Mientras Javier Milei pasea melena y celebra neoliberalismo salvaje por las calles de Argentina, la selección española femenina de fútbol se mete en la final de un mundial. Los hervideros digitales, desde tumbonas y segundas residencias, ofrecen un buen ramillete de opiniones sobre estos dos hechos, al tiempo que todavía vociferan titulares de mesa camilla sobre las tetas de Eva Amaral, y mi hija, que algún día tendrá tetas, me pide el desayuno mientras se mete en vena ‘El asombroso mundo de Gumball’.
Todo esto bien mezclado y agitado el día que decido volver a los tiempos de la rutina profesional y con un Outlook que me deja bien claro -valoro profundamente la honestidad- que no me va a permitir una doma amable salvo que le conceda alguna que otra cita nocturna. Ante este panorama, una sólo quiere morir un poquito sabiendo que cada día se muere un poco y, hasta para este asunto, hay que saber estar a la altura. Caballero Bonald lo dijo muy bien y bonito, por otras razones y motivos más placenteros, pero no se alejaba mucho de ese morir un poco cuando te despistas de lo importante en la vida, ese saber estar a la altura: «Somos el tiempo que nos queda».
Entendí el gesto de Eva Amaral como un gesto de conquista en el terreno de lo simbólico. También como una artista que se mueve entre el pop y el rock y quizá, cuando se quitó el top de lentejuelas rojas, estaba actuando más bajo la provocación del rock y vestida por una canción de su repertorio muy concreta.
Estoy segura de que, si hubiera querido ocupar otra geografía, hubiera escrito un manifiesto, o incluso un artículo, con el que mostrar su apoyo a las compañeras a las que citó y al resto de mujeres que estamos asistiendo, con mucho despiste y más cansancio, a un debate en torno a lo que es o no feminista.
Ese movimiento de Eva Amaral hacia una geografía acostumbrada al gesto, una acción que nos permita desenfundar nuestro dispositivo móvil para ser los primeros en esta carrera absurda hacia la nada, es propio de alguien que ha entendido este tiempo y su presente. Hemos convertido la esfera pública en un estado nervioso.
«El deseo de sacar provecho de las emociones y los instintos físicos con fines políticos cuenta asimismo con una larga historia, lo que ha llevado a las élites a establecer sus propios centros de control, pero con una diferencia fundamental: este deseo opera especialmente al servicio del conflicto que de la paz.» Os es familiar, ¿verdad? Este fragmento pertenece al ensayo ‘Estados nerviosos.
Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad’, de William Davies, publicado en España por Sexto Piso, una obra que ayuda a comprender cómo el sentimiento se ha adueñado del mundo individual y el colectivo. Dicho de una manera mucho más sencilla, este ensayo nos ayuda a entender por qué se nos ha colado hasta la cocina de la humanidad el negacionismo en sus múltiples formatos y versiones, el pensamiento inspirador y la felicidad perpetua con la ayuda inestimable del supérate a ti mismo.
Es cierto que nos pirra un escándalo de corto recorrido, pero las tetas de las mujeres siempre han sido fuentes de conflicto. Propio y ajeno. Una ya no sabe de donde viene tanta polémica, posiblemente la cosa se puso fea entre griegos y amazonas y el refranero popular ya se encarga de despejarnos la incógnita: polvos y lodos y todo lo demás.
El cuerpo de la mujer siempre ha sido utilizado como campo de batalla, como herramienta de control, pensado por el hombre como objeto de deseo y, a su vez, objeto proveedor del deseo de otro. Maternidad, sexualidad, placer femenino. Menopausia, trastornos alimenticios y la histeria como excusa recurrente. Imperativos estéticos y clases. Prostitución, explotación, violencia sexual. Conflictos bélicos y los cuerpos de las mujeres en su centro desgarrador y sangrante.
Adolescentes que confunden libertad propia con los designios patriarcales de las corporaciones tecnológicas cuando ofrecen sus cuerpos en un modo muy concreto que suele premiar el algoritmo. Cuerpos de mujeres en bragas para hablar de libros. Cuerpos de mujeres para vender libros. El algoritmo es una fiesta a la que estamos todas invitadas ligeras de ropa y con los pezones bien tapados. Nuestros cuerpos siempre en el centro de todo mientras ese todo nos impide crecer en otras direcciones porque nuestros cuerpos se vuelven cada vez más pesados y vulnerables. Agotados.