos estos volúmenes, sé cuál estaba leyendo en cada momento de mi vida. Recuerdo el que tenía en mis manos en 1968 cuando me tocó estar en el hospital militar acompañando a mi abuelo convaleciente de una operación. Este otro (se levanta y se va hacia una balda), el diario de Stendhal, es un desayuno no tomado porque me gasté el dinero de esa mañana para comprarlo. Muchos tienen el ticket del tranvía o las tarjetas de embarque del avión. No digamos nada de aquellos que te ha dedicado un autor… Todo eso son recuerdos que balizan tu vida en torno a un libro. Mis padres me encauzaron sabiamente.
¿Uno es lo que lee o lo que le queda por leer?
Las lecturas te alimentan y los alimentos se imprimen y constituyen en tu esencia. En tu personalidad. Lo que te queda por ver es lo que te queda por nutrirte para seguir viviendo. Pero sí, sin duda influye.
Una actitud ante el reto de vivir.
Naturalmente. En los libros está todo. En la literatura te reconoces a ti mismo muchas veces. Soy muy lector de biografías y en ellas ves que otros vivieron lo que tú estás viviendo. Me resulta especialmente estimulante.
¿Se ha atrevido a contar cuántos tiene en casa?
Puede haber cerca de 5.500 libros.
¿Alguno en concreto por el que tenga especial predilección?
(Vuelve a levantarse y saca de la pared norte un ejemplar negro con las pastas desgastadas) Este librito se llama El año sabático, de Alfonso Canales. Es un libro de poesía que parece escrito en prosa. A mí me marcó. Fui desde pequeño un gran lector de poesía, pero este me deslumbró. Lo compré en octubre de 1976, cuando tenía 25 años y estaba recién casado. Me acompaña a todos lados. Fíjese en la dedicatoria (se lo ofrece al periodista, que lee en voz alta: “Para Carlos Ismael Álvarez, que se sabe este libro mejor que yo. Firmado, Alfonso Canales”). Me lo dedicó en la primavera 2000, casi un cuarto de siglo después de haberlo comprado.
¿Lo ha llegado a memorizar?
Algunos poemas sí. Porque los poemas esenciales de una vida te los tienes que saber de memoria. Provengo de un bachillerato en el que ese esfuerzo se potenciaba y se cultivaba. Hoy en día es una gran denostada, pero es lo que nos hace humanos y nos diferencia de las demás especies: la capacidad de acumular, la capacidad de recordar. Por poner un ejemplo paradigmático: El jinete se acercaba tocando el tambor del llano o Cantan las flautas de umbría y el liso gong de la nieve. ¡Eso es deslumbrante! ¡Es música lo que estás leyendo!
Canales decía que había que torturar la palabra hasta que expresara lo que querías decir. Él tiene un libro, El canto de la tierra, que es sobrecogedor. Hay uno en concreto en el que consigue la perfección absoluta: “Contigo iré cuando me digas que aterrice, que aterrado me quede, que enterrado me duerma entre terrones tuyos, mi territorio soterrado y feraz. Cuando tu frío terral asole mi terraza. tierra, mi paraíso terrenal…”. Es el dominio de la palabra sumada a la eufonía y concatenación… El gusto por los rapsodas se extinguió y hoy está concebida de otra manera.
¿Más conceptual?
Más conceptual. Pero volviendo otra vez al pasado, vayamos a los Machado. La hondura de Antonio es incuestionable, pero la perfección formal de Manuel, a mi juicio, es todavía más insuperable. Borges se refería a Manuel Machado como Machado el bueno. Quizá tuviera cierta carga ideológica en eso, pero…
¿Qué hay de la pena, del lamento, de la tristeza en la poesía de su generación? Existen ciertos aires de pesadumbre por el exilio.
Sí, pero más que pena por el exilio, pena por sentirse perdedores. A Machado prácticamente no le dio tiempo a exiliarse porque murió al poco de cruzar la frontera. Había una conciencia de derrota. Sin embargo, mi despertar a la poesía de joven adulto coincide con el grupo Cántico y los poetas del 50.
Carmen Laforet, Ignacio Aldecoa, Ana María Matute…
Sí. Eran aburridos…
Tampoco tenían mucho de lo que poder hablar.
Eso es cierto a medias. Yo leí durante el bachillerato todos los libros que quise de Gabriel Celaya o de Blas de Otero porque se publicaban. Estaba en un colegio religioso y allí nos recomendaban que leyéramos a Lorca.
Su entrada a la universidad se produce en un momento trascendental para la historia de España.
Llego a Granada en el tardofranquismo. Mis cinco cursos de la carrera coincidieron con los cinco últimos años de la Dictadura.
¿Era consciente de la importancia que estaba teniendo ese presente para el devenir de la historia?
Mi generación y yo fuimos conscientes de dos cuestiones sucesivas. Desde 1964 en adelante había un optimismo en la sociedad española porque el progreso económico era evidente. Los que habían tenido un bar, ahora tenían un restaurante; los que montaron una fonda, ahora lo habían convertido en hotel. Eso estaba ahí. El gran problema se encontraba en que aquello no venía acompañado de un desarrollo político paralelo que llevara al país a la democracia.
Hay un libro curiosísimo que tuvo un éxito extraordinario. Se publicó en 1969 o 1970 y define muy bien eso. Me estoy refiriendo a Conversaciones en Madrid de Salvador Pániker. Contiene una entrevista a Laureano López Rodó, ministro comisario del Plan de Desarrollo. López Rodó decía que la democracia funciona a partir de los 1.500 dólares de renta per cápita. Por debajo de esa cifra, no. Su filosofía, y la del régimen, era conseguir que el país tuviera una renta media de 2.000 dólares y luego instaurar la democracia. Yo creo que se debía haber ido en paralelo.
Durante los años del desarrollismo se iba con el viento en cola de la prosperidad. Pero también había una plena conciencia de que estábamos en el tardofranquismo. Se veía claramente que aquello no daba más de sí, que nos habíamos convertido en adultos, que cada vez estábamos más cerca de los países de Europa y que ya no era presentable que no nos autogobernáramos. Todo eso con sus manifestaciones y sus revueltas.
¿Qué ambiente se respiraba en la facultad?
Muy politizado y crispado. Llovían las octavillas, manifestaciones, convocatorias, provocaciones a la policía… Volaban los mensajes diciendo que habían entrado en la ciudad o que habían detenido a un estudiante. Los ámbitos universitarios eran especialmente hostiles, como no podía ser de otra manera. Pero también había cierto germen de provocación. Viví todo aquello, pero, volviendo a Canales, el gregarismo es una actitud regresiva que nos aproxima al filum de los insectos.
Uno nunca escapa de sus lecturas. Vive la literatura como algo total.
El plan integral de Bachillerato de 1953, que es el que mi generación estudió, estaba concebido con una perfección magnífica. La asignatura que llamábamos Francés en quinto curso era Historia de la literatura francesa. Allí me di de boca con Stendhal, un romántico más realista que otra cosa. Cayó en mis manos La cartuja de Parma, Del amor y Rojo y negro. Aquello me encantó y de ahí pasé a un género que me ha entretenido mucho: las biografías. Las memorias de Stendhal son maravillosas.
Ha seguido su rastro por la vieja Europa.
Su época de cónsul en Civitavecchia, de carbonario en Milán persiguiendo a Matilde Viscontini Dembowski… He ido al palco en el que se sentaba en la Scala (de Milán).
Incluso le llevó flores a su tumba.
Stendhal se consideraba italiano pese a haber nacido en Francia. Sí, busqué la tumba orientada por Consuelo Bergés, única biógrafa de Stendhal en el momento, y a la que había leído en 1972 (se levanta para sacar el tomo). Sabía que estaba enterrado en el cementerio de París bajo el viaducto Caulaincourt, aunque luego vi que no era exactamente ahí. El caso es que localicé su tumba y allí deposité un gladiolo rojo. Mi mujer vino a decir que aquello era una excentricidad de las mías (ríe).
Los libros no solo son contenidos, también continente. Su biblioteca está, en buena parte, encuadernada por usted. ¿Fue algo que aprendió de Carlos Gómez Raggio?
En parte, en parte. Fue una afición que me llegó relativamente tarde. Cuando cumplí 50 años, el cuerpo empezó a pedirme trabajos manuales. Quería encuadernar algunos libros de mi biblioteca que estaban en mal estado y los mandé al taller de Maribel Ruiz, El árbol de Poe, que regentaba junto a su marido Francisco Cumpián, un poeta compañero mío del bachillerato. Me di cuenta de que no tenía dinero para hacer lo mismo con todos porque es algo muy caro que exige mucho tiempo y los materiales, si son buenos, son costosos. Yo no quería hacerlo en plástico, sino en piel y marroquín y con estampaciones en oro, así que necesitaba un buen desembolso.
Yo sabía que Carlos Gómez Raggio y su hermano encuadernaban libros. Teníamos extensas conversaciones sobre literatura y un día me regaló la obra de Paco Gómez Raggio con un prólogo que tengo siempre presente. Ahí escribe que su madre, con ochenta y muchos años, se apuntó al taller de artes y oficios para aprender encuadernación. Y él, que no tenía ocasión de ver a la madre, se matriculó para poder verla y acabó deslumbrado por este trabajo.
Así aprendí a encuadernar, aunque ya lo he dejado. Tendría que mirarlo en mi agenda, pero si no recuerdo mal, hay cerca de 750 ejemplares realizados por mí. Es algo muy gratificante porque el estilo que yo hacía, la holandesa, te permite coordinar el papel con la piel y hacer piezas bonitas.
La legendaria revista Jábega en tonos verdes o Rojo y negro con los mismos colores a juego con el título. Mientras hojea las páginas de La vida de Henry Brulard se topa con un mapa dibujado por el propio Stendhal.
Yo también hacía estos esquemas de niño. Recuerdo una escena que se me quedó grabada y la plasmé en el papel: la muerte de Manuel Altolaguirre en Burgos cuando volvía de viaje a España. Altolaguirre era primo segundo de mi padre y por tanto sobrino de mis abuelos. No se me olvida esa conversación en la Colonia, la finca familiar en Valleniza, con mi familia. Hice un croquis en el que dibujé dónde estaba sentado mi abuelo, mi abuela y yo, con 10 u 11 años, escuchándolo todo. Muchos años después, leyendo sus memorias (las de Stendhal) en la época de niño, vi que también lo había hecho.
Su trayectoria cofrade está más que contada, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de preguntarle por algunos de los nombres que ha mencionado antes, como la familia Gómez Raggio. Al final, usted es heredero de una generación de históricos como Vicente Caffarena, Lola Carrera…
Nuestra generación creció y aprendió, los que quisieron aprender, de una generación formidable de cofrades del Paso y la Esperanza. Estaban Paco Ruiz Tió, Manolo Narváez, Pepe Harras, Pepe Ruiz Sánchez, Emilio Ruiz Bravo, Ángel Caffarena… Si no aprendimos de ellos, es porque éramos muy torpes. Eran personas estupendas, hijos de su generación y que pensaban acorde a sus años, pero encantadoras y maravillosas.
Esas influencias, de un modo, le llevan a estar siempre al pie de la vanguardia. Mientras otras hermandades seguían pensando en recrear la Capilla Sixtina en la frontera del siglo XX con el XXI, usted decide pedirle a Eugenio Chicano un olimpo pop de archicofrades en la casa hermandad de la Esperanza (el techo del salón de tronos).
Siempre lo tuve muy claro. Yo pensaba así como consecuencia de haber sido educado en mí cofradía. Una institución que en 1935 le encarga a Mariano Benlliure un Nazareno sin potencias, ni corona de espinas, ni sangre. La misma que en 1959, en pleno franquismo, le encarga a un cubista como Miguel Rodríguez Acosta un fresco para la capilla. Si yo, en 1997, lidero el encargo de la bóveda a Chicano, es porque he sido educado en una hermandad que ha defendido siempre la contemporaneidad. Si queremos que una obra perviva en el tiempo, hay que ser contemporáneo. Es la única garantía. Reproducir lo perdido es un falso histórico.
Habla de Eugenio Chicano, otro de los nombres ilustres de esta ciudad. ¿Cómo era su relación con él?
Fui un gran amigo suyo. De hecho, dejó escrito por algún sitio que me consideraba su hermano. Tuve una grandísima amistad con él. Asistir a su vida era una fiesta permanente. Le ponía una pasión y una gracia a todo… Era un conversador nato. Del motivo más nimio y trivial sacaba un diálogo lleno de sabiduría.
Recuerdo que cuando estaba dibujando los paisajes de Málaga, nos íbamos por la Axarquía. Mientras caminábamos, recitábamos sonetos de Miguel Hernández. Uno daba un endecasílabo y el otro respondía, hasta que alguno de los dos se equivocaba: “Por el sendero van los hortelanos, que es la hora sagrada del regreso, (...), y van a la canción, y van al beso, y van dejando por el aire impreso un olor de herramientas y de manos”. Entonces uno de los dos decía: “¡No! Te has saltado un endecasílabo, y no es por un sendero, es por una senda”. Aquello era divertidísimo. Eugenio Chicano era… Me acuerdo de él todos los días.
Esa oda a la memoria de la que ahora hace gala alcanzó su máximo exponente cuando dio el pregón de la Semana Santa. Cuentan los que allí estuvieron que se dedicó a pasar las páginas durante hora y media pero sin poner la vista en ellas.
Era consciente de que dominaba el pregón y era capaz de darlo de memoria, tal y como lo hice. Las cofradías son emoción y a mí, en esos momentos, se me quiebra la voz. Le temía mucho a no controlar esos sentimientos. Cuando terminó el concierto, vinieron los de protocolo para llevarme al escenario. En aquel momento, vi a mi padre y me dijo: “Tranquilo que todo va a salir muy bien. Mamá desde el cielo te va a ayudar” (baja levemente el tono de voz). Aquello me marcó.
Pero cuando salí al escenario, estaba ya tranquilo. Esto es como la oratoria forense; tú estás con el pellizco en la barriga, pero una vez que pides la venia, todo fluye. Salí con papeles por dos razones: primero, porque se podía interpretar como una chulería; la segunda es porque a mi mujer le iba a dar algo. Pero me lo sabía de memoria y me lo sigo sabiendo de memoria.
Su compromiso con las cofradías también ha derivado en una forma de pensar en la ciudad. Usted ha formado parte del II Plan Estratégico Málaga ciudad de Cultura. ¿Qué frutos dio aquello?
Muchas de las cosas que estamos viviendo ahora mismo se planificaron en una serie de reuniones a las que tuve la suerte y el privilegio de asistir. Muchas de las cosas que diseñamos en los primeros años de este siglo son ahora realidad. Recuerdo aquella ponencia Ágora, ciudad mediterránea: la ciudad concebida como un espacio para la cultura.
¿Quiénes estaban en esa comisión?
Garrido Moraga, José Manuel Cabra de Luna… Gente de muchísimo nivel. Allí se configuró la ciudad de los Museos y el famoso eje de Alcazabilla-Císter-Granada. Málaga tiene en medio kilómetro cuadrado restos fenicios con las piletas de Garum, el teatro romano, la Alcazaba y la Catedral cristiana.
¿Se parece esta Málaga a la que imaginó de niño?
Se está empezando a parecer.
¿Qué le queda?
El río, al que nadie es capaz de meterle el tenedor y el cuchillo. Me parece muy bien el Plan Litoral y el soterramiento del Muelle Heredia y el paseo de los Curas, pero la gran obra pendiente de la ciudad es el impresentable río donde se ha enterrado mucho dinero sin resultado satisfactorio. El Guadalmedina es la gran asignatura pendiente.
¿Mejora ese entorno con el Moneo?
A mí es que me gusta el Moneo. Con esos cubos hundidos de las terrazas y la azulejería, visualmente me parece bonito.
¿Lo prefiere a un Strachan como había antes, cuando estaba la Mundial todavía en pie?
Yo es que vivo en la época en la que vivo. A mí el cubismo me gusta, que tampoco es de anteayer. Creo que hay un intento descarado de fosilizar la ciudad, de dejarlo todo tal y como está. Cualquier novedad es sospechosa. Cualquier edificio que se levanta bajo los cánones actuales es criticado. A mí, lo que me maravilla y me asombra, es que los que levantan la voz con el Moneo han permanecido en silencio ante la enorme cantidad de obras ramplonas que hay un en el Centro de Málaga. Siempre digo lo mismo: la famosa balaustrada pretenciosa y horrible de los chalés de Málaga desde el Puerto de la Torre hasta el Candado también ha cambiado la visión.
Pero al final, para poder poner en pie el Moneo, ha habido que derrumbar un inmueble obra de uno de los arquitectos por antonomasia de Málaga.
En Málaga hay suficientes edificios de Strachan como para conocer su trabajo y su gran proyecto, que es calle Larios. La Mundial ha sido puesta en otro sitio, con sus herrajes, batientes y demás elementos…
¿No choca este planteamiento con la defensa de la historia de Málaga?
Volvemos a lo mismo. La historia no está fosilizada. Prueba de ello es el skyline y la Torre del Puerto. La silueta de la ciudad se está alterando desde hace 6.000 años. Cuando los fenicios, que tenían su factoría en el Guadalhorce, hacen las casas de adobe, o los bástulos en el camino de Antequera hacen sus cabañas, están alterando la silueta. Lo mismo ocurre con la construcción de la Catedral o la instalación de las grúas en el Puerto con esa altura tan considerable y visible desde todos lados. Pongamos las cosas en perspectiva.
¿Y ese planteamiento no puede dar pie a justificar proyectos como el AC delante de la Basílica de la Encarnación?
El urbanismo en Málaga hizo verdaderas barbaridades, como es el caso de La Malagueta. El debate ciudadano sobre todos estos temas es necesario, así como la crítica. Lo que me choca es que quienes han enmudecido son los que ahora levantan la voz. Aquí ha habido notorios fracasos que se han hecho en la más absoluta impunidad. Cuando el puente peatonal frente al CAC tiene que ser derruido porque amenaza con venirse abajo… O las bóvedas de la Catedral… (Los responsables) se han ido de rositas.
¿Sueña con ver terminaba la Catedral algún día?
Las cosas están por hacer. Dejar cualquier cosa a medias, desde escribir un libro hasta un proyecto de este calibre, es un fracaso. La Catedral está para terminarla y no se ha hecho por razones políticas, por las diferencias de color entre las administraciones. Cuando han estado en manos de gente que piensa igual, se han resuelto. Se va a hacer la cubierta planteada por Ventura Rodríguez pero adaptada a los criterios y tecnologías actuales.
Teniendo tan claras las cuestiones de ciudad, ¿nunca le ha tentado la política?
No. Siempre he tenido mis prioridades. Cuando ejerces la abogacía durante 44 años, y tienes una familia a la que atender, y estás comprometido en tu cofradía y te quedan muchos libros por leer, estableces tus prioridades. Nunca me ha tentado.
¿Y le ha buscado la política?
Sí, pero prefiero ser discreto en este tema.
Además de todo lo anterior, lleva para delante el golf, la vela, su cofradía, la escritura... ¿Cuál es el secreto?
Siempre he sospechado que el que dice que no tiene tiempo es porque no quiere. Han sido épocas sucesivas de mi vida. La vela para mí es muy especial. Me retiré hace algún tiempo, pero sigo viendo un snipe, un balandro de vela ligera, y se me van los ojos. Es algo que me mantiene joven. Igual que el golf, un deporte maravilloso y adictivo. Me lo paso muy bien yendo tres veces por semana mientras ando al aire libre. Pero la vela es diferente. El silencio del mar... la sensación de que dos centímetros más o menos de escota pueden cambiar el rumbo del viaje.